Se coincide en el diagnóstico sobre los partidos, casi de manera unánime: son mal vistos por la ciudadanía y, en México, desde hace tiempo, se encuentran entre las instituciones del Estado que más rechazo generan entre la sociedad.
Diagnóstico que ni es nuevo ni exclusivo, sino que más bien es normal en buena parte de las democracias del mundo: crisis de representatividad relacionada con lo que autores como Moisés Naím o Peter Mair, por ejemplo, consideran como la incapacidad de albergar la diversidad que, poco a poco, emerge y se manifiesta en la esfera pública. Los partidos se han acostumbrado durante años a electorados homogéneos y cerrados, a segmentos definidos y estratificados.
Ambos autores (Naím en El fin del poder, Debate; Mair en Gobernando el vacío, Alianza) coinciden en señalar que estructuras burocráticas, militancias y compromisos ideológicos o doctrinarios, así como una cerrazón proveniente de una función cada vez más centrada en la mera obtención y usufructo del poder, son obstáculos para la eficaz participación de la ciudadanía en los partidos, así como en su respectiva representación.
La burocracia obstaculiza la eficiencia; la cerrazón y la falta de renovación generan estructuras verticales que exigen, antes que el mérito personal, el favor del líder en turno. El compromiso ideológico condiciona la incorporación ciudadana a preceptos que muchas veces tienen poco que ver con el ejercicio democrático de la política y más bien pretenden establecerse como una autoridad moral.
Participación y representación son el punto de partida de la crisis que viven hoy los partidos, y en México este desafío se manifiesta de manera cada vez más notoria ante un despertar ciudadano que ha cobrado vigor y presencia pública como no ocurría desde hacía algunos años, y que demanda espacios nuevos a quienes hasta ahora han detentado el cuasi monopolio del acceso al poder.
Es verdad que la incorporación de diversos perfiles de la sociedad civil, de sus liderazgos y de sus expertos no ha sido cosa extraña en el pasado, ya sea como representantes populares o como integrantes de algún poder público. Pero también ha sido un asunto minoritario, reservado, limitado y sobre todo controlado por las cúpulas partidistas.
La apertura que hoy se demanda está condicionada por las dirigencias en turno, por la propia estructura partidista y por unos estatutos y normas que varían de un partido a otro: de la tómbola de Morena a la encuesta del PRI –que decidió la candidatura en el Estado de México– y a la elección, cada vez menos recurrida, entre militantes del panismo. Es decir, burocracias que están limitadas a la pertenencia a los propios partidos: sistemas cerrados a los que la ciudadanía demanda flexibilidad y pluralidad.
Las voces que en la plaza pública, en las calles y en su activismo se asumen oposición al actual gobierno federal comienzan de este modo a individualizarse y a manifestar su interés particular de participar en los procesos electorales de 2024. Si bien las causas más sonoras son aquellas que giran en torno de la Presidencia de la República y la Jefatura de gobierno de la Ciudad de México, no hay que desdeñar la gran cantidad de cargos de elección que estarán en disputa el año entrante, ni tampoco la posibilidad de que nuevas voces y nuevas ideas –la pluralidad que emerge– busquen incorporarse a la disputa por esos espacios a nivel local.
Esta falla en la representación y participación de la sociedad civil en los partidos guarda, además, un paralelo con la que antes hubo con otros sectores de la población excluidos, y que fue paliada con cuotas que garantizaron un avance gradual hacia la reparación de exclusiones históricas y lamentables. Quizás es momento de considerar que esas cuotas se extiendan a la sociedad civil, es decir, a ciudadanas y ciudadanos que, pertenecientes a alguna organización, cuenten con la trayectoria, el prestigio y el conocimiento para ocupar diversos cargos de elección popular desde la integración misma de las llamadas “listas de partido”.
Ha surgido en las últimas semanas la preocupación de que, así como el PRI utilizó encuestas como sustituto de la democracia interna, el PAN se apegue, para elegir las diversas candidaturas del año entrante, a un estatuto renovado que aún no aparece siquiera en su página de internet, y que dejaría a la militancia del propio partido la decisión de quiénes accederán a los distintos espacios de representación que estarán en disputa.
Incorporar a la ciudadanía desde las propias listas aseguraría la oportunidad de renovación de los propios partidos, además de un mayor profesionalismo, una mejor y más eficiente transparencia, una apertura frente a nuevos temas, realidades y necesidades: esto es, se mejoraría la representación democrática, a través de la incorporación de lo diverso y plural, con quienes buscan contribuir y aportar en un momento de debilidad institucional.
La ocasión de reflexionar en torno al reto que enfrentan hoy los partidos ante las exigencias de la sociedad civil permite, además, abrir el debate sobre el papel que esta podría desempeñar al interior de los mismos partidos, como parte de su estructura orgánica, en una relación renovada que permita abatir las grandes brechas que existen hoy entre representatividad, ciudadanía y partidos.
Se trata, en suma, de la oportunidad de resolver de manera plural no solamente los temas electorales, sino sobre todo el propio diseño de nuestras instituciones democráticas y partidistas, para que se conviertan en auténticos y renovados vehículos de los intereses ciudadanos. ~