El diablo otra vez

Reconocer las reglas de la nueva era Trump no significa aceptar la eliminación de los valores que han construido sociedades más justas y menos crueles.
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La política internacional ya no es lo que fue. La llegada de Donald Trump al poder no es solo el regreso de un personaje incendiario sino la consolidación de un código de poder que hace a un lado la cooperación y usa la fuerza. No se trata solo de Estados Unidos, sino del mundo entero aprendiendo a operar bajo reglas que ya habían sido desechadas pero que hoy son reescritas.

Ya hay guerras comerciales. Ya hay guerras armadas. Los organismos internacionales que alguna vez sirvieron como árbitros de conflictos están muertos o, peor, son irrelevantes. Las estructuras que nacieron después de la Segunda Guerra Mundial con la promesa de diálogo y equilibrio han sido barridas por un presidente que juega bajo una sola regla: la de la suma cero. Desde su perspectiva, si alguien gana algo, es porque Estados Unidos lo pierde, y eso de ninguna manera debe ser permitido.

La nueva norma es la imposición, la amenaza y la transacción brutal. ¿Quieren comerciar con Estados Unidos? Prepárense para aranceles, chantajes y falta de palabra. ¿Quieren contar con organismos internacionales? Washington ya no pagará la cuenta ni acatará los fallos. No solo eso: sancionará a sus integrantes si lo incomodan. 

Trump y su equipo están desmantelando todos los elementos de la convivencia política y su gobierno repite con precisión quirúrgica la lógica del populismo en su versión más cruda, tanto dentro como fuera de Estados Unidos.  

El populismo interno: La ecuación es simple y ya conocida: Trump asume que él es el gobierno y que el gobierno es el pueblo. No hay mediaciones, no hay oposición legítima, no hay instituciones que puedan interponerse. La prensa es el enemigo, la academia es el enemigo, los jueces son el enemigo. Todo lo que contradiga la voluntad de la Casa Blanca es traición o conspiración contra los estadounidenses. 

El populismo externo: La misma lógica que aplica dentro, la aplica fuera. Trump no dialoga con aliados, los somete. No negocia con adversarios, los amenaza (bueno, también amenaza a los aliados). Su visión del mundo es la de una eterna guerra entre naciones donde el más fuerte devora al más débil. La diplomacia es un estorbo y la cooperación internacional es un chiste, o mejor dicho, un abuso porque perjudica los intereses de los buenos norteamericanos.  

¿Quieren ejemplos? ¡Me sobran! La inminente retirada de Estados Unidos de la OMS, la imposición de sanciones a la Corte Penal Internacional, el uso de decretos para pasar por encima del Congreso, los aranceles a aliados, la postura unilateral ante Ucrania, la absurda pretensión de comprar Groenlandia, las amenazas a Panamá y el simbólico cambio de nombre del Golfo de México a Golfo de América. Hay más, pero esos bastan para comprender que Trump no negocia y no obedece. En su juego solo hay espacio para un ganador; lamento recordar a los lectores que ese juego ya se ha jugado en el mundo y ya sabemos cómo acaba: con dolor. Tras ese dolor surgió la idea del multilateralismo que considera que los intereses de las naciones no son indivisibles, que a todos les puede interesar la seguridad de uno, el clima de otro y que se puede tener una mesa para solucionar controversias con reglas aceptadas por todos. Adiós a eso. 

¿Qué hacer? No encuentro soluciones inmediatas, pero sintetizo y simplifico algunas de las propuestas que he leído en el mar de análisis ante el nuevo orden:

Aceptar y alinearse. En América Latina y en otras regiones, hay quienes creen que no hay alternativa: Estados Unidos es el centro de poder, y resistirse es suicida. La estrategia aquí es jugar con las reglas de Trump, apoyarlo contra China y Rusia, y asegurar un espacio en su tablero de ajedrez.

Equilibrar su influencia. Otros sostienen que no hay que pelear, pero tampoco someterse. La clave es generar contrapesos, diversificar alianzas, mantener cierto margen de maniobra sin desafiarlo abiertamente. Es el juego del equilibrista: no caer, no ceder demasiado, voltear a ver a China, a Rusia, a Europa a América del Sur, pero con una sonrisa ante Trump. 

Callar y resistir en las sombras. Para muchos países, la mejor opción es la prudencia. No confrontar, no oponerse, no exponerse. La prioridad no es ganar, sino perder lo menos posible. Y si eso implica ser cómplice silencioso de un sistema depredador, que así sea.

Estas no se ven como alternativas alegres y tienen en común el reconocimiento de la fuerza del nuevo emperador. El presente anuncia un futuro de expansionismo norteamericano y las opciones de los gobiernos cercanos, aliados o adversarios, son limitadas. Sin embargo, una cosa son los gobiernos y otra las naciones. En estas hay reservas morales que, aunque hoy parezcan irrelevantes, podrían ser la semilla de una reconstrucción futura, como lo fueron en el pasado. El reconocimiento de la presencia del diablo no significa ni aceptación de sus ideas ni eliminación de los valores que han construido mejores sociedades: más justas, menos crueles y más prósperas. En la sociedad civil, en las universidades, en algunas empresas, hay espacios donde los ideales de democracia y libertad sobrevivirán para estar ahí cuando el ciclo cambie.

El mundo ha visto al diablo antes. Lo volverá a ver y no me queda duda: tarde o temprano lo volverá a vencer. ~

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es politóloga y analista.


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