China en África

Europa sigue siendo el principal inversor en África, pero este continente no sería como es hoy sin la intervención de China. Mientras unos hablan de “cooperación pragmática”, otros consideran que se trata de una forma de neocolonialismo.
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La expresión Tolo tolo gongzuo you money se ha vuelto muy popular en Etiopía. Quiere decir que si uno trabaja rápido consigue dinero, así que debe estar atento a las oportunidades. Lo curioso del lema es que mezcla tres lenguas: amárico, mandarín e inglés. Así se habla en la calle. Y con los foráneos el inglés se usa cada vez menos. Un amigo británico, un tipo rubio de piel lechosa que suele viajar a Addis Abeba por trabajo, me cuenta que los comerciantes le saludan con un ni hao, hola en mandarín. Para ellos, hoy el extranjero en África es, sobre todo, chino.

Este detalle dice mucho de cómo China ha cambiado África. Y de hasta qué punto África se ha convertido en el ejemplo de la afirmación china en el exterior. Se han escrito centenares de libros y artículos sobre el tema, pero a menudo parten de prejuicios para justificar uno de estos dos relatos: o bien que Pekín está ejerciendo un neocolonialismo sobre los países africanos o, por el contrario, que China, que no va por el mundo con las pretensiones occidentales, ha apostado por lo que otros no veían rentable. Las dos tesis tienen trampa.

El continente africano siempre ha sido estratégico para China. Le ha permitido abastecerse de recursos energéticos y materias primas, colocar sus productos en sus mercados y defender sus intereses diplomáticos. En el discurso africano del Partido Comunista están la solidaridad, el anticolonialismo y el antiimperialismo. Se habla de “cooperación pragmática”. Sin embargo, muchos le imputan justamente lo contrario: haber llegado para sustituir a Occidente como el nuevo colonizador de África.

Petardos y banquetes

Para entender cómo empezó a estrecharse la relación hay que remontarse a la Conferencia Afroasiática de Bandung, Indonesia, en 1955. Hacía apenas seis años que se había proclamado la República Popular y la obsesión de Mao era que el mundo los reconociera como la China legítima, en detrimento de la República de China, que se había establecido en Taiwán tras la guerra. Los chinos soñaban con liderar la revolución del Tercer Mundo, y aprovecharon que no tenían un pasado colonial para presentarse a los africanos como iguales. Cuenta la historiadora Julia Lovell en su fascinante ensayo Maoísmo: una historia global (Debate, 2020) que los invitaban a China y los recibían con limusinas, los clásicos dragones, petardos y banquetes. Durante la primera mitad de 1960, Mao se reunió con ciento once representantes africanos.

En 1965, Pekín financió el ferrocarril TanZam, que iba desde las minas de cobre de Zambia a Dar Es Salaam, capital de Tanzania. El proyecto era mucho más que una vía de tren: se planteó como la obra que liberaría a Zambia del puerto portugués de Mozambique. China envió cincuenta mil trabajadores. Ayudó a la descolonización occidental de África a través de préstamos sin intereses, toneladas de arroz gratis, técnicos agrícolas, profesores, médicos que viajaban a las zonas remotas… Mientras en su territorio los chinos padecían los estragos del Gran Salto Adelante y, a continuación, de la Revolución Cultural, el régimen actuaba a miles de kilómetros como una potencia global.

La simpatía hacia China fue creciendo con la descolonización. Pekín instruyó a los ejércitos oficiales de Tanzania y Zambia. Las guerrillas camerunesas recitaban consignas de Mao. Al Libro rojo le salieron imitaciones, incluida la del dictador libio Muamar el Gadafi, que basó su Libro verde en las teorías maoístas. En Tanzania, el líder nacionalista Julius Nyerere, fundador y primer presidente de la República Unida de Tanzania, vio en el Gran Timonel un referente del desarrollo antiimperialista, agrario y autosuficiente. Nyerere no implementó la colectivización de forma tan rígida como Mao, pero la movilización forzosa de los tanzanos produjo escenas brutales.

En 1971 Mao vio su deseo cumplido: la mayoría de los países africanos en la Asamblea General de las Naciones Unidas votaron a favor de Pekín, y no de Taipei, como representante legítimo de China en la onu. Desde entonces, existe un patrón favorable a China en el voto africano en Naciones Unidas. Y una autocensura respecto a los abusos. Por ejemplo, contra la minoría musulmana uigur en Xinjiang, o en las manifestaciones a favor de la democracia en Hong Kong. La dependencia económica ha generado una lealtad política.

Oferta a medida

Los primeros intercambios comerciales entre China y África datan del siglo vii. Pero se considera que la gran irrupción de Pekín en los mercados africanos tuvo lugar en 2001, con la entrada del país asiático en la Organización Mundial del Comercio. En solo ocho años se convirtió en el primer socio comercial de África, por delante de Estados Unidos y las antiguas potencias coloniales. Si miramos las cifras de los últimos veinte años, el comercio con los 54 países africanos se ha multiplicado por veinticinco: de 10.000 millones de dólares en 2020 a 254.000 millones el año pasado. Si bien es cierto que China ha inundado de baratijas los mercados africanos, también ha sabido ofrecerles alternativas a medida. Un ejemplo son los móviles Transsion, que ya tienen la mitad del mercado en el África subsahariana. Arrasan, entre otras cosas, por sus cámaras adaptadas a las pieles oscuras.

China ha abastecido a los africanos, y los ha condicionado. El caso paradigmático son las infraestructuras. El Partido Comunista ha usado en África la misma baza que en su territorio: una mano de obra barata y sacrificada. Los mingong, trabajadores migrantes de las provincias más pobres de China, llevan décadas marchándose a trabajar a las ciudades. Ellos han levantado megalópolis como Shenzhen, y gracias a su esfuerzo se han reconstruido ciudades africanas como Luanda. Hace unos años era común ver en los aviones a obreros chinos sin estudios que no sabían ni abrocharse el cinturón de seguridad, viajando a algún país africano del que no sabían nada, con la única seguridad de haber firmado un contrato con alguna empresa estatal –o independiente, pero con conexiones con el Partido–. Iban a África a dormir en barracones y a trabajar desde que saliera el sol hasta que se pusiera. Y su capataz sería chino. Igual que en su país.

Gracias a esos inmigrantes, África pudo jubilar sus decrépitas infraestructuras de la época colonial. Por ferrocarril los chinos unieron zonas interiores ricas en materias primas con salidas al mar. Construyeron gasoductos, túneles, puentes, puertos, centros logísticos, aeropuertos, estadios… Incluso obras gigantescas como la Gran Presa del Renacimiento de Etiopía, el mayor generador de electricidad del continente.

La mayoría de los trabajadores de baja cualificación se marcharon al cabo de unos años, con ahorros para construirse una casa y abrir un negocio en China. Otros se quedaron a probar suerte en África. La consultora McKinsey calcula que hoy hay unas diez mil empresas chinas en todo el continente africano. Nueve de cada diez son estatales. Una quinta parte se dedican a la construcción. Ganan aproximadamente la mitad de las licitaciones porque, entre otras cosas, ofrecen precios más bajos que las compañías occidentales.

Desde 2013 la inversión china en África forma parte de su Nueva Ruta de la Seda (bri, por sus siglas en inglés, de Belt and Road Initiative). Es el plan estrella de la acción exterior china, pretende recuperar la antigua ruta comercial, pero ampliada a los cinco continentes. Y va mucho más allá de las infraestructuras: para el Partido Comunista es el modo de ganar influencia en el mundo. A través de la bri, China exporta una forma de ver los negocios, los pagos, los estándares. La financian íntegramente bancos estatales chinos como Eximbank, lo que le ha permitido a Pekín controlar todos los procesos y generar relaciones tributarias, algo que ha caracterizado a su diplomacia a lo largo de la historia.

El resultado es que China es el mayor acreedor bilateral de África: le deben 153.000 millones de dólares, según la China-Africa Research Initiative. La crítica más habitual a Pekín es haber generado una trampa de la deuda. Este concepto lo acuñó el analista indio Brahma Chellaney en 2017 y sostiene que Pekín abruma a los países pobres con créditos para que acaben debiéndole favores. Se le reprocha además que solo use trabajadores chinos y que los contratos no sigan los estándares de transparencia de las empresas americanas o europeas.

Hay matices que se pierden en ese relato. Europa sigue siendo el principal inversor directo en África, no solamente en términos de inversión acumulada, también de nueva inversión. Los préstamos chinos representan solo el 20% del total en África, frente al 35% de instituciones multilaterales como el Banco Mundial. La deuda con China no es significativa en todos los países africanos, sino que se concentra en cinco: Angola, Yibuti, Etiopía, Kenia y Zambia. Respecto a los empleados, una investigación de la SOAS, la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres, concluyó que el 90% de los empleados eran locales (aunque solo el 44% de los jefes eran africanos).

El mayor problema del endeudamiento africano con China no es la cuantía, sino la opacidad. El año pasado se especuló con que el gobierno de Uganda tuviera que ceder el aeropuerto de Entebbe a Pekín como colateral por no poder pagar los préstamos. No fue así, pero Uganda tuvo que renegociar el acuerdo y el ministro de Finanzas se disculpó en el Parlamento: “No tuvimos que haber aceptado algunas cláusulas, pero nos dijeron que o lo tomábamos o lo dejábamos”, dijo.

En todo caso, China ya no facilita tanto dinero como antes: desde 2016 ha reducido los préstamos a los países africanos. Pero tiene otras herramientas. Durante la pandemia recurrió a la diplomacia de las mascarillas, prestando más ayuda a los países africanos que en la ONU están a favor de la política de “una sola China”, es decir, que no reconocen a Taiwán. Este año, con la subida de los precios de los alimentos por la guerra de Ucrania, los diplomáticos chinos no dejan de publicitar que su país va a asegurar el suministro para África. Este discurso lo repiten en sus medios oficiales, como la CGTN, que depende orgánicamente del Departamento de Propaganda del Partido. Y en los supuestamente independientes como Star Times, que mantiene una conexión muy fuerte con el gobierno chino y ofrece unos de los paquetes de cable más baratos del mercado en más de 30 países africanos. 

La seducción

Desde que llegó al poder en 2014, Xi Jinping sabía que China necesitaba credibilidad internacional. A Occidente no podrían seducirlo, pero a los países en desarrollo, sí. Analistas como Maria Repnikova estiman que Pekín invierte al año 10.000 millones de dólares en poder blando en todo el mundo. Eso incluye eventos para ganarse la confianza de las élites, vender las ventajas de la Nueva Ruta de la Seda, becas para estudiantes y propaganda oficial. 

¿Es esto neocolonialismo? A algunos africanos les incomoda esta definición porque sienten que Occidente los retrata como a víctimas sin capacidad de interlocución. El autoritarismo y la falta de libertades definen al régimen chino, reconocen, pero también a otros africanos. Basta con mirar las detenciones de activistas, opositores y reporteros en países como Eritrea, Etiopía o Egipto. 

Otros compran la crítica. El pintor keniata Michael Soi creó en 2012-13 la serie China loves Africa en la que cuestiona el “buen corazón” de Pekín. En uno de sus cuadros, Xi Jinping aparece vestido de blanco, casi como un profeta, abrazando una maleta por la que rebosan los billetes, rodeado de africanos que le rinden pleitesía. Otros retratan la industria del sexo en Nairobi, con empresarios chinos recreándose en prostitutas negras. “Vienen aquí como dioses”, se quejaba Soi en 2020 al New York Times.

El debate sobre el papel de China en África está condicionado por las angustias occidentales desde la Guerra Fría. ¿Han conseguido los chinos llegar donde están gracias a usar la deuda de manera estratégica? ¿A hacer la vista gorda ante la corrupción? ¿A controlar el relato con sus medios de comunicación? ¿A capitalizar el mal liderazgo que existía en algunos países? ¿A aprovechar opciones que a Occidente no le parecían rentables? Seguramente todos esos factores han influido. Las democracias occidentales compiten en desventaja: por su pasado colonial, porque llegan tarde y porque le piden algo a China que esta nunca ha necesitado hacer. Pekín puede transformar el desarrollo económico de África, pero no impulsará el desarrollo político como tampoco lo busca en su propio territorio. 

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escribe en El País y dirige el programa Código de barras en la Cadena ser. Fue corresponsal en Pekín y Nueva York. Es autora de Hablan los chinos (Aguilar).


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