Como San Pablo a los tesalonicenses, nos pidieron que fuéramos virtuosos… y que luego vendría la consagración y la felicidad. Con la virtud, nos dijeron también que asumiéramos el entusiasmo (ciertamente el apático se las vio difícil a partir de 1959), aunque en una frailuna mixtura con la obediencia: que para dictar ya había un Partido, uno solo, con eso bastaba, y un líder carismático para hacer lo que saben hacer los líderes carismáticos: dirigir a las masas por el bien de las masas e introducir su icono en el imaginario y el día a día de cada familia. Hacemos todo esto por usted, ¿oyó?
Lo que no quedó claro, o lo que muchos no tuvieron en cuenta en medio de aquel primer período de efervescencia, fue qué harían con quienes no se subieran a esa carroza eufórica o con aquellos otros, implicados hasta el punto de haber arriesgado sus vidas para llegar ahí, a los que no les agradara la manera en que el galeón se escoraba hacia el totalitarismo.
Pronto llegaron las penas de muerte, los destierros, los campos de trabajo y más adelante los mítines de repudio, de los que fui parte y testigo con nueve años en la primavera de 1980. Tomaba cuerpo aquello que adelantaba Roberto Fernández Retamar en el poema titulado “Revolución nuestra, Amor nuestro”: que “los fuegos apagados en la Sierra/volverían a encenderse, para que la isla se conservara”. La Revolución cubana, como todavía dice alguien de mi familia, “tiene que defenderse”.
A defender, a conservar, a “ser continuidad” de una idea errada y poco plural de país se han dedicado en estos días las autoridades cubanas, las fuerzas del orden y una parte de la población, a medida que se acercaba el 15 de noviembre, fecha escogida por la plataforma Archipiélago para realizar la “Marcha cívica por el cambio” en varios puntos del mapa nacional, en aras de sacar al país de su situación actual.
La fecha, como sabíamos, estaba demasiado cerca del 11 de julio de este mismo año, cuando miles de cubanos se lanzaron a las calles, hartos de imposiciones y de grisura, y el gobierno se descubrió a sí mismo poco preparado para hacerle frente a la muestra de descontento más grande en 60 años, y sobre todo nada listo para negociar y cambiar.
Cuatro meses después esto último se mantiene, solo que ahora se le agrega un plan exhaustivo de prevención y de refundación del miedo. Muchos de los que se lanzaron a las calles en julio continúan tras las rejas, abocados a penas de cárcel impensables en una democracia ordinaria; el resto de los inconformes ha observado y tomado nota. Aun así, el descontento sigue intacto, por lo que a medida que se acercaba la fecha era desplegado por parte del Poder el único plan que tiene: contener para conservar, reprimir para sobrevivir.
Si algo define al sintagma “estado de sitio” es precisamente la supuesta tranquilidad, la tensa calma que se respira en las ciudades donde es aplicado. El resultado es una paz para vender en el noticiero forjada a base de sacar mucho músculo, de hacer circular caravanas de vehículos militares a medianoche para que los vecinos graben con sus teléfonos, de plantar postas delante de las casas de quienes destacan por su activismo, de mantener un discurso enardecido e intransigente.
El panorama en las últimas horas ha estado plagado de gestos de diferentes calibres. Sin tapujo alguno –a la manera de Nicolás Maduro, Daniel Ortega o Tayyip Erdogan– les fueron retiradas las credenciales de prensa al equipo de la agencia EFE en La Habana, para 24 horas después devolvérselas a algunos de sus miembros, supuestamente tras recibir presiones del gobierno español. Mientras, el músico Roberto Carcassés se registraba con su celular en un tramo de una arteria habanera cantando su tema “No hay quién me pare”; una conga grabada junto al rapero Etián Brebaje Man y en la que –además de recordar que “las calles son de todos los cubanos”– llama al Poder a soltar “la tonfa y el bate”, en referencia al bastón policial moderno, o PR-24, y a los maderos con los que han sido entrenados los miembros civiles de las Brigadas de Respuesta Rápida para reprimir a eventuales manifestantes.
Por su parte, el gobierno avaló la organización de una marcha y una acampada “de los pañuelos rojos” en el Parque Central, convocada por jóvenes identificados con la defensa del socialismo. Ellos mismos protagonizaron al día siguiente una sentada a la que asistió el presidente Miguel Díaz-Canel para dejarse ver, como diría John Cheever en uno de sus relatos, “bailando sobre la tumba de la coherencia social”. Allí hubo canciones, aplausos y, una vez más, discurso enfático.
Horas después éramos testigos de la imagen de Yunior García Aguilera, dramaturgo y promotor de Archipiélago, imposibilitado de salir a la calle por efectivos de la Seguridad del Estado y turbas exaltadas, mostrando un cartel que decía MI CASA ESTÁ BLOQUEADA tras una de las ventanas de su apartamento. Hablamos de La Coronela, en una franja que no puede ser más popular, pero que está enclavada en las inmediaciones de los jardines y las piscinas desde donde se detenta el poder en la isla, lejos, bastante lejos de Palacio.
Y como la iniciativa represora colinda también con el absurdo, vimos el despliegue de banderas cubanas desde la azotea del edificio y las ventanas de otros vecinos para impedir que la luz entrara al único lugar vital que le queda al joven artista. García Aguilera no fue el único; varias decenas de declarados activistas y gente de a pie fueron conducidos a estaciones de la policía o confinados en sus domicilios.
Para rematar este abanico de sucesos, desde el extranjero llegaba la voz del músico Rubén Blades con un mensaje a favor de la “opinión libre”, el “ejercicio político sin represión” y el “derecho a la democracia”.
Pero demoledoras tienen que haber sido para el gobierno cubano y la izquierda más obtusa en el hemisferio las declaraciones de los músicos Leo Brouwer, Chucho Valdés y Pablo Milanés.
“En 1959 se prometió que nunca más volverían a repetirse cosas como esas [en referencia a la represión ejercida en tiempos de Fulgencio Batista], que habría libertad de expresión y elecciones libres”, recordó Valdés, de 80 años, en su página de Facebook. “Mi apoyo a Yunior García Aguilera y todos los cuban@s que él representa y luchan dentro y fuera de Cuba”, apuntó Milanés, de 75 años, en la misma plataforma, al tiempo que Brouwer, de 82, grababa un video en el que aparece con un cirio encendido en medio de la oscuridad manifestando su apoyo “a todos los cubanos que piden un país mejor” y reivindica “ese derecho a la expresión con que cada uno nace”. “Para mí es triste referirme a Cuba como el país del NO”, sentencia.
El Poder de la isla, empezando por quienes están por encima de Díaz-Canel, no puede entender que artistas de esta talla –gente de la “vieja guardia” implicada durante décadas en lo que en un momento pudo tener sentido de “proceso revolucionario”, pero que ha visto mundo, salido del feudo y entendido qué valores humanos deberían estar por encima del juego político–, les recuerden que se impone un cambio de mentalidad y que una ley de leyes debe sustituir de una vez a la tonfa y a la arenga.
Sin embargo, la tozuda realidad demuestra que lo que muchos siguen llamando “reafirmación revolucionaria” no es más que repudio a quien piensa y actúa diferente; y que lo que consideran “intransigencia”, como apunté en julio en estas mismas páginas, no es otra cosa que extremismo de la peor textura, una reminiscencia de los “camisas negras” italianos, de los pogromos en Moscú, en Kiev, en Odesa; o de las sacas y las checas de Madrid en 1936, en sintonía con lo que ha advertido el historiador Robert Darnton: que el pasado opera como una corriente oculta en el presente.
Así que el Estado ensoberbecido cubano tiene certezas que buena parte de la población no tiene. Certezas y empecinamientos. Certezas, una tonfa como cruz y bravuconería medieval. Los administradores de esa nación enfática que hace aguas por todos sus dominios han incluso olvidado a uno de sus dioses tutelares, Karl Marx, cuando dejó claro en la Gaceta Renana en 1842 que “la censura no elimina la lucha [entre verdad y falsedad], la hace unilateral, convierte una lucha abierta en una lucha oculta, convierte una lucha de principios en una lucha entre el principio sin poder y el poder sin principios”.
“Si falta la libertad de prensa todas las demás libertades son ilusorias”, cerraba el pensador alemán.
Los cubanos de hoy somos la consecuencia de un Poder con principios retorcidos, anacrónicos, pero también de la gestión de un conflicto: el de “luchar” la comida de esta noche, el de evitar que el vecino se convierta en tu enemigo, el de huir para siempre del país. Y ya han sido décadas de mucha tensión. La idea es que los que están por nacer lo hagan en una sociedad con otras garantías y, es obvio, con otros conflictos. La idea es que dejen de vulnerarse derechos esenciales, que regrese la ilusión, que la gente no quiera huir en masa.
Pero, insisto, la evidencia es tozuda, y al cierre de estas líneas se supo de la llegada del propio Yunior García Aguilera y su esposa a Madrid, en una decisión personal no menos genuina que desde varios puntos del Poder ahora mismo está siendo leída como una victoria.
Dice la historia que Iván el Terrible invadió la ciudad de Kazán y dio muerte a la totalidad de sus habitantes musulmanes para luego repoblarla con cristianos ortodoxos. A quienes mandan en Cuba bien que les gustaría enviar a todos los incómodos al exilio y repoblar aquella isla en el mar Caribe con los conformes, los enajenados que siguen viviendo en el universo paralelo, ilusionante y enfático, que bulle en sus cabezas, los que le tienen miedo a tener que trabajar y los reformistas-de-agua-con-azúcar, esos que al final no quieren que nada cambie.
(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.