La reciente publicación en China de mi libro Redentores, traducida por el profesor Wan Dai y editada por Imaginist en su colección “Mirror”, se propone vincular a la cultura y el pensamiento de Latinoamérica con el pensamiento y la cultura de China, tender un puente de comprensión y diálogo entre las dos orillas del Pacífico que alguna vez tuvieron un intercambio riquísimo y que debieran volver a tenerlo.
En el prólogo, traté de explicar al lector chino un misterio que debe parecerle insondable: ¿por qué en América Latina la idea de redención social ha estado ligada a la revolución y no a la reforma, a la destrucción y no a la construcción? ¿Por qué hemos tenido muchos émulos de Mao Tse Tung y tan pocos de Deng Xiaoping?
No entré en la discusión sobre ambos períodos ni abordé su relación con el régimen de Xi Jinping, el líder actual que se reconoce en el legado de ambos personajes. De una manera que quiso ser diplomática, planteé la cuestión en términos dialécticos: sin el contraste entre los dos primeros, la síntesis del tercero habría sido imposible. En América Latina no podemos alcanzar la síntesis cuando muchos países se han quedado fijos en la tesis revolucionaria (aspirando a ella) o, cuando la han llevado a cabo, no han transitado siquiera pálidamente a la antítesis reformista.
Una respuesta –argumenté en esa introducción– está en el poder mítico de la Revolución cubana. Fue el hecho decisivo en la historia latinoamericana del siglo pasado, el tema político de fondo en la vida de varios personajes del libro. Unos, como el Che Guevara y García Márquez, permanecieron fieles a ella toda la vida, en el caso del Che hasta el martirio. Otros, como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, se decepcionaron de ella, y en un proceso complejo derivaron a un pensamiento democrático liberal. Eva Perón murió en 1952, pero el régimen que compartió con Juan Domingo Perón resultó el antecedente histórico del que Hugo Chávez implantó en Venezuela desde el año 1999. Habiendo llegado al poder como Perón por la vía de los votos, Chávez terminó por adoptar para Venezuela una variante no menos opresiva del sistema cubano. Y el modelo revolucionario sigue vigente bajo una nueva mutación: el populismo.
Hasta ahí el prólogo. Publicado en 2011, el libro original no abordó (aunque su presencia está implícita) al mayor redentor de América Latina, Fidel Castro, tema que alguien, alguna vez, tendrá que acometer dedicándole una vida entera. La versión china no incluyó –como la original– al Subcomandante Marcos ni al Obispo de Chiapas Samuel Ruiz. Tampoco consideré, en ninguna de las ediciones, la inclusión de Andrés Manuel López Obrador. ¿Hay alguna duda de que, con todas sus diferencias, se han visto a sí mismos en la figura de un redentor? Todos admiran al Che. Todos han creído en el paradigma de una revolución que representa un “antes y un después” absoluto, un borrón y cuenta nueva. Algunos de los redentores, incluidos o no incluidos en el libro, se han referido con admiración a Mao. ¿Alguno se ha referido alguna vez a Deng Xiaoping? Que yo recuerde, solo Octavio Paz.
Gracias al tránsito de Mao a Deng Xiaoping, en solo tres décadas China ha alcanzado el desarrollo impresionante que todos conocemos y que ha beneficiado a varios países en América del Sur. ¿Por qué, si el proceso de modernización de América Latina empezó antes que el chino, ha sido tan pobre su avance? Creo que una de las posibles respuestas a esa pregunta compleja está en la responsabilidad de los que he llamado “redentores”, en particular los redentores políticos y los redentores intelectuales, muchos de ellos salidos (como ha demostrado Gabriel Zaid desde los años setenta) de las universidades.
En este sentido ya no solo biográfico sino sociológico, el “tipo ideal” del redentor en América Latina ha sido un creyente cautivo en el mito de la Revolución. No suele aportar ideas prácticas sino dogmas absolutos, creencias generales, ideales vagos, retóricos y abstractos. Y cobijado en ellas como en una infalible religión, rodeado de un manto de autoproclamada superioridad moral, el redentor decreta una dialéctica perversa: confunde la destrucción con la construcción, cree que todo lo construido merece ser destruido, y aun sostiene que la mejor manera de construir es destruir.
“Que el gato sea blanco o negro: mientras pueda cazar ratones, es un buen gato”, dijo sabiamente Deng Xiaoping. El gato chino, cruza del blanco y el negro, caza ratones. El nuestro no.
Publicado en Reforma el 15/XI/2020.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.