Algunas opiniones han pedido cuando menos una negociación entre Nicolás Maduro y Juan Guaidó para concretar el otorgamiento de la ayuda del Fondo Monetario Internacional y la colaboración de la Fuerza Armada Nacional. Si ese punto formara parte de las dos agendas, sería menester resolver temas legales correlacionados, entre otros, el “desacato” y el reconocimiento legal correspondiente de las facultades de la Asamblea Nacional. Para descongestionar el clima de pugnacidad sería importante liberar a los presos políticos civiles y militares y centrar una mayor atención a las cárceles venezolanas que son peligrosos focos de propagación del Covid-19.
Por extraño que parezca, esa opinión suscitó una polémica a ratos colérica en el seno de la oposición, que se extendió a la valoración negativa de cualquier diálogo que pudiera suscitarse entre las dos partes. Algunos respetados amigos sugirieron que la condición para una iniciativa como ésa debería ser la libertad de los presos políticos y otros requisitos dirigidos a devolver la plenitud de poderes que se le ha arrebatado a la Asamblea Nacional conducida por Guaidó.
Hay materia de diálogo, sin duda. Cuerpos de seguridad del Estado no permiten que se distribuya en el país la importante cantidad de alimentos y productos farmacéuticos reunida por los equipos de Guaidó, mientras que Maduro parece haber sido arponeado por el FMI, institución que le negó la solicitud de un financiamiento rápido por 5 mil millones de dólares, con un argumento perfectamente coherente: para el Fondo y otros entes análogos el presidente es Guaidó y no Maduro. De modo que si todavía aspira a recibir esa urgente ayuda en momentos en que la epidemia del coronavirus se exacerba en el país, a Maduro le convendría negociar. El problema es que Miraflores está envuelto en una madeja de contradicciones. Quisiera el dinero, pero tendría que reconocer la plenitud de funciones de la Asamblea Nacional y poner en libertad a los presos políticos civiles y militares que abundan en las cárceles.
Es sumamente grave que muchos en la oposición no entiendan que los diálogos son armas de los demócratas y no de los autócratas. El problema es que Maduro no se atreve a negociar por temor a lo desconocido, a las concesiones que se le impondrán.
En otro sentido, las negociaciones se han bruñido de un moralismo a ratos infantil. Los ejemplos de diálogos bien armados y bien resueltos son abrumadores a escala mundial. En medio de peripecias sorprendentes, Kissinger y Nixon, de una parte, y Mao y Zhou Enlai de la otra, lograron restablecer relaciones diplomáticas y consulares entre dos naciones enemigas cuyo odio se realimentaba cada día. Roosevelt y Churchill, al dialogar con la Rusia soviética de Stalin, aceleraron la caída del eje fascista en la Segunda Guerra Mundial. Le Duc Tho y, de nuevo, Kissinger, establecieron la paz en medio de un intercambio de misiles y sangre derramada que parecía insaciable e interminable. Augusto Pinochet y los líderes de la Concertación chilena demostraron que una negociación urdida con inteligencia podía conseguir resultados increíbles. En tiempos más cercanos, dos enemigos como los Estados Unidos de Obama y la Cuba de Fidel y Raúl avanzaron en forma trepidante, proceso que se cortó con el cambio de administración, pero no se abolió. Sólo aquí se cree que dialogar es ponerse al servicio de dictadores y enemigos, falsa percepción que le arrebata a la democracia una de sus armas más importantes.
Una dirección política diestra y democráticamente responsable no debe temerle al diálogo con el adversario o el enemigo, mucho menos si transcurre en medio de la vigilancia comprometida de la poderosa comunidad internacional.
Es escritor y abogado.