Cruzada contra la ley trans

No hay un compromiso político por entender el fenómeno y propiciar una ley garantista sobre los derechos de las personas trans. Interesa imponer un relato sobre la transexualidad.
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En vísperas del 8 de marzo, el movimiento feminista español está en declive y más dividido que nunca. Prueba de ello es el clima de polarización que se respira estos días en los medios, en las redes o en las propias instituciones. Aunque las diferencias entre las distintas corrientes del feminismo eran latentes con respecto a determinados temas, como la prostitución o la gestación por sustitución, el conflicto ha estallado a propósito de la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans, en adelante “ley trans”.

El último borrador que ha presentado el Ministerio de Igualdad ha generado una gran polémica. En este contexto, muchos aprovechan para creerse sus propias mentiras y esconder sus particulares contradicciones. Me refiero tanto a aquellos que defienden el texto como si constituyera un símbolo de fe como a quienes desprecian el borrador avivando una loca saga de pánicos morales. Aquí se dan cita muchos admiradores de Judith Butler y el constructivismo social, pero también personalidades que, pese a catalogarse como “progresistas”, comparten casi las mismas obsesiones que Jair Bolsonaro.

Otros, por supuesto, no se atreven ni a piar. Porque cuando hablamos de la “ley trans”, por mucho que las preguntas sean legítimas y el análisis necesario, se corre el riesgo de salir escaldado y cancelado.

Sospecho que no hay un compromiso político por entender la transexualidad y propiciar una ley garantista sobre los derechos de las personas trans. Interesa, al menos en términos generales, imponer un relato sobre el fenómeno de la transexualidad. Es el pulso entre el género y el sexo, esto es, entre las posiciones del feminismo radical y cultural (que tradicionalmente vienen siendo afines al PSOE) y las posiciones del feminismo queer e interseccional (que han confiado sus demandas a Unidas Podemos).

La norma, que todavía no se ha registrado en el Congreso, recoge tres cuestiones básicas: la despatologización de la transexualidad, una mayor protección frente a la discriminación en diferentes ámbitos sociales y lo que se ha denominado, erróneamente, autodeterminación de género. Digo erróneamente haciendo hincapié en la cuestión terminológica porque lo que plantea el fenómeno de la transexualidad es la identidad sexual (es decir, el sexo psicológico), pues existe una incongruencia entre el sexo psicológico y el sexo asignado al nacer según las características genitales de la persona.

Creo que estas cuestiones son legítimas y merecen ser contempladas con precisión y seguridad jurídica. Es una buena noticia que nuestro país avance en esa dirección, es decir, ampliando derechos y apostando por una ley donde la transexualidad no se considere un trastorno. Pero, por desgracia, existen demasiadas prisas, intereses políticos y sensibilidades ideológicas como para abordar estas cuestiones con la objetividad y la seriedad que merecen.

El tema está alcanzando un nivel de torpeza y agresividad preocupante. Tanto es así que se criminaliza a quien reivindica un aspecto básico en cualquier debate que aparece en una sociedad democrática: el derecho a la duda. Es bastante tóxico defender que determinadas preguntas ponen en riesgo los derechos de las personas trans y constituyen un ejercicio de transfobia. Con esto no quiero justificar ni disculpar a quienes afirman que la ley busca “borrar a las mujeres”. También me resulta obsceno que se acuse de misoginia a las personas trans, cuando el objeto de sus reivindicaciones se basa, en términos generales, en reivindicar la despatologización de su condición y exigir seguridad jurídica ante la discriminación.

Hay argumentos que cuestionan el texto con sensibilidad, bajo la pretensión de mejorarlo, y otros que, en cambio, recurren al pánico para dificultar el avance de la ley. A riesgo de que haya quien desconfíe, yo me sitúo en el primer grupo. He hallado un conjunto de contradicciones, imprecisiones y lagunas que se encuentran en el borrador, las cuales creo que deben ser discutidas al amparo de nuestra democracia.

Ser trans no es un trastorno

La transexualidad no es una enfermedad ni un trastorno mental. En el año 2018, la Organización Mundial de la Salud (OMS), organismo dependiente de las Naciones Unidas, reconoció por primera vez que la condición de transexualidad no es objeto de una patología o desorden mental.

Según la OMS, la transexualidad implica “una incongruencia marcada y persistente entre el género experimentado del individuo y el sexo asignado, que a menudo conduce a un deseo de ‘transición’ para vivir y ser aceptado como una persona del género experimentado a través del tratamiento hormonal, la cirugía u otras prestaciones sanitarias para alinear el cuerpo, tanto como se desee y en la medida de lo posible, con el género experimentado. El diagnóstico no puede asignarse antes del inicio de la pubertad. El comportamiento y las preferencias de género por sí solas no son una base para asignar el diagnóstico”. Estas palabras se recogen en la nueva Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), la CIE-11, y que entrará en vigor en enero de 2022. En concreto, aparecen en el capítulo sobre “condiciones relativas a la salud sexual”.

La CIE se revisa cada cierto tiempo de acuerdo a la evidencia científica y las condiciones de salud global, especialmente en lo que se refiere a la atención y acceso de recursos sanitarios y tratamientos efectivos. En el caso de la revisión que se hizo sobre la transexualidad, la cual recayó en el grupo de trabajo de la Clasificación de Trastornos Sexuales y Salud Sexual, se valoró la literatura científica disponible, la información clínica y de política pública en vigor, la utilidad clínica y la experiencia que hasta el momento se había tenido con las categorías diagnósticas más importantes de la CIE-10 en diversos contextos y sistemas de salud (Reed, et al., 2013).

Asimismo, se consultó a varias entidades internacionales como el Parlamento Europeo, la Asociación Mundial Profesional de Salud Transexual (WPATH, por sus siglas en inglés), la Acción Global para la Equidad Trans (GATE), la Fundación Agnodice de Suiza, la AktionTranssexualität und Menschenrecht de Alemania, la Asociación Psicológica Americana, la Asociación LGBT de Dinamarca, la Revise F65 de Noruega y la Société Française d’Etudes et de prise en Charge du Transsexualisme en Francia (Robles-García y Ayuso-Mateo, 2019).

Este grupo de trabajo concluyó que la transexualidad no era un trastorno mental, dado que no provocaba un malestar significativo, disfunción o discapacidad por sí mismo. Es decir, el malestar asociado con la transexualidad era debido al rechazo social y estigma a esta condición; y no por las variables asociadas a la transexualidad (Robles et al., 2016).

Partiendo de esto, realizaron algunos cambios: 1) se modificó la categoría CIE-10 F64.0 Transexualismo y se sustituyó por “Discordancia de Género en la Adolescencia y Adultez” y 2) se modificó la categoría CIE-10 F64.2 Trastorno de Identidad de Género en la Infancia por “Discordancia de Género en la Infancia”. Para la OMS, el cambio del término “Identidad” por “Incongruencia” (en castellano, también traducido como discordancia) tuvo como principal propósito reducir el estigma, procurando así que la atención no recayera en el estado mental de la persona.

Teniendo en cuenta esta información y que España es un país miembro de la OMS, resulta como mínimo cuestionable que la ley que prepara el Ministerio de Igualdad recoja la despatologización de la transexualidad, pero recurra a términos que la OMS considera que aumentan el estigma, como “identidad”. Asimismo, resulta extraño que mientras que la CIE-11 habla de que la condición de transexualidad no puede identificarse antes del inicio de la pubertad, la ley del departamento de Montero no haga ninguna alusión a ello

Este galimatías puede distorsionar las expectativas puestas sobre la ley, pero también el papel de los profesionales de la salud, incluso cuando estos puedan orientarse desde una postura no patologizante y una orientación afirmativa sobre la identidad trans. Y aquí afloran las preguntas, ¿podrá una persona trans acusar y denunciar a un profesional de la salud por transfobia al referirse a su condición como una incongruencia y no como una “identidad”? ¿Cómo se llevará a cabo la formación a profesionales que contempla el borrador, basándose en los términos “incongruencia” y “discordancia” que propone la OMS como no patologizantes o haciendo uso de términos propios del activismo social como “identidad de género”? ¿Por qué términos deben optar los medios de comunicación para no aumentar el estigma hacia las personas trans? ¿Qué lenguaje debe manejar una ley para designar una realidad común, el que se proponen desde el activismo o el que barajan los profesionales de la salud de la OMS?

¿Cómo conciliar la postura de la CIE-11, que considera que no se puede identificar a un menor como trans hasta la pubertad, con la idea de que, según la ley de Montero, bastaría con la mera declaración expresa? En los casos de menores que no se encuentren en la pubertad, el Tribunal Constitucional ha sentenciado que no se les puede negar el cambio de sexo registral cuando se acredite “suficiente madurez” y una “situación estable de transexualidad”.

De esta sentencia se hace eco el propio borrador y por tanto, de ello se deduce que deben existir criterios objetivos sobre la identidad sexual de un menor y que estos, deben ser evaluables. Sin embargo, la ley de Montero no explicita nada al respecto y otorga a la “declaración expresa” un valor categórico, también en el caso de los menores. Esta cuestión ni queda recogida en la propia jurisprudencia ni constituye una recomendación de la OMS.

El preámbulo de la norma

El preámbulo se articula en diversos contenidos, entre ellos, el artículo 10 de la Constitución Española, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Organización de las Naciones Unidas, el Consejo de Europa y la CIE-11. También alude a los Principios de Yogyakarta, que recogen aspectos sobre orientación sexual e identidad sexual para los estados, pero que no constituyen un instrumento vinculante.

Se incluye también un estudio publicado en The Lancet para justificar la discriminación estructural que sufren (Scheim, Perez-Brumer y Bauer, 2020). Esta investigación señala que los documentos que reflejan la identidad sexual de la persona (en este caso, de una persona trans) se asocian a una disminución de la angustia psicológica y el riesgo de suicidio. Los datos se obtienen de la mayor encuesta que se ha realizado en EE.UU con personas trans. ¿Acaso no sería más coherente recurrir a estudios donde la muestra sea española y se recoja el impacto en la salud mental de la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, actualmente vigente?

No existe un consenso sobre los contenidos que se deben incluir en este apartado. El preámbulo es orientativo. Sin embargo, resulta ciertamente extraño que una norma que se presenta como “exhaustiva” prescinda de datos concretos sobre la población española trans.

Un sujeto sexuado ahogado en forzosas terminologías

Lo indefinido y lo difuso también se dan cita en el borrador. Cuando hablamos de transexualidad nos referimos a la condición sexuada de un individuo, por tanto, sería conveniente clarificar esta realidad y sus matices. Sin embargo, el anteproyecto de ley no recoge ninguna base explicativa sobre la transexualidad y, ante ello, acaba por despachar el debate sobre qué es el género y qué es el sexo. Esto es, concluye erróneamente que identidad de género e identidad sexual son sinónimos. Ambos términos, aunque apelan a realidades diferentes, son definidos como la misma cosa: “la vivencia interna e individual del género tal y como cada persona la siente y autodefine, pudiendo o no corresponder con el sexo asignado al nacer”.

En efecto, no parece existir un esfuerzo previo en el plano conceptual. Se busca acomodo en el debate a través del paraguas del totum revolutum. Lejos de conceptualizar y aclarar en qué consiste la transexualidad, la ley desvirtúa su propia condición e incluso llega a sugerir que se trata de una elección.

A mi juicio, gran parte de la torpeza de la norma se encuentra en la confusión entre el sexo biológico y el sexo psicológico (algo que nadie elige) con el género (social, cambiante). Estas diferencias terminológicas y conceptuales generan gran confusión no solo para la ciudadanía, también para el propio legislador.

La identidad sexual es un proceso complejo que comienza en la etapa prenatal y en el que intervienen diferentes factores biológicos, cognitivos, emocionales y sociales. Hablamos de cómo nos identificamos (hombre o mujer). Dependiendo de los autores, se desarrolla entre el primer y cuarto año de vida, sin embargo, esto no significa que la identidad sexual se complete en esta etapa. Así, puede desarrollarse de forma íntegra al final de la infancia o a principios de la adolescencia.

Considero básico no desmerecer este aspecto teórico, pues no es lo mismo que un niño o una niña comprenda, a medida que se desarrolla intelectualmente, su identidad sexual (sexo psicológico) (Hare et al., 2009; Smith et al., 2015; Guillamón, Junqué y Gómez-Gil, 2016) que el hecho de que adquiera una identidad de género (la asimilación de los roles que se relacionan con cada uno de los sexos en el contexto concreto en el que crece ese sujeto y que por tanto, puede variar según la cultura e incluso el ciclo vital) (Hort, Leinbach y Fagot, 1991). Utilizar como sinónimos identidad sexual (sexo psicológico) e identidad de género podría suponer que la normativa jurídica no diferenciara entre la naturaleza psicobiológica del sexo y el género como construcción social.

Asimismo conviene aclarar esto, porque una persona trans no cambia de sexo (otra cosa distinta es que decida someterse a una cirugía de reasignación genital o modifique su fenotipo con terapia hormonal o cirugía). No cambia su categoría sexual porque la transexualidad no es una elección. El cambio que desarrolla una persona trans es con respecto a la categorización sexual que la sociedad le asignó considerando única y exclusivamente la apariencia de sus genitales.

En conclusión, la evidencia científica y la precisión terminológica puede acabar desafiando las expectativas ideológicas de determinados sectores.

Personas trans menores

Es posiblemente uno de los puntos que más sospechas despierta. En el Título I. Derecho a la identidad de género libremente manifestada, Art. 6. Personas trans menores de dieciocho años, se dice que “los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para garantizar a las personas trans menores el libre desarrollo de la personalidad y la integridad física, conforme a su identidad de género, así como las condiciones materiales y afectivas que les permitan vivir dignamente y alcanzar el máximo bienestar, valorando y considerando como primordial el interés superior de la persona menor en todas las acciones y decisiones que le conciernan”.

Resulta curioso que si bien se pretende proteger al menor, se privilegie su identidad de género, por encima de otros condicionantes que pudieran constituir un menoscabo al libre desarrollo de su personalidad y la integridad física. Por ejemplo, no se contempla la posibilidad de que un niño o niña pueda exhibir un comportamiento de género cruzado (y no por ello, ser trans) o que puedan darse falsos positivos. Si como dice la ley, para reconocer la identidad de género de una persona basta con la libre declaración de la misma, sin la necesidad de prueba psicológica o médica, ¿cómo se prevé conocer si esa afirmación no está relacionada con otros problemas comportamentales en el caso de un menor de 4 o 5 años? ¿Se puede afirmar con rotundidad que todos los niños de 4 o 5 años son conocedores de que la identidad sexual tiene un carácter estable e inmutable?

Este punto también choca con las precisiones diagnósticas que la CIE-11 propone en la discordancia de género en la infancia. Con el objetivo de evitar los falsos positivos, al incluir a niños que muestran conductas o intereses de variabilidad de género, ha aumentado el criterio temporal requerido para valorar que un menor es trans. Ese criterio oscila entre los 6 meses y los 2 años. Es decir, en ningún momento la OMS, en sus esfuerzos por despatologizar la transexualidad, asume que basta con una declaración por parte del menor y que dicha declaración es suficiente para considerar que un menor es trans. El caso es distinto cuando hablamos de personas adolescentes y adultas. Según la CIE-11 en estas etapas en lugar de esperar dos años, se reduce el criterio a unos meses para así asegurar el acceso a servicios de salud especializados.

Si la ley que propone Montero no sigue el modelo de despatologización de la transexualidad que defiende la OMS, ¿entonces qué directrices está siguiendo para tal fin? ¿Unos criterios elaborados por sus propias asesoras o por las entidades que participan en la elaboración de la normativa? ¿Tienen esos criterios una rigurosa base científica para así asegurar que no se está comprometiendo el libre desarrollo e integridad del menor?

Medidas en el ámbito de la salud y el deporte

Las medidas que recoge el proyecto de ley en el ámbito deportivo pueden ser integradoras y evitar la discriminación de las personas trans, pero también puede dar lugar a una situación de desventaja tanto en lo que respecta a las propias personas trans como a las personas cisexuales ya que la norma pasa por alto la regulación que el COI ya tiene sobre la competición y las personas trans y que tienen que ver con los niveles de testosterona aceptados, entre otros.

La despatologización de la transexualidad se acompaña de un nuevo modelo de atención sanitaria para las personas trans. Esto queda incluido en el Capítulo II. Medidas en el ámbito de la salud. Según el anteproyecto de ley, la administración pública será la encargada del diseño de diferentes protocolos sanitarios, los cuales deben integrar una “perspectiva despatologizadora”. Sin duda, es una cuestión interesante, pero que carece de sentido al no quedar definida de forma clara y objetiva en el marco de la ley. ¿Qué perspectiva desapatologizadora habrá que aplicar? ¿La que se puede interpretar, al gusto, en la ley? ¿La que ha definido la OMS?

El anteproyecto tampoco especifica qué profesionales serán encargados de desarrollar dichos protocolos y si participará una única categoría profesional o se tratará de equipos multidisciplinares. Lo que sí se señala es que los protocolos sanitarios se realizarán en colaboración con las organizaciones sociales que defiendan los derechos de las personas trans.

Sobre el modelo de atención sanitaria, primará la atención ambulatoria y la atención primaria. Así se está funcionando ya en varias CCAA También se contempla la creación de áreas de especialización, pero una vez más no se especifica qué áreas serán: ¿psicología? ¿endocrinología? ¿cirugía? ¿bajo demanda? El hecho de que se prescinda de un itinerario común para las CCAA puede generar muchas diferencias territoriales, una cuestión que justamente se quería corregir y evitar con una ley trans estatal.

En cuanto a las medidas sanitarias, también llama la atención que no se valoren las condiciones de desgaste en el que se encuentra el sistema sanitario por la covid-19, sobre todo atención primaria.

Dentro de este capítulo también llama la atención el Art 30. Al parecer solo se prevé formación en “enfoques no patologizadores” en los profesionales de la salud mental. Fisios, endocrinos pediatras, sexólogos, logopedas… parecen quedar al margen de dicha formación. ¿El motivo? Un olvido o un misterio.

Hormonación en menores

El anteproyecto de ley contempla dos tipos de terapia hormonal: los bloqueadores hormonales y la hormonación cruzada. Los primeros son recomendados cuando se inicia el desarrollo puberal, aproximadamente en el estadio II de la escala de Tanner (el cual mide la maduración sexual). Se dirigen a menores con edades comprendidas entre los once, doce o trece años. Esta terapia hormonal retrasa los cambios físicos de la pubertad y es de tipo reversible. De modo que, una vez que se interrumpa la hormonación, comenzará el desarrollo de los caracteres puberales secundarios. Por otro lado, la hormonación cruzada se recomienda a partir de los dieciséis años. En este tipo de hormonación, los chicos que tienen ovarios empiezan a tomar testosterona y las chicas que tienen testículos toman estrógenos y antiandrógenos.

La mayoría de edad sanitaria, esto es, 16 años o mayor hace posible actualmente que un menor de 16-17 pueda acceder a la hormonación cruzada. También puede tomar anticonceptivos. La administración hormonal está pautada y se fundamenta en los Estándares Asistenciales de la Asociación Mundial para los Profesionales de la Salud Transgénero (WPATH, por sus siglas en inglés). Estas pautas tienen un alcance internacional y están sujetas a continuas revisiones. La terapia hormonal se relaciona con una disminución en el malestar y la ideación suicida. Esto es, se trata de evitar que jóvenes trans se suiciden y desarrollen problemas psicológicos.

La hormonación cruzada tiene un efecto bioquímico/endocrino que provoca cambios fenotípicos para adecuar los caracteres sexuales secundarios a la identidad sexual. Además, altera los valores de las pruebas de laboratorio. Creo que la cuestión más polémica en este tema recae en los efectos de la hormonación cruzada a largo plazo.

Más allá de esto, creo que se están generando muchos pánicos en cuanto al tema de la terapia hormonal y los menores trans. La ley no hace referencia en ningún momento a que niños que no se encuentran en la pubertad puedan ser hormonados.

Es necesario, por otra parte, señalar que se desconocen los efectos a largo plazo de la hormonación cruzada en la salud. Esto debería ser un punto de reflexión, pues la literatura científica disponible no es concluyente en ese aspecto (Gooren y Lips, 2014; Klaver et al., 2017; Defreyne et al., 2019; Luliano et al., 2021; Connelly, 2021).

Menores y situación de riesgo

En el Título I. Derecho a la identidad de género libremente manifestada, Art. 6. se hace mención a la situación de riesgo. La situación de riesgo es aquella situación de conflicto familiar, social o educativo donde un menor resulta perjudicado en su desarrollo personal, familiar, social o educativo y que exige la intervención de los organismos de protección de la Comunidad Autónoma. Para quien no lo sepa, la situación de riesgo es entendida como la situación previa a declarar a un menor en desamparo. Y sí, esa situación de riesgo es contemplada en la ley trans haciendo referencia a que “no se respete” la “identidad de género” del menor.

Cuando un menor es declarado en desamparo, la autoridad pública asume las funciones de guarda de los menores a los efectos del art. 172.1 Código Civil y desposee de ella a los padres o tutores. ¿Qué supondrá esto? Los padres o tutores que se opongan al ejercicio del derecho a la autodeterminación de la identidad de género de sus hijos menores de 16 años podrían ser investigados por los Servicios Sociales de la Comunidad Autónoma. De modo que, esos padres o tutores pueden ser privados del ejercicio de la guarda y custodia de sus propios hijos. Las razones por las que unos padres o tutores se pueden oponer a la identidad sexual de su hijo/a pueden ser variadas: dudas, prefieren esperar unos meses tras haber recibido asesoramiento profesional, rechazo, intolerancia… La cuestión es que todas estas situaciones, muy diferentes entre sí y con distintas implicaciones, pueden llegar a interpretarse como una forma de “no respetar” la identidad sexual del menor. El punto, como se puede observar, no introduce ningún tipo de excepción. Todo queda a la libre interpretación del juez. Las dudas que pueda tener al respecto una familia no pueden suponer que el menor sea separado de sus progenitores o tutores. Cabría asimismo considerar que la privación del entorno familiar puede acabar repercutiendo negativamente en el desarrollo y bienestar del menor.

No hay que olvidar aquí el papel de las familias que, independientemente de su inclinación política e ideológica, han puesto sus esperanzas en la ley para proteger a quienes más quieren: sus hijos e hijas. Quieren acompañarles en su proceso de crecimiento, con la mejor voluntad y con un amor infinito. Por ello, es importante que lo que ha venido a llamarse en la norma “autodeterminación de género” y a lo que se ha dado un valor absoluto no conduzca a situaciones absurdas y extrañas con respecto a los menores y sus familias.

El caso de Keira Bell debería ser objeto de reflexión. Bell, fue diagnosticada de “disforia de género” y sometida a terapia hormonal con 16 años. Al año, inició el tratamiento con testosterona (hormonación cruzada) y posteriormente, ya con 20 años, se sometió a una doble mastectomía. Bell se arrepintió de estos cambios y acabó demandando al Servicio Nacional de Salud Británico. Ella expone que su diagnóstico de “disforia de género” fue precipitado y los Tribunales le han dado la razón. Así, han dictaminado que es poco probable que los menores de 16 años puedan dar su consentimiento informado al tratamiento hormonal, comprendiendo sus riesgos a largo plazo y más, tratándose de un tratamiento experimental.

Sí, es un caso excepcional. Pero también lo fue el caso de David Reimer, quien desgraciadamente acabó suicidándose. Los derechos de los menores trans deben encauzarse en procesos garantistas y no en un mero brindis al sol.

Sexo registral

Otro punto caliente es el Título I. Derecho a la identidad de género libremente manifestada Art 5. Apoyo que las personas trans no tengan que ser sometidas a pruebas psicológicas o médicas de la misma forma que no somos sometidas las personas cisexuales en cuanto a la identidad sexual. Hasta ahí todo muy bien. El problema es que la realidad es mucho más compleja. Existen trastornos mentales donde un individuo puede manifestar ser mujer e incluso una persona cisexual podría fingir ser trans para optar a un puesto laboral.

Obviamente, en el caso de un trastorno mental una evaluación/prueba psicológica es necesaria en términos de salud. Pero el punto 1, apartado a) niega en términos absolutos y categóricos esta situación. Ahí va: “sin que pueda mediar discriminación… por enfermedad”.

En lo que respecta a la hipotética situación de que una persona finja ser trans quiero hacer dos matizaciones. En primer lugar, defiendo que la ley no debería ser impugnada en el que caso de que puedan darse casos de fraude si el trámite sigue adelante y finalmente, entra en vigor. En segundo lugar, como ya he mencionado anteriormente, el hecho de que la “autodeterminación de género” se aplique en términos absolutos y sin criterios objetivos, es lo que da pie a este tipo de deducciones, las cuales pueden ser poco probables, pero no por ello imposibles.

El Estado está llamado a responder a las necesidades y derechos de las personas trans. Entiendo y comparto que la norma actual se ha quedado obsoleta en muchos aspectos y que es urgente proporcionar un marco garantista para todas las personas trans, con especial atención a los menores. Es absolutamente falso que la ley busque “borrar a las mujeres” o desproteger a las mujeres ante la violencia de género. Tampoco el borrador de ley plantea la hormonación ni la cirugía obligatoria de las personas trans. Sin embargo, es necesario reconstruir el planteamiento de la autodeterminación, proporcionándole una base epistemológica acorde a la condición sexuada de las personas y al margen del desmesurado protagonismo del constructivismo social. La transexualidad no es una etiqueta identitaria sino una condición sexuada. Importa no confundir las reivindicaciones por los derechos humanos con las trincheras ideológicas.

Por otro lado, frente a la simplificación de muchos de los puntos del borrador y los conflictos que genera, sigue siendo básico el debate y por ende, alcanzar consensos. Solo a través de la discusión y el conocimiento podremos tener un texto definitivo que proteja con garantías los derechos de las personas trans.

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Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).


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