En esta conversación, que tuvo lugar el 26 de mayo en el Centro Cultural La Malagueta de Málaga, Jorge del Palacio y Manuel Arias Maldonado exploran la relación entre el Estado, la cultura y el liberalismo, reflexionan sobre batallas culturales contemporáneas y coinciden en que la idea de la hegemonía cultural, muy común en la política actual, es contraria a la defensa del pluralismo político.
Jorge del Palacio: Es difícil definir qué es una guerra cultural, sobre todo porque atendiendo a la versión que dan todas aquellas personas que se dicen concernidas por la guerra cultural, guerra cultural son demasiadas cosas: es un Youtuber, un tuitero que se considera que está trabajando contra la hegemonía de la izquierda o contra la hegemonía de la derecha. Pero si cogemos los manuales de historia contemporánea, si no nos vamos demasiados años atrás, guerra cultural también es un ejercicio que hacía, por ejemplo, la CIA al subvencionar en Europa los Congresos por la Libertad de la Cultura para fomentar la cultura anticomunista en Europa.
Guerra cultural son muchas cosas, pero me parece que podemos buscar una definición formal que quizás no diga demasiado, pero puede servir como punto de partida: la guerra cultural es un ejercicio consciente de ampliación del campo de la batalla política ideológica al campo de la cultura. Y esto tiene muchos resultados, como puede ser la nueva configuración de cómo las personas que se sienten concernidas se relacionan con la propia cultura, que adquiere un grado de militancia, de polarización ideológica. Pero, sobre todo, tiene que ver con la subordinación completa de la cultura en un sentido muy amplio, en todas sus manifestaciones, ya sean artísticas o académicas, a los debates de la política contemporánea. Es decir, que, a mi juicio, lo que la guerra cultural hace es coger la cultura y negar su campo de autonomía, la lógica propia a la que responden cada una de sus disciplinas, que puede ser la verdad histórica o la búsqueda de la belleza, etc., para subordinarla a la política actual.
Veamos un caso concreto: la Universidad de Edimburgo decide el año pasado quitar el nombre de David Hume a su principal edificio. ¿Qué es lo que pasa? Bueno, pues que alguien encuentra que hay una nota al pie en el Ensayo de los caracteres nacionales donde el filósofo escocés dice que le parece que, atendiendo a la contribución a la civilización universal, los blancos son superiores a los negros. Por lo tanto, esa nota al pie pesa más que toda la contribución de David Hume a la historia de la filosofía occidental y su nombre queda cancelado.
Eso sería un ejemplo de guerra cultural, porque quien ha dado esa batalla para quitar de en medio el nombre de David Hume cree que ha ganado, cree que ha hecho justicia social a posteriori. Nos encontramos con que cualquier hecho del pasado, ya sea remoto, se somete al tribunal de sensibilidades actuales. Eso tiene muchas consecuencias, como son la conversión de analista cultural en puro activista, como son el empobrecimiento de la relación de los intelectuales con la cultura, porque ya no tiene valor en sí misma, sino porque tiene que ser el campo de trabajo en el que debemos encontrar cualquier tipo de injusticia.
Manuel Arias Maldonado: Has mencionado el caso reciente de Hume, esta cultura de la rectificación que está asociada también en buena medida a las políticas de identidad. Quiero preguntarte precisamente por qué ahora son tan relevantes. Me preguntaba si el fenómeno no tendrá que ver con vivir en sociedades de la abundancia. En ese sentido, sería interesante también ver hasta qué punto la guerra cultural puede encontrarse con un límite ahora que emergen discursos materialistas, que tienen que ver con las condiciones de vida en las cuales se desarrolla nuestra existencia en sociedades que son ricas pero donde quizá no se repartan los recursos de manera totalmente justa. En la conversación pública española se habla mucho ahora del tema en relación con Ana Iris Simón y la cuestión de la natalidad, etcétera. Y quizá también pueda tener que ver con la democratización de la esfera pública que tiene lugar gracias a la difusión de las redes sociales, que convierte potencialmente a cada ciudadano en una activista o en alguien que puede expresar su opinión y donde, por tanto, también está todo más mezclado. ¿Por qué creés que hoy en día este fenómeno tiene tanta fuerza, sin descontar la influencia americana?
Jorge del Palacio: Del mismo modo que me parece difícil encontrar la definición de guerra cultural, también es muy difícil encontrar una causa que permita explicarla. Nosotros los de teoría política, normalmente nos encontramos más cómodos cuando el fenómeno está clausurado. Si venimos a hablar del derecho de rebelión en John Locke, tienes algo delimitado. Pero claro, cuando el debate se está produciendo al mismo tiempo, es cuando la teoría política le cuesta. Porque podemos identificar causas que no son las verdaderas, podemos identificar desarrollos que no son los verdaderos y podemos evaluar o diagnosticar consecuencias que quizás no suceden. Pero creo que las guerras culturales iluminan también una cuestión central: la relación entre la política y la cultura. Eso se ha desaparramado, quizás también por la sobreabundancia de redes que permiten la superabundancia de opinión.
Pero la relación entre la política y la cultura es tan vieja como la política y la cultura. Por eso Platón quería echar a los poetas fuera de la ciudad. Al mismo tiempo, creía que podía asesorar a los gobernantes. La relación entre la política y la cultura se exacerba mucho en la edad democrática. Los gobiernos democráticos se producen, entre otras cosas, por consentimiento. El consentimiento tiene que ver con la organización de un consenso y la organización de ese consenso es cultural. Nos encontramos en la decantación después de muchos siglos y décadas de relación entre política y cultura. Tirando de teoría política, alguien tan poco sospechoso de querer introducir el elemento cultural en la política como Thomas Hobbes en Leviatán dedica las dos primeras partes de libro al estado de naturaleza, el contrato social.
Pero muchas veces vamos de corrido y se nos olvida que dedica los dos últimos libros a la cuestión puramente cultural y la relación del Leviatán con el Estado cristiano. Hobbes nos había dicho que el Estado se legitima si consigue evitar la guerra civil. Es una legitimación puramente orientada a la utilidad y la eficacia. Pero curiosamente lo que a Hobbes le preocupa en el último capítulo, que se titula “El reino de las tinieblas”, es que los historiadores romanos malentendidos, la teología teología malentendida y la retórica malentendida por entrenar a los jóvenes a decir una cosa y la contraria, pueden incidir en el orden público. Es gracioso porque, claro, Hobbes le dedica quizás las notas más agrias que le ha escrito nadie a Aristóteles. Pero también es gracioso cuando en su época los jóvenes van a la universidad y les calientan la cabeza con los historiadores romanos que llaman tirano a cualquiera que pasa por ahí. Y entonces estos chicos no entienden que el orden no puede ser designado tiranía a placer. Por lo tanto, estamos en una relación muy fuerte que se da siempre entre la cultura y la política. Porque la cultura, digamos, es el decantado de valores, creencias, ideas.
Las culturas de manera espontánea terminan generando una jerarquía de valores, principios, que producen obediencia o que pueden producir desorden, que producen lealtad y pueden producir deslealtad, uso. Cuando Weber dice que el Estado es el monopolio legítimo de la violencia, la idea de la legitimidad viene dada por una construcción cultural. Por eso es tan importante la relación. Lo que ocurre es que con la democratización de la sociedad y la entrada de los ciudadanos en la esfera pública a opinar, la capacidad de la cultura para determinar ha cambiado en su forma de producir. Las redes sociales producen una cacofonía a la que no estamos acostumbrados.
Manuel Arias: Hay un politeísmo de valores de la sociedad. La cultura no puede ser una cultura unitaria porque entonces no tendríamos guerra. Y eso es influyente, claro. Pero ¿y de dónde viene? Hemos hablado de Gramsci, el concepto de hegemonía de su genealogía, de la vieja cultura. Quizás no tanto necesariamente como conceptos, más bien como práctica. Lo que se persigue con la guerra cultural es una hegemonía, o más bien, lo que podríamos llamar el sueño de la hegemonía, porque en una sociedad caracterizada por el politeísmo de valores alcanzar y cerrar la hegemonía es imposible. ¿De dónde vendría?
Jorge del Palacio: Bueno, antes se habría quedado por contar, seguramente porque me había ido por los cerros de Úbeda, porque quería concretar un poco la relación entre política y cultura. A mi juicio el éxito de las guerras culturales hoy no puede disociarse del éxito de la conversión del marxismo en la posguerra de crítica económica y social a crítica cultural. Y eso se produce por distintas variables. A mí me gustaba mucho el libro de Raymond Aron que dedica al 68. Explica por qué a finales de los años 60 la izquierda marxista se ha convertido en crítica cultural y dice que hay una enseñanza de la historia, que viene encima del marxismo, porque en la posguerra el marxismo tiene que hacer cuentas con su propia historia. Y es que las únicas dos revoluciones triunfantes en el mundo, que han sido la rusa y la china, se producen allí donde la del marxismo no las había previsto. Son sociedades que no son modernas, en las cuales, por lo tanto, la cultura se convierte en un instrumento de construcción del socialismo.
Entonces, dice Raymond Aron, el hecho de la revolución se ha trasladado de un hecho objetivo, medible económicamente, a ser un hecho de la voluntad revolucionaria. La voluntad revolucionaria es una voluntad colectiva que se puede formar. Es una cosa importante. Pero yo añadiría también otra cuestión. Nos encontramos con eso en el mundo oriental y nos encontramos en el mundo occidental –y aquí utilizo oriental y occidental como los utiliza la tradición marxista: occidental quiere decir el campo del capitalismo avanzado–. En la posguerra el marxismo se encuentra con que allí donde el capitalismo se ha desarrollado, que es el mundo occidental, no se ha producido la revolución. Al contrario, el capitalismo ha avanzado y se ha dotado de un mecanismo que se llama el Estado de bienestar y lo que ha conseguido es que la clase obrera se integre. Entonces la pregunta es por qué esto ocurre.
¿Por qué allí donde el capitalismo ha avanzado no se ha producido la revolución y allí donde el capitalismo no se ha desarrollado sí se ha producido la revolución? Y la respuesta es siempre la cultura. Por eso esa fascinación por la revolución cultural de Mao. Está orientada a fomentar el socialismo a través de la erradicación de cualquier tipo de elemento cultural, tradicional o capitalista en la sociedad. Básicamente es lo que nos estamos encontrando y en el mundo occidental lo que nos encontramos, por lo tanto hay distintas vertientes de lo que es el marxismo. La Escuela de Frankfurt, Althusser, la escuela de Birmingham, los estudios culturales, todos entienden que el diagnóstico de lo qué está ocurriendo en el mundo capitalista tiene que ver con analizar cuáles son las condiciones culturales de esa sociedad que ha bloqueado la revolución.
Si uno coge un libro de Marcuse como El hombre unidimensional, básicamente es una OPA hostil contra la idea del final de la ideología de Daniel Bell. Ahí había unos jóvenes intelectuales entonces que nos decían que la idea del final de la ideología es también una ideología que nos ha hecho creer que el consenso ideológico es bueno. Es una idea que está adormilando la revolución, desactivando a la clase obrera como clase revolucionaria. Pero en ese libro Marcuse da unas buenas claves de por qué la cultura se convierte en importante. Marcuse dice: La cultura occidental es totalitaria porque ha conseguido introducir una serie de valores, deseos y aspiraciones que son funcionales a la reproducción del capitalismo y por lo tanto se reproduce una y otra vez. Entonces, ¿qué es lo que tenemos que hacer? Si la revolución ya no tiene que ver con la realización de la lucha de clases tiene que ver con desactivar los consensos culturales e ideológicos que sostienen esta sociedad. Y de aquellos polvos, estos lodos.
Manuel Arias Maldonado: ¿Y el concepto de hegemonía en Gramsci? El concepto marxista clásico de la revolución, que está dirigido por la vanguardia del proletariado, se supone que tiene un componente de apoyo popular, que habría que ver si en la práctica existió en los casos ruso y chino. Hay mucho de mitología. La revolución fue exitosa en la medida en que fue impuesta positivamente tanto en Rusia como en China, pero no se ha votado, que yo sepa. La hegemonía parece un concepto importante para entender lo que se persigue hoy con la guerra cultural.
Jorge del Palacio: El concepto de hegemonía ha tenido una época dorada en España gracias a Podemos. El descubrimiento de algunos autores de filosofía política nos da a nosotros de comer, es la sal de la vida. El redescubrimiento de Antonio Gramsci es un factor fundamental para entender la cuestión de las guerras culturales. Acuña precisamente este concepto de hegemonía cultural: con eso quiere decir la dirección ética y moral de una sociedad a través de la organización del consenso.
Pero es interesante ver de dónde viene este concepto, porque Gramsci lo que hace en la posguerra es preguntarse qué ocurre después del ciclo revolucionario que trató de expandir la Revolución Rusa en el ciclo 1919-1921. ¿Por qué ha fracasado en el mundo occidental la Revolución Rusa? ¿Y por qué ha triunfado en lo que llamaban el mundo oriental, el mundo no desarrollado? En el mundo occidental hay una cosa que se llama sociedad civil, hay unos elementos de reconstrucción, de hegemonía, es decir, que nos encontramos con que la sociedad capitalista nos habla, no solamente gobierna a través de la congregación, sino que existen elementos culturales que la sostienen y que, por lo tanto, el primer papel que tiene que hacer el revolucionario en un mundo desarrollado tiene que ver precisamente con articular una contrahegemonía, es decir, articular una cultura propia, revolucionaria, que pueda sostener al partido cuando llegue al poder.
Estamos hablando del periodo de posguerra. Si no, la única manera de mantenerse en el poder es la pura coerción. Esta es la cuestión. Esta es la clave del concepto de hegemonía que está asociado a otros conceptos de Gramsci. Podemos hablar después del concepto de cultura nacionalpopular, que está completamente asociada al desarrollo de los estudios culturales de la escuela dominical en la posguerra.
Manuel Arias Maldonado: En España ese concepto lo ha difundido sobre todo Íñigo Errejón. Tenía esta visión un poco ingenua, seguramente antipluralista, de construcción de una nueva patria, de nuevos imaginarios, nuevos mitos o abstracciones para reemplazar la presunta hegemonía existente por otra más favorable a su proyecto político. Quizás una forma útil de ver esto es la idea de que lo hegemónico sería aquello que está naturalizado, aquello que percibimos como normal. En cambio, los discursos emergentes o críticos serían aquellos que tratan de generar en nosotros un extrañamiento respecto de lo que es natural. Con la peculiaridad diría de que el discurso contra hegemónico no quiere limitarse a extrañarnos y a señalar aquello que, bueno, por el hecho que sea, no tiene que ser, sino que además pretende sustituirlo por otro universo imaginario que debería ser igualmente naturalizado. No es una aspiración meramente crítica, sino que está asociada al proceso de transformación social más amplio.
Ahí parece muy importante, citabas a Marcuse, el concepto (que es el gran comodín de la crítica cultural marxista) de la alienación. Se habla poco hoy en día de alienación, pero es clave para entender este debate. El concepto de hegemonía originariamente tiene que ver con esa idea de que tenemos una falsa conciencia de la realidad. Y claro, eso es muy interesante, porque hablar de alienación supone decir que alguien está imbuido de falsos valores, una perspectiva errónea, que vive de manera equivocada. Seguramente también vota de manera equivocada. Pero eso supone adoptar un punto de vista en el que uno se arroga la capacidad de decidir quién está alienado y quién no. Y eso tradicionalmente lo proporcionaban las leyes históricas que el marxismo había descubierto científicamente.
Entonces mi pregunta sería cómo casa el concepto hegemonía cultural y de guerra cultural asociada al mismo tiempo con el pluralismo liberal. En las sociedades liberales hay un Estado de derecho y unos valores que son fundamento del orden social pero luego cada uno puede vivir como quiera. Otra cuestión es lo que precisamente hablábamos antes: a ver si tenemos las condiciones materiales que nos permitan elegir como vivir. Pero en principio nadie tiene que poder decirnos cómo debemos vivir. Y menos que nadie el Estado, que tiene la potencia y la capacidad para influir sobre sus ciudadanos, que exige del mismo una mayor concepción. ¿Cómo se acomoda la práctica de la guerra cultural, sobre todo en la medida en que quizá no sea solamente la izquierda marxista la que la libra, sino que también recibe respuesta por el otro lado, con esta idea del pluralismo liberal?
Jorge del Palacio: Antes querría hablar de la idea de lo nacionalpopular. Cómo hablamos de las materias culturales tiene un papel fundamental. Es un término que Gramsci utiliza para explicar el origen del fascismo en Italia, y esto está conectado a lo que tú dices de alienación. La alienación ocurre cuando alguien está imbuido de valores y cree ser poseedor de los mismos, y viene alguien de fuera y le dice “tú no estás viendo cuál es tu posición social real”. La cuestión es interesante porque todos los estudios culturales se rigen por esta idea de la cultura nacionalpopular, la búsqueda de una cultura nacionalpopular. Y esto es un debate que mantiene Gramsci con el filósofo Benedetto Croce.
Croce explicaba la historia de Italia como la historia de la libertad, de la emancipación. Entonces, ¿donde entraba el fascismo? El fascismo para Croce era un elemento extraño, que se había incrustado por las condiciones sociales. Pero para Gramsci el fascismo estaba en la lógica del desarrollo de la historia de Italia y tenía que ver que ver con las limitaciones estructurales del proceso de construcción nacional. El Risorgimento, la revolución liberal italiana, nos dice Gramsci, no fue una revolución activa, total como la revolución rusa, sino que al final acaba con un abrazo entre la aristocracia y la nueva clase emergente, un nuevo bloque social. Es la escena del baile en la adaptación de El Gatopardo. Es una revolución pasiva, una revolución incompleta que bloquea la entrada del pueblo, de lo popular y, por lo tanto, dice, genera una cultura propia que legitima al Risorgimento, pero es una cultura puramente nacional. Le falta el elemento popular y aquí están los estudios culturales.
Gramsci es el primero que siendo un marxista en la cárcel se pone a ver qué es lo que se leía en las escuelas. Toma Los novios de Manzoni y busca dónde sale el pueblo: dice que el pueblo no aparece nunca como protagonista, aparece al fondo. El pueblo es tumulto, el pueblo es barullo. No es actor de la historia. Esto es lo que nuestros chicos leen. Lo que ahora hacen los estudios culturales es algo muy parecido. Para Gramsci esa cultura del resurgimiento es la que prepara la venida del fascismo como el brazo armado o terrorista de la burguesía, que cuando se ve amenazada sale. Constantemente la historia repite esto, cuando se ha querido explicar cómo después del 68 viene una hegemonía conservadora. Y cómo después de la crisis del 2008 los partidos tradicionales se mantienen y aparecen partidos populistas de derechas. Vemos esa idea de Errejón: es que nos ha faltado una cultura propia, canciones propias, méritos propios, ideas propias. Ahí tienes la obsesión por buscar la idea de pueblo en los textos de Marx. ¿Dónde está nuestra cultura no nacional, sino nacionalpopular, que convierta al pueblo en actor de la historia?
Manuel Arias Maldonado: Pero claro, ¿cómo encaja esta idea con el pluralismo de valores?
Jorge del Palacio: He leído con bastante interés el texto del profesor Manuel Toscano que publicó en Letras Libres sobre el liberalismo y la vida buena. La idea de hegemonía se ha emancipado casi completamente de su autor, que era Gramsci. Ya es como una piedra que va rodando y a los últimos universitarios que les llega les parece que es una metodología de análisis cultural, desprovista quizás de las motivaciones que había detrás. Cuando la gente habla de guerra cultural habría que pararse y ver qué opina cada persona. Porque hay algunas personas que cuando hablan de guerra cultural lo que quieren decir simplemente es batalla de ideas. Y esa cuestión yo creo que es una cuestión consustancial a las democracias liberales.
Los partidos son agregadores de preferencias, juntan ideas en un programa y esos programas son más o menos expresión de una visión de la sociedad en un marco factible. Pero otros, cuando hablan de conquistar la hegemonía cultural, están hablando de algo mucho más denso, más intenso. Están hablando de una reforma radical, de la base valorativa de una sociedad, y ahí estamos en donde yo creo que en el discurso de la hegemonía asoma una cara un poco oscura. Porque, claro, ¿hasta qué punto una hegemonía perfecta es compatible con el pluralismo? Pues yo creo que hay una dificultad, porque el consenso puro deja muy poco espacio a la sociedad pluralista. No digamos sobre todo si es un consenso que está pensado para regalar uno y cada uno de los aspectos de la vida. Como el autor es Gramsci, es interesante ver la obsesión que tenía con la iglesia católica: ¿por qué una institución de este tipo que no tiene capacidad coactiva tiene esta autoridad, una autoridad hegemónica? La obtiene a través de la expansión de la palabra, que es como él dice que se expande la revolución en Rusia, por cierto. Pero claro, cuando escuchamos a los autores influidos por Gramsci, vemos que se oculta una fascinación por la iglesia porque se reivindica que el comunismo sea una religión sustitutoria. Se trata de ocupar el lugar de la religión. Porque se entiende que somos animales simbólicos, necesitamos referencias, necesitamos un cambio de sentido.
Es muy compleja la relación entre el consenso muy intenso y el pluralismo. Yo me di cuenta de esto en un debate muy interesante que se produce en Italia en los años 70, cuando se produce el 40 aniversario de la muerte de Gramsci. El Partido Socialista italiano entonces lo dirigía Bettino Craxi. En sus primeros años se había prometido desafiar la hegemonía en el campo ideológico del Partido Comunista. Entonces juntan en un número monográfico de la revista Mundo Operario, que me la encontré por casualidad en el archivo de la Fundación Pablo Iglesias, a un montón de autores. Entre ellos brilla un artículo de Norberto Bobbio en el que decía que efectivamente el pluralismo liberal y la de que cada uno tiene una posibilidad de expresar lo que piensa y decidir su proyecto de vida buena casan mal con el consenso ideológico.
Manuel Arias Maldonado: Podríamos interpretar la guerra cultural y la búsqueda de la hegemonía como un atajo o como el camino que queda cuando después de la Segunda Guerra Mundial, principalmente, aunque ya desde el siglo XIX, se proclama al principio del gobierno limitado. El Estado no puede imponer cómo vivir, no puede asumir una concepción perfeccionista de la vida buena y enseñarle a los ciudadanos, sino que, de hecho, tiene que ser garante del pluralismo. Y si el Estado tiene que ser garante del pluralismo, a no ser que retuerza los mecanismos y ahí está la deriva liberal de algunas democracias, el camino que le queda a quien quiere imponer la hegemonía es el activismo y la movilización colectiva con la esperanza de naturalizar colectivamente los valores que él o ella quiere proyectar sobre la totalidad. Y ahí, claro, los movimientos sociales de los años 60 tienen una gran importancia. Y además el feminismo, el ecologismo, se han demostrado, no sin buenas razones, exitosos. La idea es que los movimientos sociales, a partir de cierto momento, ya no se conciben como exclusivamente reclamadores al Estado, sino que cuando se movilizan también tratan de difundir sus valores en el conjunto de la sociedad, para con ello hacer que los ciudadanos de manera natural, no digamos porque una ley les obligue, asuma determinada concepción del mundo, una cosmovisión. Después ya podrá el Estado venir y realizar la adaptación legislativa pertinente. Y claro, quería preguntar en relación con esto, si no crees que de alguna manera quien está librando la guerra cultural está librando una guerra de salvación, lo que conecta un poco con la pulsión monoteísta, una característica europea, que tiene que ver con la cultura de la cancelación, la no aceptación del pluralismo, y esa idea de que hay guerras que son justas y son también de salvación. Y que tiene que ver con el fin de la historia. Tiene que ver con ese sueño humano de una armonía social.
Jorge del Palacio: Yo creo que la cuestión está ahí porque efectivamente las ideas de hegemonía, las ideas de consenso apuntan, como tú bien dices, un callejón sin salida para el pluralismo. También apuntan al deseo de la irreversibilidad: el consenso cultural busca permanecer en la sociedad para que sea lo más duradero posible. Tiene que ver con las pulsiones propias del mundo occidental. Porque nosotros venimos desde Hegel, desde Marx, buscando de alguna forma eso. Intuitivamente nos parece que el pluralismo está bien, pero hay una pulsión muy fuerte en Occidente de que el pluralismo también es fuente de conflicto y pensamos en la promesa de la armonía, de superar a través de la cancelación el pluralismo. Es una pulsión muy fuerte en Occidente. Antes me he referido a este texto de Daniel Bell, El final de la ideología. Es curioso ver cómo los clásicos nos plantean los debates y siguen siendo relevantes. Luego se ha demostrado que el gran acto de presentación de este texto, en Milán en 1955, había sido subvencionado por la CIA. Uno puede pensar si le parece que si un libro no está relacionado por la CIA es mejor o peor que otro. Pero era un texto interesante. En España yo creo que se ha traducido mal, porque siempre se dice el final de las ideologías. Bell dice que el mundo de la posguerra ha terminado con un uso concreto de la ideología, la ideología como religión sustitutoria. Es decir, que la sociedad de posguerra ya ha entendido que no se le puede confiar a la ideología la función de redención de la humanidad que se le daba. Entonces, lo que tenemos que hacer es una ideología no total sino pragmática. Bell trataba de responder a esa pulsión occidental. Luego Fukuyama recupera desde Hegel esta cosa tan clásica, marxiana, de decir: bueno, cómo será la sociedad, el futuro, la sociedad, el futuro. No habrá política, no solo habrá administración de las cosas, porque ya no habrá ningún valor de fondo sobre el que discutir, porque en teoría los habremos asumido. Eso es la hegemonía perfecta, la administración de las cosas. Para una visión donde el pluralismo es visto como una fuente de problema, es el paraíso. Para los que creemos que el pluralismo tiene un valor intrínseco, es menos atractivo.
Manuel Arias Maldonado: El mito de la Torre de Babel puede interpretarse así: Dios te castiga no con la proliferación de sectas si no de lenguas.
Jorge del Palacio: O el ensayito de Michael Oakeshott sobre la Torre de Babel. Desde una posición conservadora pero liberal dice que los ejercicios de ingeniería social o las aventuras deberían ser del orden privado: no aventuras colectivas, porque terminan como la Torre de Babel.
Manuel Arias Maldonado: Se han publicado recientemente unos ensayos dispersos de Hans Ulrich Gumbrecht. Es alemán aunque ya ciudadano estadounidense, da clase en la universidad de Stanford. Es octogenario pero sigue dando clase. Está preocupado por lo que llama el socialdemocratismo, la idea de que hay una ideología dominante en Europa que estaría abriéndose paulatinamente en Estados Unidos, y lo que considera un debate muy moralista, muy estrecho, acerca de las formas de vida existentes. Dice que quien se atreve a invocar valores diferentes a los hegemónicos, como los libertarios, por ejemplo, o los conservadores, inmediatamente es tachado. El problema no está en la realización personal de una forma de vida particular, sino en la imposición estatal de la misma. Aunque podemos discutir todo lo que tiene que ver con que estos días se habla mucho de que una vida con hijos es maravillosa y se mueve a la gente a tener hijos. Eso formaría parte probablemente de la vida cultural. Pero la cuestión es si crees que la guerra cultural que persigue la hegemonía quizá tenga como objetivo final esta asimilación estatal de valores particulares. Y si creéis que este riesgo de lo que Gumbrecht llama socialdemocratismo puede ser su efecto final. Que en realidad es una forma de hegemonía que se basaría mucho en la elevación moral del propio ciudadano.
Jorge del Palacio: No conozco esa tesis, pero me parece que es completamente pertinente porque, como he dicho al principio, efectivamente las guerras culturales lo que hacen es poner la cultura al servicio de posiciones ideológicas del presente. Y entonces, como nosotros ya partimos de la idea de que Occidente es por naturaleza autoritario, represivo, opresivo, etcétera., yo convierto el análisis cultural en un ejercicio de búsqueda de ese tipo de opresiones a lo largo y ancho de la historia, a lo largo y ancho de las disciplinas y, por lo tanto, establezco un catálogo moral. Ideologizo la historia de la cultura, de la literatura, del arte y la moralizar. Y decido dónde está el bien y dónde está el mal. Y por lo tanto, si yo decido ir al Museo del Prado a ver la exposición de las mitologías de de Tiziano, entonces, en función de ciertos valores, puedo ser un cómplice de lo que se llama la cultura de la violación en Occidente. O si efectivamente digo, como Javier Marías, que he disfrutado leyendo El Gatopardo porque es una novela existencial, alguien me puede echar en cara que soy poco sensible con la suerte del pueblo italiano que se describe ahí, porque no se convoca a la revolución y es traicionado. Efectivamente, ahí hay un peligro muy grande de moralización y sobre todo lo que hace es poner la cultura al servicio de la política y, a mi juicio, empobrecer y embrutecer la relación con la misma, decidiendo qué es lo que se puede tocar y qué es lo que no se puede tocar. Es una moralización absoluta de la política.
Manuel Arias Maldonado: Nos queda abierta la cuestión de la cultura. ¿Cómo sale la cultura en este conflicto? Es decir, si no crees que hay un riesgo de que la cultura se instrumentalice en dos sentidos: uno, por una parte, que haya una relectura de la tradición cultural a partir de determinados presupuestos que conduce a un empobrecimiento de la imaginación estética y moral; por otra parte, está la idea del arte comprometido. No solamente la recepción comprometida del arte preexistente sino la propia producción de un arte que no es arte por el arte, sino un arte orientado a un fin particular que es el de crear conciencia social, generar determinadas interpretaciones sobre un mundo para su naturalización. Y si esto en definitiva no es entonces un fuerte empobrecimiento de la cultura en el sentido en que se ha entendido clásicamente en Europa.
Jorge del Palacio: Para mí no hay duda, aunque se puede discutir efectivamente. La ideologización de la cultura en todas sus disciplinas pone sobre la mesa que el único sentido que posee es aquel que tiene que ver con librar batallas de justicia social y por lo tanto se angosta y se empobrece nuestra relación con ella.Lo he visto en la universidad, donde algunos profesores ya han asumido el rol de que al enseñar historia de las ideas políticas tienen que ser activistas. También hay que señalar qué autores son buenos y qué autores son malos. Es una cuestión completamente paternalista. Yo creo que tienes que dejar que el alumno lea a Nietzsche, se deslumbre, pase una resaca y muchos más años después descubra que es un pensador maravilloso, con algunas salidas complicadas. Me recuerda a Rorty cuando decide abandonar la filosofía o continuar la filosofía a través de la literatura, en ese libro tan bonito que es Contingencia, ironía y solidaridad, donde nos dice que la literatura es un campo de aprendizaje, un campo de construcción del yo. Es donde nosotros nos enfrentamos a las cimas de la literatura, en las cuales vemos nuestra contingencia. Pero el activismo cultural lo que hace es invertir esta relación. Lo contingente es la historia de la cultura, que es un supermercado. Nosotros tenemos que confirmar la tesis de que Occidente tiene estas características y lo que no es contingente soy yo y mis derechos y mi capacidad de utilizar la cultura para afirmarme como un sujeto demandante ante el Estado o ante la sociedad. A mi juicio, es un empobrecimiento absoluto de la cultura, sobre todo porque termina en cierto paternalismo y en cierta cultura inquisitorial. Uno tiene que tener cuidado de que le gusta Nietzsche. Ahora, por ejemplo, hay una cuestión muy interesante: desde hace algunos años Carl Schmitt le gusta a algunos sectores de la izquierda y se puede decir que lee uno a Carl Schmitt. Antes había que leerlo de tapadillo.
Manuel Arias Maldonado: Esencialmente estoy de acuerdo. Creo que el arte admite toda clase de aproximaciones y la propia producción artística (en eso soy pluralista) admite diferentes intencionalidades. Lo que pasa es que el arte ideológico queda viejo pronto. La novela de tesis, la película de tesis, es muy coyuntural y en general suele sufrir la desaparición de aquellas circunstancias que propiciaron su aparición. Y en todo caso, yo distinguiría entre la interpretación que pueda hacerse en clave política de una obra preexistente y pensar que la única función posible del arte es la creación de conciencia, ya sea social o política. Esto me parece mucho más cuestionable y desde luego empobrecedor.
Para terminar ¿crees que la guerra cultural seguirá con nosotros de manera perenne o ahora asoman ciertos discursos que tienen que ver con el cambio climático, etcétera, que marcan un límite? ¿Crees que se puede combatir de algún modo o que es algo que tiene una cierta autonomía, por ejemplo en el campo de las redes sociales y el debate público y ,por tanto, uno puede hacer poco al respecto?
Jorge del Palacio: Bueno, yo creo que es un campo creciente y en total florecimiento, porque todos los días vemos un nuevo YouTube, un grupo influencer y todos tratan de sumarse a esto de las guerras culturales. Además, como el acercamiento a la cultura es ideológico, tampoco requiere grandes conocimientos de la propia cultura. Para analizar a Tiziano, con decirte que es un señor que patrocinaba la cultura de la violación ya está todo dicho. Puede ser que a lo mejor con una crisis por delante vuelvan las cuestiones materiales, pero incluso las cuestiones materiales se están declinando en términos culturales. Lo que podría ser un debate lógico es si se pueden dar mayores facilidades fiscales o no a las familias porque España tiene un déficit de natalidad. Pero enseguida se convierte en una lucha entre el bien y el mal. Eres un familista o no. Entonces, claro, si uno no quiere estar ahí, tiene que estar en el otro lado necesariamente. Yo creo que queda poco aire para los que tenemos una visión un poco más escéptica sobre la política y los que creemos que las soluciones no tienen que ver con la ideología, ideologización de las mismas y la polarización de los problemas. Soy basatante escéptico. Yo creo que nos queda mucho tiempo de batallas culturales. Algunas está bien librarlas y merece la pena darlas, sin duda. Lo malo es una batalla cultural un poco de serie B, de baja calidad, que es lo que, a mi juicio, hoy gana presencia.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).