De la corrupción también se sale

Es un gran momento para promover acuerdos que permitan articular una alianza reformista.
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España despidió 2018 celebrando 40 años de Constitución. Cuatro décadas de las que cabe hacer una lectura positiva y casi triunfal: al fin y al cabo, la democracia emprendida a la muerte de Franco dura todavía y nada hace presagiar que pueda malograrse. Sin embargo, no podemos omitir los problemas existentes. La mayoría de ellos no guarda relación con el diseño institucional, pero en otros se observan disfuncionalidades generadas por el propio modelo o malas prácticas heredadas de un tiempo preconstitucional que el Estado no ha sido capaz de atajar.

Entre todas ellas destaca la corrupción, que ha ocupado la agenda política y social en los últimos años. Bajo el concurso de la crisis económica, el hartazgo de la ciudadanía con respecto al proceder de los viejos partidos resultó en la quiebra del bipartidismo a finales de 2015. Aunque la fragmentación parlamentaria es una inercia global, estrechamente relacionada con el desarrollo capitalista, parece indiscutible que las conductas deshonrosas de los partidos estuvieron en la génesis de un cambio político que, de momento, nos ha dejado un Congreso con cuatro grandes partidos

Más recientemente, una sentencia judicial por un escándalo de corrupción dio lugar a la primera moción de censura en prosperar de la democracia. Si hubo un tiempo en que la corrupción no importó o contó con la disculpa de los ciudadanos, ha quedado atrás. El escrutinio al que la opinión pública somete hoy el desempeño político permite aventurar que las grandes tramas que los partidos urdieron durante décadas no podrán repetirse en el futuro.

Sin embargo, la corrupción es solo la punta de un iceberg de comportamientos políticos cuestionables, que en su forma más sibilina adquieren la forma del clientelismo y el patrocinio. Es precisamente aquí, en este estadio larvario de protocorrupción, donde urge incidir. A la reacción ciudadana de rechazo a las malas prácticas políticas debe seguir un proceso de regeneración todavía en fase embrionaria, una reforma profunda y, por qué negarlo, ardua, que siente las bases para una administración y unas instituciones saneadas, modernas y eficientes.

Ningún país está a salvo de la corrupción y el clientelismo, pero eso no significa que no puedan emprenderse reformas exitosas que contribuyan a su contención. Podemos llamar clientelismo a aquel sistema político protagonizado por el canje de votos por favores personales, allí donde la movilización electoral debiera articularse a partir de documentos programáticos. El clientelismo es un fenómeno con una explicación sencilla: cooperar para intercambiar favores forma parte de la naturaleza humana, y también estamos biológicamente inclinados a beneficiar a familiares y amigos. Es lo que Francis Fukuyama llama tyranny of cousins, algo así como la “tiranía de los parientes”.

El sistema de “clientelas” ha sido ampliamente descrito en Roma, y el vasallaje que articuló la organización política y social durante la Edad Media obedece a relaciones de patrón-cliente basadas en el intercambio de lealtad política y militar por tierra y protección. Este sistema de patrocinio en el que se suscriben acuerdos individuales, adquiere la dimensión de clientelismo con la aparición de los partidos políticos y la necesidad de movilizar a grandes masas de votantes. El clientelismo es fundamentalmente un instrumento de movilización electoral que aparece en sociedades que han dado el salto a la política de masas sin haber desarrollado una administración pública moderna, esto es, impersonal, meritocrática y no patrimonial.

España sentó los cimientos de una función pública moderna a mediados del siglo XIX, con el establecimiento de exámenes de oposición para acceder al funcionariado. Se trataba, no obstante, de un sistema de alcance limitado y que no garantizaba la inamovilidad de la condición de empleado público, razón por la que los gobiernos hicieron uso de la administración para repartir cargos entre los amigos políticos, produciéndose un intenso baile de trabajadores públicos con cada alternancia del Ejecutivo. Esta es una práctica que se ha perpetuado hasta nuestros días: España se sitúa en la cabecera de los países de la OCDE en los que los cambios de gobierno conllevan más relevos de personal en la administración.

Además, como ha explicado Conor O’Dwyer, el clientelismo se ve contenido en aquellos estados que cuentan con un sistema de partidos sólido y competitivo, pues esta competencia entre partidos permite que unos y otros actúen como vigilantes de sus rivales. La España decimonónica era un ejemplo de lo contrario. Contaba con partidos frágiles con escasa capacidad para actuar como maquinarias de movilización y ejecución política. Esta es también una de la razones que explican nuestra querencia histórica por las asonadas militares y los pronunciamientos: cuando los partidos son débiles, la acción política requiere la participación de aquellas instituciones con poder para liderarla, y el ejército suele ser la mejor posicionada para ello.

Cuando los partidos no son fuertes y la movilización política es costosa, es fácil que prospere el clientelismo. El reparto de prebendas a cambio de apoyo político aparece con frecuencia en las democracias inmaduras y en aquellas que no cuentan con una administración moderna. Y las áreas rurales y agrarias son más proclives a desarrollar estas prácticas que las pujantes urbes industriales. No es extraño que el caciquismo fuera especialmente exitoso en el latifundio predominante al sur de la Península, aunque el sistema creó una red capaz de penetrar cada rincón del Estado. Por supuesto, aquellas escenificaciones electorales distaban mucho de poder llamarse democráticas, pero la progresiva ampliación del cuerpo electoral condujo al colapso del sistema: el fraude electoral se beneficia de la abstención y se ve dificultado por la participación masiva.

Después, la breve experiencia democrática que significó la Segunda República no sirvió para poner fin al fraude, ni para acometer una reforma de la administración que desterrara el clientelismo. Un golpe militar inauguraría la Guerra Civil, y después, el franquismo sería un régimen marcadamente corrupto de cuya herencia los españoles habríamos de hacer un sayo democrático en la Transición. La empresa se acometió de forma notable, pero no resolvió todos los problemas arrastrados desde antiguo y creó algunos nuevos.

Se consiguió poner el pie un sistema de partidos robusto, pero, a cambio, la partitocracia devino en cartelización. No es una extravagancia nacional, sino una tendencia que afecta a las democracias occidentales. Para evitar las debilidades que favorecieron el protagonismo militar en los siglos XIX y XX, se estableció una financiación pública generosa para las formaciones políticas, lo cual significó la emancipación económica de los partidos respecto de sus bases electorales y el consecuente distanciamiento de políticos y votantes: hasta el 90% de las aportaciones económicas de los partidos procede hoy del Estado.

Con todo, la tecnificación de las campañas electorales y la cobertura mediática de la política hizo que la democracia fuera progresivamente compleja y costosa, y las formaciones comenzaron a trabar relaciones con el poder empresarial basadas en un intercambio clientelar: contratos públicos a cambio de financiación extra para campañas electorales. La caída del gobierno de Rajoy vino propiciada precisamente por una sentencia judicial que condenaba al PP por haberse financiado de forma ilegal durante décadas. Esta cercanía entre la élite económica y los partidos políticos recibe el nombre de crony capitalism, en España traducido como “capitalismo clientelar” o “de amiguetes”.

Durante la Transición también se avanzó en la modernización administrativa y se acometió exitosamente la descentralización del Estado, dando lugar al modelo autonómico actual. Sin embargo, el proceso de creación del gobierno multinivel ha ido acompañado del surgimiento de redes clientelares que han lastrado su eficiencia. En Andalucía, donde el PSOE ha gobernado 40 años, los socialistas han desarrollado agencias que ejercen de facto la función ejecutiva, y en las que el reclutamiento, ajeno a la meritocracia de la carrera funcionarial, es discrecional. Cuando los empleados públicos deben su cargo a un nombramiento político cuentan con más incentivos para ser leales al partido que los nombró que al Estado. Y esto genera un grave problema en la calidad del gobierno, como ha explicado Víctor Lapuente.

Pero el surgimiento de redes clientelares no ha sido exclusivo de la España agraria, como demuestra el otro gran caso paradigmático de este fenómeno: en Cataluña ha sido el proyecto de construcción nacional de las élites nacionalistas el que ha permitido el desarrollo de una vasta red clientelar basada en la afinidad política.

El predominio de estas estructuras clientelares conduce a una asignación de recursos ineficiente cuyo coste económico ha sido cifrado por economistas del Banco de España en un 20% del PIB nacional o unos 200.000 millones de euros. Las cifras son lo suficientemente mareantes como para que los partidos políticos se conjuren para acometer las reformas de regeneración que destierren la corrupción y el clientelismo.

Algunos autores consideran que el clientelismo cumple un papel democratizador porque permite el acceso de las capas de población más pobres y menos participativas al sistema, por medio del canje de prebendas por votos. Así ha sido tradicionalmente en el medio rural más ligado al sector agrario, donde el patrocinio ha repartido empleos dentro de la administración. El problema es que siempre acaba derivando en conductas nocivas que lastran la competitividad de los países y favorecen a las élites. Hoy provoca gran escándalo que Pedro Sánchez haga uso de las direcciones de grandes empresas públicas para premiar la lealtad de los amigos políticos y devolver favores pendientes.

Lo generalizado del sistema conduce a una pregunta un tanto amarga: ¿Del clientelismo se sale? Pero la respuesta no ha de ser catastrofista. El clientelismo no es un mal atávico que estemos condenados a padecer como país. Tradicionalmente han sido la guerra y el desarrollo de las clases medias los elementos que han favorecido la reforma administrativa. Un ejemplo clásico de lo primero es Prusia, que se vio impelida a racionalizar su función pública movida por la necesidad militar. La supervivencia de un estado asediado por enemigos requiere un ejército meritocrático y una administración capaz de recaudar impuestos eficazmente y financiar el esfuerzo de guerra.

También Suecia, que había sido un país tradicionalmente clientelar, reformó su administración a raíz de una estrepitosa derrota militar frente a Rusia en la guerra finlandesa de 1908-1909. Los ciudadanos responsabilizaron a la corrupción del resultado de la contienda, pues el sistema clientelar permitía comprar y vender los cargos del ejército, de forma que no eran los más aptos ni experimentados quienes dirigían las operaciones de guerra. La humillante derrota sirvió de catalizador de un conjunto de reformas institucionales que permitieron a Suecia convertirse en un modelo de buen gobierno y experimentar, desde mediados del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, el mayor crecimiento del mundo en términos de PIB per cápita.

Esta es la razón por la que autores como Edward Luttwak han llamado a “dar una oportunidad a la guerra”. Sin embargo, como ha señalado Fukuyama, no hay garantías de que la guerra vaya a espolear el reformismo administrativo, al fin y al cabo hay un buen número de países que han estado inmersos en conflictos durante siglos sin haber desarrollado instituciones modernas. Por lo demás, la violencia es siempre indeseable y no cabe confiarle los cambios que puedan llegar por otras vías pacíficas.

El desarrollo de la burguesía industrial y el crecimiento de las clases medias también ha estado históricamente vinculado a la profesionalización y racionalización administrativas. La revolución industrial permitió el florecimiento de una nueva clase social al margen de las élites tradicionales, un colectivo capaz de generar gran riqueza que contaba con incentivos para romper el círculo vicioso de clientelismo que les excluía y perjudicaba. Dos buenos ejemplos son Reino Unido y Estados Unidos, que acometieron entre la segunda mitad del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial la modernización de sus administraciones.

Las reformas son menos costosas allí donde aún no se ha producido el salto a la democracia de masas, pues una pequeña élite profesional cohesionada y bien conectada con el poder tiene una gran capacidad de maniobra. Así sucedió en Reino Unido, que pudo resolver en un par de décadas una reforma que en Estados Unidos, un país de origen democrático, federal, con fuertes contrapesos, diverso y desconfiado del Estado, llevó cerca de un siglo.

No obstante, racionalizar la administración antes de acometer la ampliación del sufragio electoral no está exento de riesgos. Bismarck puso en marcha en Prusia una maquinaria estatal tan poderosa, racional y autónoma que dio lugar a un fuerte nacionalismo y forjó un ejército independiente al que los gobiernos no podían someter. El resultado fueron dos guerras mundiales.

Y tampoco el florecimiento de las clases medias y la burguesía es una garantía de modernización administrativa. En ocasiones, el nuevo poder empresarial prefiere integrarse y participar del sistema clientelar existente que promover su reforma. Es lo que sucedió en Grecia y el sur de Italia, donde Fukuyama dice que se produjo una “modernización sin desarrollo”, es decir, una urbanización que promovió el traslado de grandes masas de población a las ciudades, pero que no rompió con los hábitos políticos del mundo rural basados en el patronazgo.

En España, hemos visto cómo la pujanza económica de la democratización se ha traducido demasiadas veces en el mencionado capitalismo clientelar: bancos que perdonaban deudas a partidos, constructoras que pagaban mordidas a políticos a cambio de contratos públicos, compadreo entre el poder y las grandes empresas en eventos deportivos y reuniones de la alta sociedad… Y estas prácticas, no solo tienen un impacto económico terrible, también socavan la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, generando una espiral perversa: la desconfianza se extiende al conjunto de la sociedad, resultando en detrimento de la cooperación y el asociacionismo. En definitiva, minando un factor de calidad institucional muy importante que es el capital social. Si los ciudadanos perciben que quienes les gobiernan anteponen sus intereses personales al interés colectivo y a la lealtad al Estado, también será más fácil que ellos prioricen sus aspiraciones individuales y familiares. Así, podría concluirse que el clientelismo y la corrupción socavan un sano patriotismo constitucional necesario para que los países quieran mejorar.

Sin embargo, en España tenemos hoy una oportunidad de recoger la voluntad de cambio con respecto a las prácticas del poder que expresaron los españoles en las urnas y acometer un gran proyecto regenerador que permita explotar la enorme potencialidad de nuestro país. En las pacificadas sociedades posmodernas no cabe buscar en la guerra un catalizador de la reforma, pero las crisis han demostrado ser fenómenos disruptivos capaces de poner en marcha la transformación. España cuenta ya con una sociedad madura y una clase media robusta que demandan otra forma de gobernar. La recesión económica en nuestro país supuso la quiebra del modelo bipartidista en el que los viejos partidos tejieron cómodamente sus redes clientelares.

Las nuevas formaciones se enfrentan a una disyuntiva: integrarse en el modelo clientelar existente o actuar como correas de transmisión del cambio, articulando coaliciones reformistas que obliguen a las viejas siglas a moverse y que nos permitan avanzar en la modernización y la contención de la corrupción. De momento, ya han tenido que pronunciarse sobre cuestiones como la despolitización de los organismos reguladores, el control de la radio y televisión públicas o la forma de elección del Poder Judicial.

El reciente resultado electoral en Andalucía permite vislumbrar un cambio político tras cuatro décadas de gobiernos socialistas y abre una ventana de oportunidad a la regeneración. Y 2019 se presenta como un año electoral intenso, con comicios municipales, autonómicos, europeos, y la convocatoria de elecciones generales en el aire. La fragmentación partidista hará necesaria la búsqueda de compromisos políticos entre partidos de distinto signo. Es un gran momento para promover acuerdos que permitan articular una alianza reformista.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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