Uno de los temas de nuestro tiempo es el cambio demográfico, sobre el que se viene advirtiendo desde hace unos cuantos años y por fin empieza a discutirse en la esfera pública de carácter generalista. Para los demógrafos, es cambio y no crisis: la desaparición de la especie por falta de reemplazos suficientes queda demasiado lejos y no debería inquietarnos, aunque siempre hay quien se toma las cosas muy a pecho. Asunto distinto es que el descenso de la natalidad en casi todo el mundo, muy marcado en las sociedades desarrolladas, genere otra clase de preocupaciones: las que van del declive geopolítico y el estancamiento económico al debilitamiento de la cultura nacional o la sostenibilidad del bienestarismo estatal. Porque las bajas tasas de natalidad coexisten con un incremento de la longevidad: en ausencia de inmigración, la pirámide poblacional adoptaría la más inconveniente de las formas. Pero los intensos flujos migratorios de ahora mismo –menos intensos no obstante que los de finales del siglo XIX– suscitan agitados debates en las sociedades de recepción.
Natalidad e inmigración tienen algo en común: se trata de fenómenos que la política tiene serias dificultades para controlar. Ahí tenemos los esfuerzos baldíos de algunos gobiernos de la Europa oriental, como Hungría o Polonia, para aumentar el número de nacimientos: un querer y apenas poder. Algo parecido sucede con la inmigración, si bien hay estrategias más eficaces que otras y no es raro que los gobiernos digan estar luchando contra aquellos a quienes secretamente dan la bienvenida. Hablamos de una infinidad de decisiones individuales, que producen efectos colectivos por agregación; uno vive su propia historia y solo después comprende que dejar de tener hijos o emigrar a otro país acarrea consecuencias sociales si muchos otros hacen lo mismo que hacemos nosotros. De ahí que el debate sobre estos asuntos dé a menudo la impresión de ser un ejercicio de impotencia: discutimos sobre algo que no sabemos arreglar. Máxime cuando ni siquiera estamos de acuerdo sobre lo que hubiera de hacerse: unos quieren inmigrantes y otros no; hay quien lamenta que los demás no tengan hijos y luego está el que lamenta que los tengan.
Quienes se sienten concernidos por los bajos índices de natalidad, como se acaba de señalar, aducen distintas razones para justificar su preocupación: del vaciamiento de las ciudades pequeñas al debilitamiento geopolítico del país. Otros lamentan que el descenso de la población autóctona traiga consigo la necesidad condigna de aumentar la población inmigrante, lo que amenazaría la integridad de la cultura local y en última instancia nos pondría en la pista del famoso “Gran Reemplazo” que convertiría a los europeos en una minoría en su propia casa. Y los hay, en fin, que defienden el papel metafísico que juega la familia para los seres humanos: la paternidad da sentido a la vida, la formación de un hogar nos vincula con el futuro, la creación de lazos familiares permite crear una comunidad nacional fuerte capaz de conjurar el riesgo de la atomización individualista que se achaca a las sociedades liberales de orientación globalista. ¡Creced y multiplicaos!
Porque no es bueno que el hombre esté solo: quien no se casa, dicen los estudios científicos, se deprime más y muere antes. En lugar de viajar a Japón con los amigos, suscribirse a Netflix y hacer tardeo pasados los cincuenta, siente usted la cabeza y tenga algo más que un perro. ¿O es que los solteros son felices? Ya lo cantaban los Blues Brothers: Everybody needs somebody. Es mejor tener una familia a la que dar la bienvenida en Navidad; la vida luce distinta a los 30 que a los 60 y la revolución contracultural –cuyas raíces están en el socialismo utópico y las vanguardias morales de finales del XIX y principios del XX– minusvaloraron el papel que juega la familia en la estabilización anímica del individuo y la ordenación de la vida social. O así se nos dice.
Luces y sombras de la familia tradicional
No es entonces de extrañar que los pensadores posliberales hayan enfatizado la necesidad de que el poder público se implique activamente en la promoción de la llamada “familia tradicional”. Patrick Deenen sostiene que habría de otorgarse un papel destacado a las políticas públicas dedicadas a premiar el matrimonio y la formación de nuevas familias, preferiblemente mediante la designación de un zar a la manera del Ministerio de la Familia de Hungría. Su propuesta “aristopopulista”, llamada a superar la decadente sociedad liberal, quiere asimismo reconocer y renovar las “raíces cristianas” de nuestra civilización. Porque tener una familia es un bien mayor para los miembros de la sociedad y para la sociedad misma, que solo así se convierte en una comunidad transgeneracional, preocupada por el porvenir en lugar de pensar solamente en lo que sucede aquí y ahora. En suma: no seáis raros y pasad por la vicaría; reconoced que nuestros abuelos tenían razón.
Es una manera de verlo. Pero caben otros puntos de vista; y siempre será un punto de vista “situado” que recoge la experiencia personal de cada cual. De la familia no hablarán igual el divorciado que se ha quedado sin blanca y el “hijo mesiánico” –como dicen los psicoanalistas– que viene a salvar un matrimonio ya maduro; igual que hay hijos ejemplares pero también desgracias como la padecida hace unos días en el hogar del realizador cinematográfico Rob Reiner, donde un hijo descarriado parece haber degollado a sus progenitores. También es en la familia donde se perpetran los abusos sexuales infantiles y no son pocos los clanes que se rompen a cuenta de una herencia mal gestionada; otros son felices con sus niños y tolerantes con sus cuñados. No deben exagerarse sus vicios ni sus virtudes; al anuncio de El Almendro puede responderse con Fanny y Alexander. La familia es, como casi todos los fenómenos humanos, ambivalente. Pero quienes la exaltan como solución para los males del individuo y la sociedad han leído pocas novelas o ya las han olvidado: aunque quizá no tengamos un remedio mejor contra la soledad y proporcione sin duda muchas alegrías, reparemos en su doble fondo y estemos advertidos acerca de sus posibilidades trágicas.
Incluso hay pensadores que propugnan la extinción voluntaria de la especie: para antinatalistas como David Benatar, la vida no es un regalo sino una condena, ya que nuestra existencia se encuentra plagada de males y lo que suele empezar bien –juegos y mimos– termina siempre mal, víctimas como somos de la enfermedad y la vejez y la muerte. Sus tesis no concitan mucho entusiasmo, entre otras cosas porque atentan contra el instinto de reproducción que está detrás del deseo sexual que impele a los miembros de la especie a seguir adelante, amando a sus hijos y esforzándose por darles la mejor vida posible. Por algo dicen los politólogos que una sociedad llena de familias de clase media es buena para la democracia: los padres demandan buenos servicios públicos, seguridad en las calles y prosperidad económica. Este deseo de protección es un arma de doble filo; son muchos los padres que exigen de los profesores de sus hijos un aprobado que no merecen o mueven cielo y tierra para conseguirles un empleo tirando –quienes pueden– de sus influencias. Contaba Luis Racionero en uno de sus libros de memorias el caso de una madre que, desesperada por la deuda contraída por su hijo, fue a ver al acreedor y, aprovechando un descuido de este, se tragó el documento que condenaba al hijo pese a que con ello infligía un daño económico considerable a la persona que tenía delante. En otras ocasiones, uno quiere favorecer a su esposa o su hermano: pregunten en la Moncloa.
La inerradicable ambivalencia de la institución familiar, en fin, ha ocupado a filósofos y teóricos políticos desde la antigüedad: si Aristóteles la consideraba una entidad natural que no obstante debe ser públicamente regulada, Platón se erige en enemigo de la familia privada que impide el gobierno racional de la polis y la realización de la justicia pública. Ya lo vemos en la saga de El padrino, donde la lealtad al clan familiar implica la vulneración del orden legal. ¿Es la familia un refugio legítimo frente a la política o el ámbito que escapa a ella oponiéndole afectos naturales que establecen un límite razonable al poder del Estado? Seguimos discutiendo: el semanario Die Zeit llevaba a su portada hace un mes la controversia en torno al impuesto de sucesiones. Es obvio que una meritocracia salvaje impediría la transmisión hereditaria de cualquier bien, a fin de igualarnos a todos en la línea de salida de la lucha por la vida; es patente que los padres dejarían en ese caso de tener el incentivo necesario para esforzarse y generar recursos propios. Por suerte, en ninguna parte se plantea semejante disyuntiva: la regulación del impuesto de sucesiones atañe hoy a detalles como el tipo aplicable según el grado de parentesco o la conveniencia de mantener esa legítima que impide la libre disposición del testador en ordenamientos jurídicos como el español.
El Estado y la familia
Uno de los debates más interesantes es el referido a la tensión entre la autonomía moral de los niños y el derecho de los padres a educar a sus hijos como mejor les parezca: haciendo de ellos católicos de misa dominical, hinchas del Atlético de Madrid o devotos de la fe progresista. ¿Qué derechos tienen los niños? El filósofo político Joel Feinberg sostenía allá por 1980 que los niños son acreedores al “derecho a un futuro abierto” en el que puedan decidir libremente a qué quieren dedicar su vida; los padres tendrían entonces el deber correlativo de educarlos de tal manera que no se les prive tempranamente de las correspondientes oportunidades. En una línea similar, Harry Adams ha defendido la necesidad de que el Estado verifique la aptitud de los padres para educar a sus hijos; Matthew Clayton arguye que una sociedad liberal habría de impedir a los padres que adoctrinen a sus hijos en sistemas de creencias “comprensivos” que condicionen su destino moral, aguardando a que los niños puedan decidir al respecto. A ninguno de ellos les falta, sobre el papel, su parte de razón: hay padres que ignoran sus hijos y otros que se ocupan demasiado de ellos. Que la intervención del poder público sea deseable resulta, sin embargo, dudoso; dejando a un lado los casos más flagrantes de negligencia paterna, hay que presumir que los progenitores son los primeros interesados en ofrecer a sus hijos el mejor de los futuros. Será la inserción del niño en la educación obligatoria la que permita, en todo caso, mitigar los efectos indeseables de un adoctrinamiento contrario al pluralismo; nadie tiene una receta mágica que garantice una crianza intachable.
Por lo demás, abundan los pensadores –Michael Sandel entre ellos– que señalan la imposibilidad de que la justicia pueda realizarse dentro de la familia, ya que esta responde a otras lógicas; la completa igualdad en su interior se antoja imposible. De Locke en adelante, han sido muchos los pensadores que han abogado por la igualdad entre los cónyuges; Mill y Mary Wollstonecraft aún creían que incluso en el matrimonio igualitario la mayoría de las mujeres se ocuparía de las tareas derivadas de la crianza, una premisa que las críticas feministas rechazarían más tarde. Y lo mismo pasa con el matrimonio y la maternidad, aunque no han faltado feministas –la rama maternalista– que han celebrado esta última como un rasgo que permite a las mujeres participar intensamente de la “relacionalidad” que define a los seres humanos. Para los conservadores, como es sabido, las preferencias de cada sexo son distintas por razones biológicas y las madres habrían de priorizar su rol como madres; no está claro, sin embargo, a qué habrían de renunciar si lo hacen. Más razonable parece la posición liberal que, aun reconociendo el influjo que nuestras predisposiciones innatas ejercen sobre nuestras conductas y preferencias, rehúsa derivar de las mismas conclusiones normativas cerradas; que cada uno negocie como quiera con sus instintos en un marco legal que facilite la libre elección. Dicho esto, no hay política pública que elimine los conflictos trágicos que acarrean las decisiones personales de carácter irreversible: tener hijos proporciona satisfacciones y también resta tiempo y energías que podríamos dedicar a otros fines. ¡Y viceversa! Vivir es elegir y no pararse a llorar por haber elegido.
¿Cuánto puede intervenir el Estado en la familia? ¿Puede el Estado empujarnos a formar una familia? Platón no solo objetaba la continuidad de la familia privada, sino que proponía en la República –algunos intérpretes que creen que no debemos tomarnos del todo en serio lo que allí se dice– usar el matrimonio como una herramienta eugenésica para la reproducción de los mejores, asegurándose con ello el mejor gobierno posible de la ciudad. Afortunadamente, las sociedades liberales descartan por razones de principio inmiscuirse en el interior de la masa familiar, si bien el laissez faire tampoco es absoluto: nadie puede emboscarse en la esfera privada para perpetrar delitos invocando la autoridad del pater familias. Las querellas contemporáneas se han referido sobre todo a la extensión del matrimonio a las parejas homosexuales, rechazado por conservadores y comunitaristas por carecer de propósito reproductivo; en el campo opuesto se sitúan quienes proponen abrir el matrimonio a todo tipo de uniones. Pero también hay críticos que rechazan frontalmente la institución y seguimos oyendo de cuando en cuando llamamientos a acabar con la familia tradicional o el amor romántico: los haters decimonónicos de la decadente burguesía siguen difundiendo su credo alternativo.
Destino y demografía
Pese a que han descendido la natalidad y el número de matrimonios, aumentando en cambio la cantidad de personas que viven solas, no parece que ni la familia tradicional –la pareja con hijos– ni el amor romántico vayan a desaparecer fácilmente. Y no hace falta idealizar las razones de su persistencia: así como el sexo crea sentimientos, como dice Niklas Luhmann en su libro sobre el matrimonio, la pareja de larga duración es más eficiente que el deambular constante y eso basta para explicar la perdurabilidad del matrimonio y sus distintas variantes. Pero se trata de que cada cual descubra –a tiempo, demasiado pronto, demasiado tarde– aquello que más le conviene; a sabiendas de que el tiempo pasará e idealizaremos los caminos que dejamos a un lado. ¡Así es la rosa! En ese sentido, los evangelistas del familismo no difieren de sus rivales, empeñados en acabar con las familias de los demás: todos ellos se empeñan en decirnos lo que tenemos que hacer. Y el hecho de que unos hablen, ciertamente, otorga a los otros algo parecido a un derecho de réplica; nadie debe tener el monopolio de la retórica moral.
No quiere insinuarse aquí que la defensa pública de una cosmovisión moral sea ilegítima; la agregación de las conductas individuales produce efectos sociales y uno puede desear vivir en una sociedad distinta de la que de ahí resultaría. O sea: aunque la autonomía individual es inviolable, cabe advertir sobre los efectos agregados de la suma de decisiones individuales, proponiendo a los miembros de una sociedad que piensen bien lo que hacen. Más problemático resulta pedir al Estado que tome cartas en el asunto, aunque casi todos aceptaremos que la reproducción familiar es acreedora de apoyo público: creación de una red de guarderías públicas, exenciones fiscales, permisos laborales. Distinto es que el Estado abandone la neutralidad moral y nos diga cómo tenemos que vivir: el principio de autonomía personal debe ser respetado incluso si la población de una sociedad desciende de manera significativa. Si concluimos –es dudoso– que se tienen menos hijos por razones económicas antes que culturales, la cosa cambia. Pero tampoco sería necesario invocar la tasa de natalidad para facilitar el acceso de los jóvenes a la vivienda o hacer reformas que permitan aumentar su renta disponible: son medidas emancipatorias que no deben prejuzgar qué hace con su vida el sujeto así emancipado.
Por otra parte, conviene tener cuidado con las predicciones. A finales de los años 60, el conocido best-seller de Paul Ehrlich The population bomb hablaba de un planeta cuya población aumentaba a un ritmo que los recursos naturales –deterioro ecológico mediante– no podían acomodar. ¡Malthus vive! Medio siglo después, se nos alerta de lo contrario: la emancipación femenina y el desarrollo económico reducen la natalidad en el mundo entero y no está claro que la transición demográfica resultante vaya a ser manejable. Solo los conservadores parecen preocupados: los progresistas creen que el declive relativo de la familia tradicional es una buena noticia, entre otras cosas porque un mundo despoblado es menos lesivo para el medio ambiente.
Ocurre que podrían estar equivocados, como recordaba John Burn-Murdoch en el Financial Times. Y ello por dos razones. Primero: si solo los conservadores tienen niños o ellos son los únicos que tienen muchos niños, ¿no se harán las sociedades más conservadoras? Segundo: dado que el calentamiento global no solo depende del número total de personas que emiten CO2, sino también y sobre todo del progreso tecnológico que reduce las emisiones per cápita, ¿no será un mundo despoblado menos innovador y en consecuencia más contaminante? Su conclusión es que los progresistas tienen buenas razones para no desentenderse de la natalidad: la cosa va también con ellos y la familia es una cosa demasiado seria para dejarla en manos de los familistas.
Resumiendo: los procesos sociales de gran escala son impredecibles, ambiguos e incontrolables. Sigamos mirando y discutiendo; lo único seguro es que no nos aburriremos.