Una nueva era de incertidumbre radical

De la pandemia a la guerra, una serie de acontecimientos globales ha sacudido lo que dábamos por supuesto. En lugar de forzar la construcción de nuevas certidumbres, deberíamos aceptar que hay ciertas cosas que no podemos anticipar.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Ante acontecimientos devastadores o impactantes –como la invasión rusa de Ucrania–, uno de los titulares más tentadores para los editores es que el mundo ha cambiado. Generalmente hay algo de verdad en una frase así. Lo que resulta más difícil de decir es cómo ocurrirán dichos cambios o hacia dónde conducirán. Esto es especialmente cierto ahora que un nuevo imperialismo ruso se asoma después de una serie de sucesos impactantes que están transformando el mundo.

En momentos así, la conclusión correcta no es que se está creando un orden mundial nuevo o bien definido, como muchos han predicho. No se ha materializado una nueva Guerra Fría o un mundo bipolar dividido en dos campos evidentes. Más bien, el nuevo shock ha roto viejas suposiciones y ha ampliado el espectro de caminos posibles que podría tomar el mundo.

En vez de insistir en hallar nuevas certezas, necesitamos aceptar que nos encontramos en una era de incertidumbre bastante radical, en la cual la habilidad de aprender y adaptarnos con rapidez a los acontecimientos no esperados es mucho más valiosa que las predicciones o los preparativos demasiado específicos. Podemos distinguir algunas cosas que sabemos, o que creemos saber, de las muchas que no conocemos. Pero hasta ahí.

Después de todo, tan solo en los últimos cinco años han ocurrido tres acontecimientos importantes que han aniquilado las suposiciones que muchos de nosotros hacíamos respecto de la dirección que llevaban los asuntos mundiales.

Primero, la guerra comercial que comenzó en 2018. Esta no fue únicamente entre las dos superpotencias económicas y políticas mundiales, Estados Unidos y China; también trajo escaramuzas o batallas comerciales entre Estados Unidos y sus aliados en Europa y Japón. Este aspecto es importante, porque invalidó las expectativas sobre el papel de Estados Unidos en el mundo y sobre el futuro de las instituciones globales de gobernanza.

En segundo lugar, por supuesto, está la pandemia del coronavirus. En los últimos dos años y medio el virus ha causado, según la última estimación, más de seis millones de muertes reconocidas de manera oficial. Pero, en realidad, el exceso de mortalidad, en comparación con lo que se podía esperar según las tendencias normales, ha superado los veinte millones.

Y en tercer lugar está la invasión rusa de Ucrania, cuya fase actual comenzó el 24 de febrero. Es impactante –y de hecho destroza lo que dábamos por supuesto– porque se trata de una guerra en la que una superpotencia militar busca cambiar las fronteras por medio de la fuerza, un tipo de acción que se pensaba proscrita por la Carta de las Naciones Unidas de 1945. La invasión ha abierto la posibilidad de que pronto pueda romperse el gran tabú sobre el uso de armamento nuclear, que ha prevalecido desde los terribles acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de 1945.

No sabemos si eso va a ocurrir. Pero sí sabemos que Rusia ha amenazado con usar esas armas tan terribles para influir en sus adversarios o disuadirlos. Del mismo modo, esto rompe con una suposición arraigada acerca de cómo se comportarían las superpotencias nucleares.

Las cinco suposiciones

En mi opinión, cinco suposiciones principales habían quedado bien establecidas hace más o menos una década:

1) Que con el ascenso de China asistíamos a una nueva era de rivalidad entre grandes potencias en la que, sin embargo, otras potencias ascendentes como la India, Brasil y Rusia actuarían como equilibradoras o dispersadoras. Esto nos permitía suponer que el poder se distribuiría ampliamente durante el siglo XXI, en vez de concentrarse en un pequeño número de países.

2) Que, para administrar el ascenso de ese poder distribuido, serían cruciales instituciones globales cada vez más inclusivas. Evolucionarían a partir de las instituciones y reglas establecidas en las décadas de la posguerra. Los ejemplos incluyen al G20, a la Organización Mundial del Comercio (OMC) y a la Organización Mundial de la Salud (OMS). La creciente necesidad de confrontar la crisis climática sería, de acuerdo con lo que algunos de nosotros pensábamos, un fuerte incentivo para la colaboración, incluso entre las grandes potencias. Semejantes instituciones evolucionarían alejándose de un liderazgo occidental, y China inevitablemente jugaría un papel primordial en su desarrollo futuro.

3) Dimos por sentado que la aceptación y el apoyo de Estados Unidos a las instituciones globales se elevarían conforme su poder hegemónico se debilitara, y conforme reconociera, al mismo tiempo, la necesidad de un grupo más amplio de socios para alcanzar sus objetivos. Esta sería también para Estados Unidos una manera lógica de administrar el impacto del ascenso de China.

4) A pesar del ascenso de China y del retroceso ruso hacia la autocracia, asumimos que las democracias demostrarían ser más resistentes y adaptables que las autocracias, gracias a una mayor transparencia y la libre información. Eso no significaba que creyéramos en la noción del “fin de la historia” de Francis Fukuyama. Pero sí pensamos que, de manera gradual, la democracia resultaría más popular conforme las clases medias se hicieran más grandes en muchos países, incluida China, y exigieran la defensa de sus intereses y derechos.

5) Asumimos que la globalización del comercio, la tecnología y las ideas –que facilitaba el ascenso de nuevas potencias y la distribución de la riqueza– continuaría, y que ayudaría a desalentar los conflictos e igualar el progreso. La tecnología se encuentra en el corazón del proceso de globalización, pero su desarrollo también se acelera por esa misma globalización.

La crisis financiera global de 2008 puso a prueba algunas de estas suposiciones. Pero en primera instancia las democracias de Europa y Estados Unidos mostraron su resistencia y capacidad de adaptación. Estados Unidos eligió a su primer presidente afroamericano. Una intervención enorme pero hábil de los bancos centrales salvó los sistemas bancarios. Fue peligrosa la crisis de la deuda soberana del euro, pero se mantuvo bajo control. Con la creación de un G20 más inclusivo las instituciones globales parecieron fortalecerse, y vimos a China asumir una posición más fuerte en ellas. Estados Unidos avaló e incluso alentó esas mismas instituciones.

También se estaban evitando tensiones importantes. China estaba jugando un papel cada vez más relevante como prestamista e inversor en países pobres de todo el mundo. En buena medida, su contribución para reducir la pobreza era positiva, aun si Occidente seguía preocupado por su creciente influencia política.

Los tres grandes puntos de inflexión

Luego vinieron los tres importantes acontecimientos que cambiaron las reglas del juego o tal vez destrozaron las suposiciones previas: la guerra comercial, la pandemia y la guerra en Ucrania. Estos sucesos revelaron que nuestras suposiciones eran incorrectas o demasiado optimistas.

La guerra comercial lanzada por la administración de Donald Trump en 2018 pudo parecer, a algunas personas, de naturaleza más bien técnica. Los economistas consideraron bastante drástico que Estados Unidos impusiera aranceles de hasta un 25% sobre miles de millones de dólares de importaciones desde China. Aunque en principio era como ajustar tasas impositivas, fue algo mucho más grande.

Para empezar, significó no el aval sino el rechazo de Estados Unidos a utilizar instituciones globales para gestionar la competencia entre grandes potencias. De hecho, a partir de entonces, facciones poderosas del pueblo estadounidense empezaron a creer que esas instituciones eran enemigas de los intereses de Estados Unidos y que era necesario acabar con ellas.

El nacimiento de la OMC en 1995 debía convertir las guerras comerciales en una cosa del pasado. En ese organismo tendrían lugar las disputas futuras y los países no utilizarían nunca más aranceles y otras barreras comerciales como armas en la competencia económica o política.

Trump evidentemente no leyó el memorando. Ignoró las obligaciones de Estados Unidos ante la OMC y paulatinamente debilitó la función de resolución de disputas de la OMC al rechazar el nombramiento de nuevos jueces. Con ello Trump declaró la guerra comercial principalmente a China. Pero también impuso sanciones comerciales en el aluminio y el acero sobre Japón y Europa, supuestamente por razones de seguridad nacional.

Esta declaración de guerra comercial reflejaba dos cosas importantes. Una era el daño aplazado pero grave que las secuelas de la crisis financiera de 2008 habían hecho a la democracia estadounidense y la estabilidad social, cuando las quejas sobre la desigualdad y otros males sociales culminaron en la inesperada elección de Trump como presidente en 2016. Como en previas crisis económicas estadounidenses, incluyendo las de la década de 1980, esos agravios produjeron una fuerte reacción contra el comercio y la globalización.

Pero la segunda cosa importante eran las señales de que la rivalidad entre Estados Unidos y China iba en aumento. En la mente de Trump, un indicador de esa rivalidad era el déficit comercial estadounidense con China. Pero, para una gran parte de la élite política y empresarial estadounidense, un indicador mucho más importante era la competición tecnológica, junto con un miedo creciente a que China pronto podría tomar la delantera.

Durante la década de 1960, en el contexto de la Guerra Fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos, tales miedos tecnológicos se centraban en el espacio. Esto condujo al exitoso programa estadounidense para poner a un hombre en la Luna, que para el año 1970 demostró la clara superioridad tecnológica estadounidense en el campo militar.

En la actual competencia con China este miedo tecnológico es más impreciso. Cubre semiconductores, telecomunicaciones 5G y 6G, inteligencia artificial y también el espacio. El temor comenzó a reflejarse en fuertes medidas estadounidenses contra firmas tecnológicas chinas, cuya intención fue en parte detener el robo de propiedad intelectual, pero que también se extendieron hacia esfuerzos más directos por desactivar u obstruir el desarrollo tecnológico chino.

Los dos principales partidos políticos estadounidenses apoyan dichas medidas, porque el país teme quedar rezagado. China tiene miedo ahora de que la priven de componentes y tecnologías cruciales. Mis antiguos compañeros en The Economist describieron el resultado económico no como globalización sino slowbalización.

{{En inglés, global- se puede leer como glo-ball que se vuelve ahora slow ball, ‘bola lenta’, término del béisbol. [N. de la T.]}}

 Pero las implicaciones políticas eran probablemente más serias que las económicas directas.

Fue así como en 2020 entramos en el segundo importante acontecimiento, la pandemia, con una relación tensa entre las dos superpotencias –o incluso un conflicto, aunque, por fortuna, no en un sentido militar–. La competencia tecnológica fue una especie de guerra indirecta.

Lecciones del virus

La pandemia del coronavirus ha sido –y todavía es– un acontecimiento terrible en términos de sufrimiento humano, que nos ha dado muchas enseñanzas específicas sobre salud, política social y el poder de la ciencia. Pero la pandemia también nos ha dado lecciones importantes sobre asuntos internacionales:

  • Mostró que las relaciones entre las grandes potencias se han vuelto tan tensas que, incluso enfrentándose a un enemigo común como un nuevo virus, Estados Unidos y China se han alejado aún más, en vez de acercarse el uno al otro. Durante los dos años y medio pasados, China y Occidente han ejercido políticas públicas completamente separadas contra esta amenaza a la salud global, utilizando vacunas y métodos de control diferentes.
  • Mostró que instituciones mundiales como la OMS ya habían sido debilitadas por falta de financiación. Aunque la OMS hizo un buen papel a la hora de proveer información al mundo, ha sido incapaz de desempeñar un rol operativo sustancial durante esta crisis. Cualquier propuesta de nuevos mecanismos operativos para prevenir pandemias futuras está por lo tanto condenada al fracaso, bajo las condiciones actuales.
  • Mostró que disrupciones tales como una pandemia pueden causar problemas importantes en la cadena de suministro de nuestro sistema de comercio mundial, los cuales, en combinación con otros factores, pueden tener consecuencias económicas significativas, incluida la inflación.
  • Mostró que, aunque los países más ricos del mundo occidental tenían las herramientas financieras para apoyar sus economías y sistemas de salud en tiempos extraordinarios, no tenían ni la voluntad ni probablemente los recursos para proveer una ayuda sustancial a los países más pobres. Se hicieron donaciones para apoyar la distribución de vacunas en África, por ejemplo, y se hicieron esfuerzos para suavizar el impacto de las crisis de deuda soberana. Pero fueron por desgracia insuficientes.

Persiste, en 2022, una brecha enorme entre las tasas de vacunación de África y las del resto del mundo. Puede que los países africanos no hayan mostrado resentimiento por esta falta de apoyo en concreto, pero han notado que no se puede confiar en Occidente en una emergencia semejante. (De hecho, tampoco se puede confiar en China, pero esa es otra historia.)

Del lado positivo, sin embargo, la pandemia probablemente respaldó dos de mis cinco suposiciones. El hecho más importante es que, en 2021 y 2022, la crisis ha sido en cierta medida controlada, sobre todo gracias a la continuada y poderosa globalización de la tecnología, la producción y el comercio.

Un puñado de investigadores y compañías farmacéuticas de Estados Unidos, Reino Unido, Alemania y (de distinta manera) China desarrollaron vacunas contra la covid-19 en un tiempo récord y luego produjeron más de once mil millones de dosis en un solo año en fábricas de todo el planeta. Algunas de ellas hicieron uso de tecnologías nuevas y altamente innovadoras. Personalmente he sido vacunado en cuatro ocasiones utilizando tres de esas vacunas –AstraZeneca, Pfizer/BioNTech y Moderna–. Soy un ejemplo vivo de la globalización de la biociencia. Más aún, el éxito de las vacunas demostró la continuada superioridad de la biociencia de Europa y Estados Unidos respecto a China. Las vacunas arnm desarrolladas en Alemania y Estados Unidos, y la vacuna de adenovirus producida en el Reino Unido, han dado resultados muy superiores a las dos vacunas chinas, de tecnología más anticuada.

Gracias a esta superioridad, el temor del año pasado ha quedado sin fundamento. Me refiero al miedo a que la diplomacia china de las vacunas, al exportar las dosis de Sinovac y Sinopharm a los países más pobres, diera a Pekín una ventaja duradera en los asuntos internacionales con la creación de nuevas alianzas y dependencias. Pero eso no ha sucedido. Como consecuencia de su menor eficacia y del éxito de las compañías occidentales para superar las dificultades de producción, las vacunas occidentales se han vuelto dominantes en todas partes salvo en China (aunque por compra, no por donación).

Si bien las democracias europeas y estadounidense gestionaron mal el impacto de la pandemia sobre la salud, especialmente en 2020, resultaron bastante efectivas para gestionar los impactos económicos, sociales y políticos en el medio plazo. Mostraron gran resistencia y capacidad de adaptación.

En el momento actual las democracias del mundo ofrecen un mejor panorama poscovid que China, y lucen mucho mejor que Rusia, duramente golpeada por la pandemia e incapaz de producir una vacuna que convenciera a su propia gente, no digamos a los mercados de exportación. Este fracaso y esta debilidad probablemente están en el trasfondo de la guerra actual.

El mundo en guerra

Y luego vino Ucrania. Son las noticias diarias de la guerra las que mantienen hoy, justamente, nuestra atención. Pero podemos también reconocer algunos puntos fundamentales que se derivan de ella y que tienen implicaciones para el futuro.

El primero es que el 4 de febrero, mientras las Olimpiadas de Invierno se inauguraban en Pekín, Vladímir Putin y Xi Jinping firmaron e hicieron pública una declaración acerca de cómo Rusia y China entraban en una asociación estratégica que “no conocería límites”. En su anuncio conjunto, estas dos superpotencias afirmaron tener ahora una relación activa que utilizarán para oponerse y debilitar a Occidente –justo como Richard Nixon, cincuenta años atrás, utilizó su apertura hacia China para debilitar a la Unión Soviética–. Dijeron que quieren ver algunos cambios importantes en el modo en que opera el sistema político, económico y de seguridad en todo el mundo, lo que significaría el final de los últimos vestigios de dominación occidental. Demandan un papel más relevante de las instituciones multilaterales en la gobernanza mundial, pero sus palabras y las posteriores acciones rusas mostraron que en realidad piensan que las superpotencias mundiales –como ellos mismos, más presumiblemente Estados Unidos– pueden actuar según reglas distintas. O, más bien, sin regla alguna.

Veinte días después, y tras esperar a que terminara la ceremonia de clausura de las Olimpiadas de Invierno, Putin ordenó a su ejército invadir Ucrania, exhibiendo de modo dramático el desprecio de esa superpotencia por las normas. Esto provocó una guerra importante en el continente europeo por primera vez desde 1945, una guerra que llega hasta las mismas fronteras de la Unión Europea.

Aquí lo destacable es que la guerra comenzó con un claro apoyo de China y evidenció que la relación activa entre dicho país y Rusia se extiende mucho más allá del comercio. Desde entonces, China ha refrendado su apoyo diplomático a Rusia, aun si militarmente ha mantenido su distancia.

El segundo punto sobre esta guerra es que los objetivos de Rusia, tal y como fueron expuestos por Putin a lo largo de muchos meses y años, se extienden hasta la reconquista completa de Ucrania y de otros países que pertenecieron anteriormente al Imperio ruso en el siglo XIX y a la Unión Soviética en el XX. Más que aludir a sistemas políticos o a valores, estos objetivos declarados son de naturaleza imperial y territorial. La invasión rusa, de ser exitosa, abriría la posibilidad de una nueva era de imperialismo y de utilización del control territorial como arma estratégica.

El tercer punto regresa a la cuestión del armamento nuclear. Este es el primer conflicto desde principios de la década de 1960 en el cual una superpotencia habla activa y públicamente de utilizar armas nucleares. No sabemos en qué medida Putin o el mando militar han considerado esta vía de acción. Pero sabemos que la amenaza general de usar dicho armamento ha formado parte de discursos tanto de Putin como de su ministro de asuntos exteriores, Serguéi Lavrov. Y podemos ver que en la televisión estatal rusa se habla sin tapujos del uso de armas nucleares, de un modo deliberadamente escandaloso.

Esto quizá tenga la intención de que los rusos perciban que su ejército es poderoso, cuando sus fracasos en Ucrania han demostrado su debilidad e incompetencia. Pero sabemos que también hay una lógica militar que se deduce de eso: que el fracaso o la simple debilidad rusa en Ucrania podrían llevar a Putin a utilizar un arma nuclear como una exhibición desesperada de poder, para forzar la rendición del país invadido.

Ciertamente podemos, con algo de fundamento, tener la esperanza de que el mando ruso no utilizaría armas nucleares, porque sabe muy bien cuáles serían las consecuencias –no solo para sus enemigos sino para ellos mismos–. Sin embargo, el punto crucial es que, por primera vez después de muchas décadas, no podemos estar seguros.

Esta es también la razón por la cual la respuesta occidental a la invasión rusa –liderada por Estados Unidos y seguida con mucha determinación por los países europeos y Japón– ha sido cautelosa, unificada y sostenida. Ha sido cautelosa al reducir la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial si se entrara en conflicto militar directo con una superpotencia nuclear. Ha sido unificada porque todos estos ricos aliados comparten el punto de vista de que este no es un conflicto local sino uno de alcance mundial y de vital importancia. Y ha sido hasta ahora sostenida por la convicción de que solamente una presión económica y militar constante puede evitar que Putin logre sus objetivos.

El conflicto, y la respuesta occidental por medio de sanciones económicas sin precedentes, está teniendo un efecto considerable en las tendencias económicas mundiales. Al perturbar la oferta de energía y otras materias primas está provocando inflación y restructurando la globalización. Pero no podemos saber en esta etapa cuál será el resultado, militar o económico, ni qué tipo de consecuencias sobrevendrán. Lo que sí sabemos es que el espectro de resultados posibles es bastante amplio, por desgracia.

Incertidumbre radical

¿Hacia dónde nos está llevando todo esto? La verdad elemental es que no sabemos, porque no podemos saber. Por ende, debemos ser cuidadosos cuando distinguimos aquellas pocas cosas que sí sabemos de las muchas que no.

Los tres acontecimientos importantes que he descrito –la guerra comercial, la pandemia y la guerra en Ucrania– eran todos predecibles, en el estricto sentido de que mucha gente influyente dijo que esas cosas podían ocurrir. Pero eran por completo impredecibles en el sentido de que no teníamos modo de saber si en efecto ocurrirían, y ciertamente no teníamos idea de en qué momento.

Algo similar puede decirse de otros importantes acontecimientos que han sacudido al mundo: los ataques del 11S, por ejemplo, o el colapso financiero. Por el tamaño, complejidad e interconexión de nuestro sistema mundial, semejantes acontecimientos pueden tener ahora impactos mucho mayores en comparación con épocas pasadas. Este es un precio, se puede decir, de nuestro propio éxito.

Todo lo cual lleva a la necesidad de entender que estamos viviendo en un mundo de incertidumbre radical, un concepto popularizado por John Maynard Keynes durante la década de 1930. La tesis de Keynes –que ha tenido un nuevo auge gracias al exgobernador del Banco de Inglaterra Mervyn King y al renombrado economista John Kay, que utilizaron la expresión como título de un libro reciente– era que, cuando se piensa en posibles acontecimientos del futuro, es importante distinguir entre el riesgo y la verdadera incertidumbre.

Los riesgos son algo que podemos calcular. Podemos decir que el rendimiento de una inversión o de una actividad determinada debe ser mayor al riesgo calculado. La verdadera incertidumbre es algo que no podemos calcular en absoluto. No había modo de asignar un porcentaje de probabilidad al riesgo de que una pandemia mundial se desatara y matara a más de veinte millones de personas.

En semejantes condiciones de incertidumbre radical no tiene mucho sentido planear en función de todo tipo de acontecimientos potenciales que no podemos prever. Es por eso que la mayoría de los planes para la pandemia resultaron inútiles. En cambio, lo que necesitamos es generar la habilidad de aprender y hacer nuestros sistemas más flexibles. De este modo, acaso estaremos más preparados para reaccionar si lo desconocido se presenta.

En la práctica, el gran triunfo de la pandemia consistió en aprender, con increíble rapidez, a fabricar nuevas vacunas. También nos adaptamos, al igual con gran velocidad, a nuevas maneras de trabajar y vivir.

Dada la existencia de la incertidumbre radical, ¿qué más sabemos? Yo citaría cinco grandes cosas, más allá del valor de la humildad y de aprender de nuestras predicciones fallidas:

  • Sabemos que el espectro de futuros posibles para la humanidad es más amplio de lo que pensábamos.
  • Sabemos que, a menos que el propio régimen ruso cambie como resultado de esta guerra, Rusia estará sustancialmente aislada de Occidente durante un tiempo considerable. Pero sabemos también que esta nueva “guerra fría” será parcial, dado que la mayor parte de los países del mundo no participarán.
  • Sabemos que, por lo pronto, el mundo no se está dividiendo en dos bloques rivales –Occidente, o las democracias, contra las autocracias–, dado que muchos países de Asia, África y Latinoamérica están evitando involucrarse. Entienden que, en un mundo donde el poder está ampliamente distribuido y no se puede realmente depender de nadie, no tiene sentido alinearse a un solo campo. El mundo es complicado, no simple ni binario.
  • Sabemos también que, si bien China y Rusia han establecido su asociación estratégica, no la han convertido todavía en una relación operacional y activa –una con obligaciones firmes o compromisos mutuos–. De hecho, China insiste en puntualizar que es una asociación, no una alianza.
  • Finalmente, sabemos que la globalización, para bien o para mal, no está muerta –puede traer virus, terrorismo y un desastre nuclear, pero también vacunas, tecnología digital increíble y el veloz intercambio de ideas–. También sabemos que los factores de los que depende la globalización son abrumadoramente políticos.

Lo cual nos lleva a la lista de las cosas importantes que no sabemos:

  • No sabemos si el armamento nuclear será utilizado en la guerra de Ucrania o en conexión con ella, incluso si pensamos que cada vez son mayores las posibilidades de que armas nucleares sean utilizadas ahí o en conflictos futuros.
  • No sabemos si el curso futuro de la política, particularmente de las superpotencias, incluirá un asalto sostenido contra la globalización, a través de la reconstrucción de altos muros contra el intercambio económico e intelectual.
  • No sabemos si China elegirá reforzar o hacer operativa su relación con Rusia, o mantenerla laxa y no militar como lo es hoy día.
  • En esta era de competencia entre superpotencias, no sabemos si Estados Unidos y China están destinados a colaborar, competir o incluso combatir. Hay amplios motivos para especular sobre cualquiera de estas orientaciones. Todas son posibles.
  • En particular no sabemos si China va a emprender la conquista de Taiwán por la fuerza para obtener lo que ve como la victoria final en la inconclusa guerra civil china, con lo que se arriesgaría a un conflicto con Estados Unidos y otros países, o si va a aceptar el statu quo indefinidamente.
  • Esto a su vez significa que no sabemos si lo que nos gusta llamar el “orden basado en reglas” puede ahora ser rescatado, revivido o reconstruido. Las instituciones mundiales parecerían más necesarias que nunca, pero se encuentran en muy mal estado. Y es que instituciones mundiales nuevas o reforzadas dependen en lo crucial de un acuerdo entre las superpotencias.

Estamos en una era de incertidumbre radical. ~

Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Prospect.

Website | + posts

es un periodista y editor inglés, autor de catorce libros y editor de The Economist de 1993 a 2006. Es presidente de la Japan Society del Reino Unido.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: