Adaptar los tratados comerciales a la realidad y no la realidad a los tratados comerciales. Desmontando a Trump

Debido a la nueva configuración étnica y racial que se abre paso en Estados Unidos, quizás estemos siendo testigos de la última elección donde un candidato puede apelar, como Trump, a la supremacía blanca. Sin embargo, asumir la posibilidad real de su presidencia permite analizar los escenarios que México podría enfrentar en materia de seguridad fronteriza y tratados comerciales, la creciente importancia que está teniendo China para América Latina y las consecuencias políticas de la inesperada visita de Trump a nuestro país.
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La economía, como el resto de las ciencias sociales, ha tenido que adaptarse a las condiciones políticas, económicas y culturales de su tiempo. El mundo de hoy no es el de Adam Smith y el egoísmo individual como motor del crecimiento económico no se celebra por igual en Europa, Estados Unidos o China. Las sociedades han avanzado más allá de las teorías poblacionales de Thomas Malthus, y Keynes, que fue desplazado por el sermón neoliberal de Milton Friedman, está de regreso con toda fuerza.

Los contextos han cambiado. Hace veinticinco años, cuando se negoció el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), habría sido una locura sugerir que las tasas de interés de los países desarrollados estarían en cero, que en Japón y Suiza serían negativas o que el déficit acumulado por Estados Unidos llegaría, en julio de 2016, a los 19.4 billones de dólares, por encima de los 18.4 billones de su pib al segundo trimestre del mismo año.

Durante muchos años el discurso público, producido en los laboratorios económicos y traducido a la calle por los políticos, vendió las bondades de la globalización: disminuir la desigualdad, abatir la pobreza y robustecer la economía mundial. Pero las promesas de la globalización y el libre mercado no se materializaron. La desigualdad ha crecido de forma exponencial y, en los países desarrollados, los salarios se han estancado o disminuido para la mayoría de los trabajadores.

En Estados Unidos, donde el ingreso medio real de las familias se encuentra a niveles de 1989, los trabajadores ven que el mundo de la globalización financiera y tecnológica no tiene espacio para ellos y su escasa formación y muchas familias de las clases medias no han cumplido sus expectativas. El desencanto está alimentando ideas nacionalistas y aislacionistas. El Brexit en el Reino Unido y Donald Trump en Estados Unidos son un síntoma y una consecuencia de ello.

Trump ha puesto en la mesa una serie de temas que afectan la agenda política y económica global y, en particular, la de México, y su beligerante posición contra los tratados de libre comercio vigentes de Estados Unidos (veinte, en la actualidad, incluido el TLCAN) ha sido duramente cuestionada. En definitiva, el tono de Trump es equivocado, pero, como mencioné, los contextos político-económicos han cambiado y las medidas económicas deben acompañar ese cambio. Por lo tanto, no debe extrañarnos que quien llegue a la Casa Blanca, sea Trump o Hillary, impulse la renegociación de los tratados de libre comercio en vigencia y que modifique también las condiciones en que se celebren los acuerdos futuros.

¿Por qué? Porque los supuestos bajo los que se negociaron buena parte de esos acuerdos comerciales son insostenibles y las condiciones bajo las que se pactaron ya no existen.

Hillary o Trump tienen que pensar en los escenarios que representa la revaluación del dólar sobre otras monedas. Por ejemplo: digamos que dos países, a y b, firmaron en el pasado un tratado de libre comercio y gracias a eso bajaron sus aranceles del 15% al 0%. Pero si el país a manipula y devalúa su moneda reimpone un arancel indirecto al país b, ya que al abaratar su producción podrá exportar más y al mismo tiempo encarecerá los productos ajenos.

Este ejemplo justificaría que el presidente en turno promueva cambios que permitan restituir aranceles por un tiempo determinado si uno de sus socios comerciales instrumenta medidas perjudiciales para el comercio bilateral. Una “cláusula de equilibrio” podría entrar en efecto una vez que la devaluación de una moneda pase de cierta banda preestablecida de máximos y mínimos durante determinado tiempo. Se podría pensar que esto sería inviable dado el volumen del comercio entre países, pero hay opciones. Por ejemplo, cada tres o seis meses se podría revisar el tipo de cambio para establecer promedios y compensar en función de ello. Otra posibilidad es que los productos de las naciones se coticen con base en una canasta de monedas y no solo sobre una, como el dólar. Es decir, una especie de Derechos Especiales de Giro. Si los países optasen por este método, se podría tener claridad sobre la competitividad real de cada uno, pues todas las monedas se medirían contra un paquete común distribuyendo la referencia de la moneda patrón.

Es poco probable que Trump o Hillary busquen cancelar los acuerdos comerciales preestablecidos, pero sin duda tratarán de adaptarlos a la nueva realidad económica de Estados Unidos en la que, según el Global Competitiveness Index 2015-2016, ha caído en competitividad al tercer lugar internacional. Más aún, la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos dice que la productividad anual en el sector manufacturero pasó de crecer un 4.7% en 2000 al 1.8% en 2015. Su infraestructura es la undécima en el mundo, detrás de algunos países europeos y asiáticos, y su sistema educativo se ha deteriorado en comparación al de otras naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde). El diagnóstico del estado de cosas no es un asunto del todo ideológico pues tanto Trump como Bernie Sanders han señalado que el país debe repensar su gasto y ambos han hecho campaña anunciando que revisarían los acuerdos comerciales internacionales y que no estarían dispuestos a firmar el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica. Hillary Clinton ahora opina lo mismo. Otro tema importante en el que, según sus plataformas electorales, coinciden demócratas y republicanos es el sistema bancario. Ambos quieren reinstalar la ley Glass-Steagall, que separaba, en los bancos, la actividad comercial de la de inversión y que fue derogada por el presidente Clinton en 1999. Esta última medida llevó a los bancos a ser too big to fail.

El compromiso que el Estado estadounidense tiene con su país es elevado. Debe reducir su gasto en áreas menos competitivas e invertir para ser más productivo. Necesita billones de dólares para mejorar sus carreteras, puertos y aeropuertos y perfeccionar sus escuelas. A nivel micro, debe además quitar peso al gasto de las familias. Hillary Clinton prometió que impulsará un sistema de salud estatal y que las universidades serán gratuitas para la inmensa mayoría de los jóvenes que hoy pagan decenas de miles de dólares en créditos estudiantiles. Ambas disposiciones requieren un enorme esfuerzo de gasto por parte del Estado, cuya deuda es perniciosamente elevada y depende del siempre riesgoso financiamiento de las potencias extranjeras. Para encarar estos retos ¿cómo se achica la deuda?, ¿cómo se reduce el déficit?

Trump usa a menudo el ejemplo del fabricante de aires acondicionados Carrier para ilustrar el problema de Estados Unidos. Carrier cerró una planta en el país para producir en México, donde tiene costos más bajos. Desde el punto de vista corporativo, es una decisión racional, pero desde el punto de vista de las necesidades de Estados Unidos, Carrier no es el mejor amigo de esa nación. La empresa ha conseguido reducir su costo de producción, pero no ha bajado el precio de sus productos en Estados Unidos. Los únicos que están ganando con su decisión son los accionistas. Además, de acuerdo al alcalde de Indianápolis, Joe Hogsett, Carrier obtuvo en su estado incentivos fiscales por millones de dólares que no ha devuelto.

El ejemplo de Carrier puede ser extendido a otras empresas que producen hoy en México o en China. Un estudio económico del Massachusetts Institute of Technology y otro del Economic Policy Institute han concluido que desde que China fue aceptada en la Organización Mundial de Comercio se han eliminado alrededor de 2.4 millones de empleos en Estados Unidos y el déficit comercial del país con China creció de 80 mil millones a casi 370 mil millones de dólares.

Otro ejemplo: en 2011 el déficit comercial de Estados Unidos era de 13 mil millones de dólares, pero al año siguiente el gobierno estadounidense firmó con Corea un tratado de libre comercio que, para 2015, incrementó la brecha a 28 mil millones. Si se aplicara el cálculo del Departamento de Comercio de que por cada mil millones de déficit comercial se pierden 6 mil empleos, esto representaría la pérdida de 90 mil puestos de trabajo. En el caso del TLCAN, Estados Unidos pasó de un superávit de 1,350 millones en 1994 a un déficit de más de 58 mil millones de dólares en 2015. ¿Cuántos empleos directos e indirectos perdidos en Estados Unidos se contabilizan ahí? ¿Qué estarían diciendo la prensa y los analistas mexicanos de haber sido al revés?

Si Estados Unidos no recauda, pierde empleos y aumenta su déficit comercial, sus consumidores al menos podrían beneficiarse de reducciones significativas en los precios de productos de valor agregado como un modo de oxigenar los presupuestos familiares, pero eso tampoco está sucediendo. En cambio, las empresas globales y deslocalizadas han obtenido utilidades récord, beneficiando a sus accionistas y a los habitantes donde generalmente domicilian sus corporativos, como los paraísos fiscales de Suiza e Irlanda.

A nivel micro la economía se adapta rápido, pero a nivel macro ver el resultado de las decisiones toma tiempo y pueden tener impactos imprevisibles. ¿Cómo entonces se paga la cuenta de una nación? Si gana Trump, el camino parece escrito. Más allá de que como negociador sea afecto al bluffing, es probable que busque que el mundo comparta la cuenta (por ejemplo, con los europeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte) porque, a nivel político, según lo asumo, resulta menos beneficioso enfrentarse al mundo empresarial estadounidense. Pero, si gana Hillary, ¿será viable cobrar más impuestos sobre la renta a los más ricos? Y si no fuera suficiente, ¿estará dispuesta a introducir un impuesto a la riqueza? ¿Renegociará tarifas y aranceles comerciales, como también quieren millones de estadounidenses que piden más trabajo, todos los sindicatos del país y los seguidores de Sanders? ¿Qué lado de la ecuación elegirá un presidente con presiones sobre la competitividad y el empleo: el de las bases electorales enojadas o el de los vecinos del mundo que no tienen el mismo pasaporte que esos votantes?

Por último, un comentario sobre las amenazas de Trump respecto a las remesas. Presionado por Estados Unidos y con la excusa de prevenir lavado de dinero, si en México se quiere cambiar o transferir un solo dólar, es necesario presentar el pasaporte o la credencial del ine. Así que Estados Unidos podría “copiar” el modelo y pedir que las personas que quieran mandar remesas presenten pasaporte o algún otro documento que demuestre su estancia legal. Se podría obviar este requisito pagando un impuesto. Por supuesto, esto generaría serios problemas para todos los residentes indocumentados. ~

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Es director general de Nafinsa y articulista de El Financiero.


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