Biden y una confederación de democracias liberales
Foto: White House / Adam Schultz

Biden y una confederación de democracias liberales

El gobierno de BIden ha convocado a una cumbre de países democráticos, una definición que supone diferencias. El llamado debería centrarse en las democracias liberales, y en la defensa de los principios que las unen.
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En un libro que debería ser leído por todos los amigos de la democracia liberal, llamado lúdicamente From Plato to NATO (2004), David Gress argumenta que la OTAN no es solo una alianza militar, sino que representa la tradición política y humanista de Occidente, que se remonta a Platón. Lo que llamamos, no sin cierta inexactitud, la civilización occidental estaría simbolizada por un grupo de países que, en su mayoría, son democracias liberales.

La propuesta de Gress parece incorrecta, pues hay países que están en la OTAN y que no son democracias liberales –pienso en Turquía– y muchos que no están y sí son democracias liberales, como es el caso de Suecia. Sin embargo, acierta en considerar que una organización como la ONU no puede representar a la gran tradición del pensamiento occidental, pues la intención de este organismo internacional, al menos en el papel, es incorporar otras tradiciones filosóficas y religiosas.

Pero si ni la OTAN ni la ONU pueden ser las instituciones que alberguen un necesario debate entre las democracias liberales sobre el desafío que imponen los movimientos populistas del siglo XXI, ¿cuál podría ser este mecanismo?

Irrumpe en la escena el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, para proponer una cumbre de países democráticos con miras a discutir “una defensa contra el autoritarismo, la lucha contra la corrupción y la promoción del respeto a los derechos humanos”. Se espera que esta reunión se lleve a cabo los días 9 y 10 de diciembre, y que a ella contribuya también la sociedad civil.

Lo primero que hay que destacar de este llamamiento es que –probablemente por el deseo de incluir a varias naciones– se está invitando a países considerados democracias y no únicamente a los que son democracias liberales. El problema de ampliar la convocatoria es que se termine recreando una especie de Naciones Unidas donde nadie se pondría de acuerdo respecto a principios fundamentales. Todo mundo, por supuesto, se manifiesta como democrático: de la Venezuela de Chávez y Maduro, a la Rusia de Putin, de la China de Xi Jinping a la autocracia en Bielorusia. Pero el término democracia liberal se refiere a algo muy específico. Es una definición que inmediatamente convoca diferencias. Ninguno de los regímenes mencionados con antelación se atrevería a llamarse democracia liberal.

El llamado de Biden debió hacerse a todas las democracias liberales. Es decir, a todos los regímenes que admiten la difícil convivencia entre el principio de la soberanía del pueblo y la necesidad de poner una serie de limitaciones al poder del pueblo. La definición de democracia liberal no solamente nos habla de una realidad política en la actualidad, sino que señala una historia que debe ser contada una y otra vez. La verdad es que la democracia y el liberalismo no nacieron al mismo tiempo y además contienen principios que pueden ser contradictorios.

El liberalismo moderno nace, como idea, en el Renacimiento, con la revolución maquiavélica, y fue reforzado por las contribuciones del pensamiento inglés, cuyos principales exponentes fueron Francis Bacon, Thomas Hobbes y John Locke. En la práctica estas ideas culminan en la creación de la República estadounidense. La democracia moderna, por otro lado, nace en parte como una crítica a este liberalismo. El mayor exponente de la democracia, como soberanía del pueblo, fue Jean Jacques Rousseau y su concreción práctica fue la revolución francesa.

Lo que llamamos hoy democracia liberal fue un punto medio entre las ideas de Rousseau y la de los liberales ingleses. Si bien es cierto que Locke ya había propuesto que la soberanía descansa en el pueblo, fue Rousseau quien le dio gran fuerza a esta idea. Hay razones por las que el espíritu republicano está más asociado con el autor del Emile que con Hobbes o Locke. Esta aveniencia resulta muy difícil de entender por su carácter paradójico, pues ¿cómo es posible que se le otorgue la soberanía al pueblo al mismo tiempo que se imponen límites a esa soberanía? Esta última parte, por cierto, es anatema para todos los movimientos populistas.

Pero si tanto el convocante a esta reunión de democracias liberales –el gobierno de Biden– como los participantes se percatan de qué es aquello que los emparenta, entonces se puede dar paso a un nuevo mecanismo de concertación diplomática que se funde en la defensa y promoción de los principios de la democracia liberal. Sería la realización de la propuesta de Immanuel Kant de una Confederación de Repúblicas que, de acuerdo al filósofo de Königsberg, podría llevar a la Paz Perpetua.

Este hipotético nuevo mecanismo tendría, en una primera instancia, que manifestarse por la defensa de una serie mínima de principios políticos. Algunos de ellos tendrían que ser la separación de poderes y los contrapesos, el Estado de Derecho como el mejor mecanismo para resolver disputas, la separación de las esferas económicas, políticas y religiosas, entre otros. Todos estos aspectos parecían lugares comunes hasta hace poco tiempo. Sin embargo, ahora requieren ser reexaminados a la luz del reto que implica la crítica teórica y práctica que ha hecho la persuasión populista. Esta hipotética organización tendría también que hacer un examen de las diversas causas que han llevado a varias sociedades a aceptar las tesis populistas.

En su libro Does America need a foreign policy? (2001), Henry Kissinger dice que la zona del Atlántico Norte ha arribado a un consenso wilsoniano de democracias que han desterrado la guerra como una forma de solucionar disputas, respetan los derechos humanos, son sociedades plurales y se fundan en el Estado de Derecho. Pero Kissinger también comete el error de no incluir el adjetivo liberal para calificar a la democracia. No es difícil explicar por qué Kissinger no utiliza ese calificativo, habiendo sido él mismo un alto funcionario que actuó sin que se limitara demasiado su poder. También se equivoca Kissinger al hacer una designación geopolítica y pensar que los países localizados en la zona del Atlántico Norte son los únicos que han aceptado el consenso wilsoniano. Desde luego que países como Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur o Japón deben considerarse democracias liberales. Ahora bien, en el hemisferio occidental, solo Estados Unidos y Canadá podrían ser invitados sin duda alguna.

¿Qué pasa en América Latina? A fines de los años ochenta, el politólogo Samuel P. Huntington, escribió, con cierta confianza, en su libro, La tercera ola, que América Latina estaba transitando hacia la democracia (se refería a la democracia liberal, por supuesto) de una manera sostenida y acelerada. Si viviera, seguramente se sorprendería al observar el auge del populismo en la región.

Biden y sus asesores tendrán que darse cuenta que el mundo es testigo de una Segunda Guerra Fría que enfrenta al populismo del siglo XXI –Moscú es una de sus capitales principales– contra la democracia liberal, esa gran contribución política a la felicidad humana manufacturada por la civilización occidental.

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(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.


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