En un interesante artículo que tuiteó ayer, Kaushik Basu analiza, con un modelo matemático, un viejo problema: cómo los gobernantes, una vez en el poder, no pueden abandonarlo aunque lo deseen, porque su camino al poder, y en el poder, está plagado de cadáveres que buscarán (metafóricamente) venganza si el gobernante dimite. Además, como el número de fechorías y de enemigos reales o imaginarios de los gobernantes se multiplica con cada periodo adicional en el poder, necesitan recurrir a una opresión cada vez mayor para mantenerse en él. Así, incluso los gobernantes originalmente bienintencionados o tolerantes se convierten, conforme se prolonga su mandato, en tiranos. Basu es consciente de la naturaleza milenaria del problema; cita Macbeth de Shakespeare. También podría haber citado la descripción que hace Tácito del descenso de Tiberio hacia la sospecha asesina y la locura.
Basu denomina esta cuestión “incoherencia temporal” porque parte del supuesto de que al gobernante le gustaría en un momento dado marcharse y pasar el resto de su vida en la opulencia y el ocio. (Todos los individuos que recoge el documento de Basu son hombres, aunque recurre extrañamente al “she” en la parte matemática del documento). Esta idea de un gobernante que quiere jubilarse no es realista, y explicaré por qué más adelante, pero antes debo señalar que no hay incoherencia en el comportamiento del gobernante o dictador en cada periodo individual. (Basu lo reconoce en la última parte del artículo, cuando afirma que un comportamiento maximizador plenamente racional en cada periodo individual puede conducir a un resultado global subóptimo). Supongamos que el gobernante juega a un juego anual en el que se pregunta: ¿estoy mejor si me jubilo ahora o si cometo otro crimen que haría más difícil mi jubilación el año que viene pero más seguro mi gobierno este año? La respuesta es sencilla: le sale mejor cometer otro crimen con la esperanza de que esto haga menos probable su derrocamiento. Repite ese juego cada año y cada año llega a la misma conclusión. Así pues, las decisiones del gobernante no son en absoluto irracionales, ni siquiera incoherentes.
Desde el punto de vista del arte de gobernar de Maquiavelo, sería igualmente erróneo culpar al gobernante. Según Maquiavelo, el papel del gobernante es gobernar, como el papel de un panadero es hornear. Para gobernar debe cometer inevitablemente fechorías o crímenes: así es la naturaleza de la política y de la sociedad humana. Pero no debe usar la fuerza si no es necesario; en otras palabras, los delitos deben ser reconocidos por el gobernante íntimamente como tales y su uso debe limitarse al mínimo necesario para mantenerse en el poder. Y, de hecho, la mayoría de los gobernantes creen que eso es lo que hacen.
Pero ¿por qué suele ser errónea la suposición de un gobernante que se quiere retirar? (Sé que hay algunos ejemplos de gobernantes que han elegido el camino de la jubilación, pero son muy escasos: hablamos de Sila precisamente porque era inusual que eligiera la jubilación y la impotencia después de haber cometido muchas fechorías.) La suposición es errónea porque el objetivo de los gobernantes no es una vida cómoda en un yate en el Pacífico –el ejemplo que Basu da al final del artículo–, sino el poder crudo y la imposición de una ideología.
Cuando el poder como tal se convierte en el objetivo, algo que ocurre con todos los políticos, y especialmente con los gobernantes autocráticos, no hay bienes terrenales que puedan sustituir al poder. No se puede engatusar a los gobernantes (como parece creer Basu) para que abandonen el poder. No solo por el posible castigo que les pueda aguardar en la jubilación, sino porque ansían, y necesitan, el ejercicio del poder. Svetlana Allilúyeva escribe en sus memorias que su padre solo vivía para la política y solo le interesaba la política. Y, de hecho, cualquiera que haya leído las memorias de los camaradas de Stalin o las biografías de Stalin no puede sino quedar impresionado por el vacío –en el sentido humano normal– de la vida que llevó Stalin en la cúspide de su poder. Era una vida de reuniones interminables, largas horas de lectura, cenas casi solitarias con unos pocos compañeros asustados, banquetes monótonos; una vida árida carente tanto de humanidad como de opulencia. No hay nada que le puedas ofrecer a Stalin para que abandone el poder, aunque puedas garantizarle que viviría el resto de su vida a salvo en el lujo.
Lo mismo ocurre con los ideólogos. O quizá incluso más, porque los ideólogos creen tener la misión única de salvar a su nación o al mundo, y, por supuesto, estar en el poder es una condición necesaria para esa salvación. Tomemos a Hitler como el ejemplo más fácil y contundente. Desde una edad relativamente temprana creyó que la Providencia le había elegido para salvar a Alemania y hacerla poderosa de nuevo. Pensar ofrecerle, digamos en 1938 o 1942, un retiro en los Alpes austriacos o un interminable festival de Strauss en su amada Lin, a cambio de dimitir es tan ridículo que solo puede producir mofa y risa.
La frase final de Basu de que dar a los gobernantes una vía de escape a través de una jubilación de lujo podría hacer que muchos “individuos sin interés en el poder y la tiranía… se esfuercen por convertirse en tiranos sin otra razón que conseguir un castillo en una isla del Pacífico”, aunque probablemente sea una broma que buscaba proporcionar una paradoja, es sencillamente errónea. Los gobernantes no quieren ir a islas del Pacífico.
Los dictadores suelen evolucionar durante su mandato. Independiente del número de crímenes que hayan podido cometer, con el tiempo su comportamiento se acerca cada vez más al de los tiranos e ideólogos ávidos de poder. Aquí me viene a la mente Putin. Cuando llegó al poder daba la impresión de estar dispuesto a cumplir las órdenes de los oligarcas, de ser trabajador y meticuloso, pro-occidental y amante del confort y la opulencia. Sin embargo, poco a poco fue evolucionando: primero, abandonó a los oligarcas que le llevaron al poder, y luego cambió ideológicamente para verse a sí mismo como un salvador de Rusia. Si se supone que ese es su papel, obviamente no tiene más remedio que mantenerse en el poder porque todos los demás, en su opinión, llevarían al país a la ruina.
Llegamos así a la conclusión de que no hay absolutamente nada que se pueda ofrecer a los dictadores para que abandonen el poder: pensar que hay algo válido para lograrlo demuestra una incomprensión de lo que motiva a la gente en política. También muestra la ingenuidad de otros economistas (no la de Basu, ya que la rechaza explícitamente) que sostienen que todas las actividades humanas están impulsadas por la búsqueda del beneficio material y la comodidad.
Así pues, la sugerencia de Basu de que se establezcan límites globales a la duración de los mandatos no solo es imposible de aplicar, sino que demuestra una incomprensión de la política y de su funcionamiento. En cuanto a la imposibilidad práctica de su aplicación, no solo hay que mencionar que una norma de este tipo nunca sería aprobada por una organización internacional, sino que aunque eso ocurriera, habría muchas maneras de evitar la observancia de la norma sin dejar de adherirse formalmente a ella. Putin, al principio, eludió la cuestión de los límites del mandato asumiendo el cargo de primer ministro mientras seguía efectivamente al mando; Havel se deshizo de los límites del mandato porque argumentó que ser presidente de Checoslovaquia era diferente a ser presidente de la República Checa. Djukanovic, el líder montenegrino, gobernó durante más de tres décadas alternando los cargos de presidente y primer ministro. Erdogan hizo lo mismo cambiando el sistema de parlamentario a presidencial. En efecto, técnicamente no hay forma de poner en práctica la noción de un límite global de mandatos, ni siquiera en el caso de que, milagrosamente, el mundo llegara a creer en ellos.
Y, lo que es más importante, no hay nada que se pueda ofrecer a los dictadores para obligarles a dimitir. Tienen que seguir gobernando hasta morir pacíficamente en sus camas y después son vilipendiados o celebrados (o, a veces, las dos cosas), o hasta que los derrocan o hasta que reciben la bala de un asesino. Una vez en la cima, no hay salida. Se han convertido en prisioneros, al igual que tantos otros a los que han metido en la cárcel.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en el Substack del autor.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).