Foto: Wikimedia Commons

AMLO, Anaya y las trampas a la fe

Ningún proyecto político es perfectamente coherente en su lógica interna. Todos exigen en algún momento, y en mayor o menor medida, una suspensión parcial de la razón y una dosis de fe.
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Para Santo Tomás de Aquino, la razón no es un instrumento suficiente para entender la sustancia de Dios. Si bien el razonamiento lógico permite comprender los efectos de Dios, solo la fe permite salvar la brecha entre este conocimiento superficial y la completa inmersión en la esencia divina. De ahí la necesidad del “salto de fe”.

Ningún proyecto político es perfectamente coherente en su lógica interna. Todos exigen en algún momento, y en mayor o menor medida, una suspensión parcial de la razón y una dosis de fe: fe en que los mercados se comportarán de manera favorable para alcanzar metas de crecimiento, fe en que las oposiciones no serán obstruccionistas, fe en que los narcotraficantes y secuestradores se tocarán el corazón.

El llamado “nuevo” PRI de Enrique Peña Nieto se alzó con el poder apoyado en la fe de millones de mexicanos que creyeron que el presidente obraría con poderes especiales para reducir la violencia y combatir la corrupción. Los actuales índices de aprobación del presidente son la mayor prueba de una fe traicionada. En este ciclo electoral, es López Obrador el que mejor navega en la marea de la fe.

El candidato de Morena propone combatir los graves problemas de inseguridad y corrupción con base en un par de teorías perfectamente lógicas. La primera es la teoría sociológica que establece la relación entre los índices de delincuencia y el acceso a la educación y el empleo, sobre todo para los jóvenes. La segunda es una teoría moral sobre la influencia del ejemplo positivo, el del propio López Obrador, para alentar la honestidad.

Sin embargo, el engrudo que mantiene unida esta propuesta es la fe que se le exige al creyente acerca de los poderes taumatúrgicos de López Obrador para convertir a las mismas personas denunciadas como corruptos y miembros de la mafia del poder en los garantes de la ejecución honesta y eficiente del programa de Morena.

Como objetivo central del primer debate presidencial, Ricardo Anaya se propuso socavar las bases de esta fe en la capacidad redentora de López Obrador, o al menos exhibir su profunda contradicción. A su favor, Anaya tuvo un manejo excelente de los tiempos del debate y la condensación de las críticas en una exigencia central de explicar la transformación de Alfonso Romo de “corrupto” y cómplice del Fobaproba, “el mayor fraude del México independiente”, en Jefe de Gabinete del gobierno del “cambio verdadero”.

Predeciblemente, el debate fue una pelea de todos contra López Obrador. Ello era inevitable dada su condición de gran puntero en las encuestas. Predeciblemente también, el tabasqueño se quejó de que le “echaron montón”. En realidad, esta situación jugó en su favor. Los ataques de cuatro candidatos contra uno diluyeron los cuestionamientos legítimos, como el del papel de los exmiembros de la mafia del poder en el círculo íntimo del candidato de Morena o la propuesta de otorgar amnistía a los delincuentes. En cambio, José Antonio Meade trajo a colación ataques genéricos sobre los departamentos y los ingresos de los familiares de López Obrador; El Bronco alternó sus críticas con propuestas medievales contra la delincuencia; y Margarita Zavala se lanzó a la carga bajo el estandarte del calderonismo, con diatribas confusas sobre su propia propuesta para combatir al crimen organizado.

Por todo ello, López Obrador pudo eludir los cuestionamientos sustantivos, apilándolos en el montón junto con las calumnias y las ocurrencias de ocasión. El tabasqueño jugó a la segura. Salvo un par de excepciones sobre su desempeño en la Ciudad de México, evitó engancharse en intercambios uno a uno y se hizo completamente el desentendido sobre las críticas más mordaces de Anaya, aunque sus declaraciones en un video posterior al debate muestran claramente que el panista se le metió bajo la piel.

A pesar de haber pasado el fin de semana pegando estampitas con su hijo, AMLO llegó con una estrategia clara al debate. Beisbolista con un largo colmillo, decidió apostarle al descontrol de los lanzadores y dejar pasar las bolas hasta embasarse o al menos seguir bateando de foul toda la entrada. Salvo un par de momentos donde parecía que Anaya estuvo a punto de poncharlo (aquí a partir de 1:43), la estrategia parece haberle funcionado.

La evaluación de los debates requiere atender a los desempeños particulares dentro del evento singular, así como a los efectos del debate en las dinámicas de la campaña. Desde esta doble óptica, se podría decir que Ricardo Anaya fue el mejor debatiente en el primer encuentro, con base en su claridad argumentativa y el apego a sus objetivos predeterminados. Sin embargo, parece poco probable que este primer ejercicio de debate entre los cinco candidatos pueda modificar significativamente las tendencias del ciclo electoral.

Como pasó con Donald Trump, a favor de AMLO juega un aspecto fundamental: las bajas expectativas de su desempeño en este tipo de encuentros. Todo mundo sabe que el tabasqueño habla lento, argumenta pobremente y repite la misma idea básica una y otra vez. Con todo y estos hándicaps, a la vista de todos, López Obrador sigue de claro líder en las encuestas.

Otro aspecto podría ser aún más decisivo. Uno de cada tres votantes en este ciclo electoral tiene entre 18 y 29 años. Los mayores de entre ellos tenían 9 años cuando se aprobó el Fobaproa y ninguno había nacido cuando Manuel Bartlett hizo historia anunciando la caída del sistema electoral. Para ellos, las purificaciones de AMLO para distinguidos exmafiosos del poder no deben requerir el mismo salto de fe que para los que vivimos el fraude de 88 y toda la discusión del Fobaproa desde las trincheras. Estos jóvenes no han conocido otro México que el país ensangrentado, gobernado por una casta corrupta e impune y recorrido de palmo a palmo por un caminante humilde que ofrece su honestidad y modestia como solución a los males del país.

Como único candidato en posibilidad de hacer mella en el relato de la inevitabilidad del triunfo de AMLO, Ricardo Anaya no tiene otra opción que seguir atacando el salto de fe, necesario para aceptar la posibilidad del cambio reciclando a los antiguos beneficiarios del statu quo. Las encuestas de los próximos días nos dirán si entre los opositores a López Obrador empieza a consolidarse el lado triste de la fe: la resignación.

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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