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Una de las imágenes más emblemáticas del verano de 2020 fue la de la alcaldesa de Washington, DC, Muriel Bowser, caminando por la recién renombrada Plaza Black Lives Matter, en abierto desafío al presidente Trump. Esos fueron días de fuego. Entre el 29 de mayo y el 6 de junio, la capital de Estados Unidos vivió su propio capítulo en la movilización nacional en protesta contra el racismo y la brutalidad policiaca, a raíz del asesinato de George Lloyd a manos de la policía de Minneapolis. Después de tres días de disturbios frente a la Casa Blanca que, en una ocasión, obligaron al presidente a buscar refugio en su búnker, Trump envió a las fuerzas de seguridad bajo mando federal a dispersar a los manifestantes a fuerza de gases y macanazos, para tomarse una fotografía con una biblia en la mano enfrente de la iglesia episcopal de San Juan. Como respuesta, el 5 de junio la alcaldesa Bowser patrocinó un mural gigante, visible incluso desde el espacio, para dejar plasmado el mensaje de las movilizaciones a unos pocos metros de la casa presidencial. En marzo de 2025, la mayor señal de la impotencia en la que ha caído la ciudad fue la inmediata aceptación de Bowser de borrar el mural de Black Lives Matter cuando los republicanos en el Congreso lo exigieron como parte de un chantaje presupuestal.
Los dos momentos son las oscilaciones extremas del péndulo. En 2020, hacia el final del primer periodo presidencial de Trump, con la Cámara de Representantes en manos de los demócratas y la imagen del presidente duramente golpeada por la pandemia, la alcaldesa debió calcular que el costo político de desafiar al gobierno federal y subirse al carro de la protesta era mínimo comparado con la posibilidad de colocarse al frente de la marcha triunfal de la oposición. Cinco años después, la situación es la contraria: control republicano de todos los poderes del Estado, la oposición demócrata en la lona y la ciudad capital a merced de un presidente en busca de revancha y un Congreso dispuesto a retener más de mil millones de dólares en fondos ya aprobados para complacerlo.
Desde esa primera genuflexión en marzo, los críticos de la alcaldesa han tenido mucha tela de dónde cortar. Durante la primavera y parte del verano, Muriel Bowser se ocupó discretamente de buscar parches al déficit fiscal, evitando en lo posible los recortes masivos de personal y la reducción drástica de servicios públicos, pero sin llevar el pleito presupuestal a los reflectores, a fin de evitar reacciones más virulentas de Trump y los republicanos. Sin embargo, cuando las fuerzas federales de seguridad ocuparon la ciudad a principios de agosto, la estrategia del bajo perfil fue insostenible y al momento de las definiciones públicas, la alcaldesa pareció capitular. En un primer momento, luego de aceptar el mando federal y prometer la coordinación del personal a su cargo con los representantes de la presidencia, Bowser todavía tuvo el espacio político suficiente para recordarle a sus gobernados que el Distrito de Columbia debe aceptar estas indignidades debido a su estatus semiautónomo y abogó por la plena estatidad.
Una semana después, toda pretensión de combatividad se había esfumado. La alcaldesa alabó los resultados de la presencia federal en Washington, sobre todo la reducción de delitos como el robo de autos, y prometió mayor colaboración a largo plazo. El presidente le regresó la alabanza y publicó en sus redes que la “alcaldesa Bowser se ha vuelto muy popular porque trabajó conmigo”. La palmadita condescendiente la obligó a matizar su reconocimiento a la Casa Blanca y hacer malabares verbales para quedar bien con tirios y troyanos.
Tanto en conversaciones privadas como en sondeos de opinión, los habitantes de la ciudad recibimos estas muestras de obediencia hacia un gobierno crecientemente autoritario como la proverbial patada en el hígado. La cabeza del gobierno local va a contracorriente no solo de sus electores, sino también de la mayoría del cabildo. Es de suponerse que las cabezas más frías entre los participantes en los actos de protesta y vigilancia vecinal contra las fuerzas federales entiendan la precaria situación en la que se encuentra el gobierno de la ciudad. Nadie espera (uno pensaría) que la alcaldesa se convierta en la líder de la resistencia. El problema para Bowser es que desde antes de hallarse entre un gobierno federal autoritario y una ciudadanía hiperpolitizada ya cargaba con un déficit de simpatías públicas.
Muriel Bowser es una dirigente política con claroscuros, por supuesto, pero no muy diferente que otros alcaldes de otras grandes ciudades, como Bill de Blasio en Nueva York o Brandon Scott en Baltimore. En 2015, en las primarias demócratas –las únicas elecciones con competencia real en una ciudad donde los republicanos no representan más del cinco por ciento del electorado–, Bowser derrotó sorpresiva y espectacularmente al alcalde en funciones Vincent Gray, el heredero en turno de la bien aceitada maquinaria política afroamericana de Washington. Desde su primera gestión, la alcaldesa evidenció una relación estrecha con las grandes corporaciones inmobiliarias, lo cual la volvió un blanco frecuente de las críticas más ácidas de la izquierda local, que no deja de llamar la atención sobre las altas rentas y la escasez de vivienda asequible en medio del boom de la construcción. Luego, su liderazgo asertivo y eficaz durante los meses más difíciles de la pandemia, cuando la ciudad evitó las escenas de muertes masivas y hospitales a tope como en Nueva York, le generó simpatías entre algunos de sus detractores inclusive. Los años de Biden fueron un vaivén entre el aumento de la delincuencia y la depresión económica, que golpeó al centro de la ciudad con particular dureza por las políticas de trabajo a distancia, y la consolidación de la recuperación hacia fines del año pasado.
Lo que distingue a Bowser de otros alcaldes demócratas con gestiones similares en sus logros reales, pero nada espectaculares, y su pálida imagen pública es precisamente la situación muy peculiar de la ciudad. En Washington, DC, la alcaldía es el mayor cargo al que un político local puede aspirar. Sin representación en el Senado, con un representante en la cámara baja con voz, pero sin voto, y sin ser parte de una constituency atractiva, como el Medio Oeste, el Sur o las costas hiperprogresistas, desde la cual aspirar a la presidencia, todo alcalde de DC tiene un incentivo extra para aferrarse a una estrategia de supervivencia a toda costa.
Bowser no es diferente a los que la precedieron y es la única a la que le ha tocado enfrentarse a un energúmeno en la presidencia. Los grupos activistas locales hacen bien en reclamarle a su alcaldesa una posición más firme frente al gobierno federal, pero parecen ya haberse dado cuenta de que no cuentan con una aliada poderosa en el ayuntamiento de la ciudad. Esa conciencia es importante; en las luchas por restaurar o salvar la democracia, el liderazgo le corresponde a la sociedad civil. ~