Dos poemas

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a Lolbé González

Todo comienza con la vista,
con el reconocimiento de miradas al cruzar una calle,
con un gesto cualquiera que atrae a los ojos,
como el señuelo al pez, como la chuchería brillante
que fascina al cuervo; todo comienza con la vista,
con una mano que llena con destreza un formulario en una oficina,
con la frontera salvaje donde nace el cabello de la nuca
de quien viaja en el asiento de enfrente, con una axila que abre sus
[pétalos
cuando el brazo intenta agarrar la botella de aceite extra virgen
de la repisa más alta del anaquel; todo lo pone en marcha la vista,
cuando una nariz, unos pómulos, una boca son la única constelación
[visible
en un cielo contaminado de narices, pómulos y bocas,
cuando una oreja pone el signo de interrogación a una pregunta
para la que no sabemos la respuesta, pero no queda más remedio
que tratar de responder; todo lo pone en marcha la vista,
todo comienza cuando un par de ojos colisiona con otros ojos
y chocan los pedernales negros del iris
y se enciende el arcoíris de fuego de las pupilas. Todo empieza
con la vista, con una cicatriz que se contempla como una cordillera
[rosa,
con una mancha sobre la piel que evoca el mapa del tesoro,
[oculto en una isla perdida en el mar lejano de la infancia y
sus fantasías verdes,
todo empieza con la ternura que despierta una pequeña deformidad
[cerca de los labios,
bajo la sombra del cuello, en la fruta de la pantorrilla.

Entonces, la vista: reino de la demora,
dimensión de lo invisible, oasis para los ciegos, para los distraídos,
para los que no previenen y luego se lamentan
(porque la atracción no se prevé, pero siempre, a la larga, causa
[estragos);
la vista, que sacude de su letargo a los aburridos
y retira el suelo bajo los pies de quienes tienen los bolsillos llenos de
[certezas,
que pincha en la nalga a los tristes y los hace dar un salto por los aires.

La vista: pasadizo del deseo, mirilla del francotirador, abertura
por la que se filtra el adversario, el forastero que seduce. La vista:
puerta de entrada, arco triunfal del amor.

Según ciertos poetas neoplatónicos,
los spiritelli entran y salen por los ojos de los amantes,
como gusanos o alguna especie de ácaro amoroso.
Entran por las así llamadas ventanas del alma
(aunque sean, más bien, los pozos del alma)
y se hacen camino hacia la cámara secreta del corazón,
donde graban la imagen del amante.
Tras dejar esa pintura rupestre que nadie verá,
salen a la superficie sobre el vehículo de los suspiros.

Esto, evidentemente, es pura poesía.
La realidad es que el amor no es un diosecillo
ni un insecto que inocula su veneno en el torrente sanguíneo.
Se equivocaron los neoplatónicos.

El amor es una cervicalgia que ningún masaje,
ningún analgésico alivia. No hay almohada
ni colchón cómodo, si el cuerpo amado está ausente
y su peso no contrarresta nuestro peso
y el peso del dolor en el colchón.

El amor es un ácido que gotea sobre la frente del insomne.
El amor desordena el escritorio de trabajo, cambia de lugar
los libros del librero, revuelve notas y fichas.
El amor es una silla de tres patas
en la que insistimos sentarnos,
en la que insistimos darle la espalda al mundo.

Esto, los neoplatónicos, no lo intuyeron. ~

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(Mérida, 1988). Es autor del libro de poemas Roldán (2014, Libros del Marqués). Tradujo junto con Amado Peña Teoría (2015, El Canon Accidental), del poeta estadounidense Kenneth Goldsmith.


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