Futuro y aprendizaje: Hace tres semanas, leer el Corriere della Sera era como leer El País de hoy. Hoy leer El Universal de México es como leer El País hace tres semanas. Hay un aprendizaje pero es muy lento. Los Estados miran a sus vecinos, observan las encuestas, actúan cuando el precio de no actuar ya es demasiado alto. Alberto Penadés se hace varias preguntas en un artículo en El Diario:
¿Por qué no somos capaces de aprender, si es que lo hacemos, si no es en carne propia? ¿Por qué la incertidumbre justifica la inacción y no el prudente criterio de intentar mejorar los peores escenarios posibles? ¿Por qué estos sesgos de acentuar lo excepcional de cada caso en lugar de los precedentes y los modelos? ¿Es necesario que el aprendizaje se produzca en lugares del Estado no visibles o más aislados, como el antiterrorismo? ¿Bastaría con un reclutamiento más eficaz de especialistas, o dotarlos de más independencia para que no se encojan de hombros si les preguntan por una manifestación en plena epidemia? ¿Cómo, en definitiva, aprende un Estado?
Estado y economía: En una crisis como la del coronavirus, el análisis clásico ideológico sobre el papel del Estado no aporta mucho. Los países que están interviniendo más la economía no son necesariamente los más progresistas, los países que menos están interviniendo en la economía no son necesariamente los más neoliberales. Como recuerdan a menudo los economistas políticos, el neoliberalismo no es exclusivamente la falta de Estado o de regulación sino también un Estado que interviene más para defender el capital que el trabajo (por usar categorías clásicas).
Hay economistas que sugieren que la crisis del coronavirus no se debería solucionar exclusivamente con políticas monetarias e inyecciones masivas de liquidez (que se centran en el capital financiero aunque tienen también como objetivo, obviamente, que la liquidez llegue a la economía real) sino también con políticas fiscales e incluso con subvenciones o transferencias directas a los colectivos más vulnerables (los trabajadores, las pequeñas empresas, los autónomos). Branko Milanovic ha escrito que “tenemos que olvidarnos de los indicadores financieros y empezar a observar los ingresos familiares”.
Estado de alarma: La vuelta del Estado fuerte coincide con una época de liderazgos y mayorías parlamentarias muy débiles. Esto afecta a la autoridad de los políticos y a su legitimidad a la hora de tomar decisiones de manera contundente y a veces discrecional. También produce desconfianza en la opinión pública y la ciudadanía. En España, por ejemplo, el presidente Pedro Sánchez ha gobernado durante dos años atendiendo solo a las encuestas. Es una de las razones por las que tardó tanto en reaccionar ante la crisis.
Elena Alfaro ha escrito sobre la sensación de desprotección que produce ver cómo un presidente y un gobierno parecen no saber más que los ciudadanos. Los líderes políticos tienen la obligación de saber más que los individuos a los que representan. Una de las mejores muestras de la falta de liderazgo en esta crisis es la frase recurrente “no se podía saber”. Usar la carta de la “incertidumbre” en un momento así solo sirve para escurrir el bulto y no tranquiliza a la población. La debilidad parlamentaria, sin embargo, tiene algo positivo. En principio la rendición de cuentas es más fácil. A los gobiernos les resultará más difícil ampliar innecesariamente los Estados de alarma y la situación de excepcionalidad, que les dan una discrecionalidad enorme.
Estado y cambio climático: Estamos en una economía de guerra. El Estado interviene, nacionaliza, federaliza y centraliza la actividad económica para dirigirla a un único objetivo. Es posible que la crisis climática nos obligue de nuevo, en un futuro cercano, a recurrir a estas estrategias. Volverán el intervencionismo y el Estado “activista” y fuerte. Surgirá lo que Geoff Mann y Joel Wainwright denominan “Leviatán climático”.
En El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento (Debate, 2019), David Wallace-Wells aporta datos sobre el daño económico que provocará el calentamiento global: “551 billones de dólares en daños con solo 3,7 grados de calentamiento, una pérdida del 23 por ciento de la riqueza global potencial para 2100, si no se cambia el rumbo. Un impacto mucho más fuerte que el de la Gran Depresión; diez veces más profundo que el de la más reciente Gran Recesión, que aún nos perturba tanto.”
En 2018, un informe del IPCC, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, “comparó la transformación necesaria con la movilización a raíz de la Segunda Guerra Mundial, salvo que en este caso sería global”. La reacción y movilización de los Estados ante el coronavirus es la versión de bolsillo de la guerra contra el cambio climático en el siglo XXI.
Democracia y autoritarismo: Desde hace años existe un debate sobre si la manera de tomar decisiones de China (sin la enorme “molestia” de tener que rendir cuentas electoralmente) es quizá más efectiva para enfrentarse a problemas como el cambio climático o el actual coronavirus. Es una tesis muy cuestionable. China ocultó y censuró los primeros casos de Covid-19. Los analistas que estudian el país se quejan de la escasa fiabilidad de muchas de sus cifras (incluso de PIB o producción industrial).
En un artículo en el Financial Times sobre la reacción china al virus, un experto en el país afirma que “el dilema de los gobiernos locales es que un ritmo alto de infecciones puede ser interpretado como algo que debilita directamente a Xi [Jinping, el presidente de China]”. Y, como recuerda Marta Peirano, “el régimen que multa por beber entre semana o cruzar fuera del paso de cebra y te encarcela por leer el Corán se olvidó de prohibir los mercados de animales salvajes, a pesar de su penosa experiencia con la gripe A en 1957 y el SARS en 2002.”
Privacidad: Las preocupaciones por la privacidad individual bajo Estados de alarma son legítimas. Al mismo tiempo, da la sensación de que a los Estados que hacen uso de casi plenos poderes, que están desplegando todo su poder coercitivo para que la gente no salga a las calles, realmente no les hace falta una monitorización telemática.
Además, la invasión de la privacidad de las apps sobre el coronavirus (que en muchos casos no permiten el anonimato, algo que preocupa más en países como EEUU, donde los seguros de salud privados recopilan información biométrica de usuarios y eso afecta a sus primas, que en países con sanidad pública) no es el precio a pagar por una mejor monitorización del virus. Como recuerda Carissa Véliz, “lo que hacen falta no son más apps intrusivas sino más pruebas. ¿Por qué no estamos produciendo más pruebas de coronavirus?”
Globalización, nacionalismo, Europa y cambio climático: El coronavirus es un gran nivelador. Es también la versión más ciberpunk de la globalización, que no es solo flujos de capital y cadenas de suministros sino también pandemias. Aunque su efecto es global, las reacciones están siendo locales. La UE no ha actuado unida más allá de en la política monetaria (y ni siquiera). Al principio de la crisis, Alemania incluso llegó a prohibir la exportación de mascarillas a otros países europeos. No existe unión fiscal pero a veces ni siquiera existe mercado único.
Si en una crisis global no hay acciones coordinadas, cuando nos enfrentemos a crisis climáticas nos volveremos aún más nacionalistas. ¿Por qué? Porque el coronavirus no tiene tan en cuenta la geografía (aunque algunos científicos especulan con que el calor podría reducir su efecto) como el cambio climático. El calentamiento global afectará de manera desigual y a un ritmo distinto en cada país (a pesar de que acabará afectando a todos). La sequía de España no importará a los alemanes hasta que les toque sufrirla; ayudar a Grecia a reconstruirse tras ese tsunami va en contra de la senda de consolidación fiscal.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).