En 2008, con la asunción oficial de Raúl Castro como primera figura del poder en Cuba, se produjo el tránsito desde un sistema autoritario populista, basado en la redistribución y ciertos niveles de seguridad social, a otro muy diferente. Ambos coincidían en la carencia de pluralismo político y democracia, pero se diferenciaban en el sentido de la responsabilidad social del Estado ante la gente que había caracterizado la etapa de gobierno de Fidel Castro. En consecuencia, el tradicional modelo populista-asistencialista de control político vigente durante décadas, que combinaba coacción policial, adoctrinamiento ideológico y cooptación material, devino en otro, de franco cariz antipopular, en el que el Estado trasladó el peso de la crisis a las espaldas de las familias y personas, y donde la represión abierta adquirió mayor peso dados el carácter irreversible de la crisis, el aumento exponencial de la pobreza y la pérdida del monopolio de la información, las comunicaciones y la opinión pública por el Estado.
Una trasformación de tal índole colocó al sector de la intelectualidad cubana en un serio dilema. Los sistemas políticos férreamente autoritarios y verticales generan una casta utilísima e imprescindible para el poder, vinculada especialmente al campo cultural e intelectual, que es donde se produce y reproduce la ideología oficial o de Estado. Desde el mismo inicio del proceso cubano se entronizó este grupo, que pronto dispuso de santas escrituras –“Las palabras a los intelectuales” pronunciadas en 1961 por Fidel Castro– y de su propia iglesia: el Partido Comunista, refundado en 1965.
Hace poco recibí la misiva de una colega a la que aprecio y respeto por sus investigaciones en el campo de la historia. En ella reprocha la defensa que hago de los presos políticos, a los que considera en su mayoría vándalos que merecen altas condenas de prisión. La actitud de negarse a ver más allá de la narrativa oficial no es propia del pensamiento científico ni de una ética de la profesión. Pero ese es un conflicto de la intelectualidad, dentro y fuera de Cuba, especialmente desde que el estallido social del 11 de julio de 2021 requiriera un análisis político profundo y comprometido con las necesidades de la nación y su gente.
Si volvemos la mirada a la historia universal y nacional, constataremos que ha sido eminentemente el sector de la intelectualidad, más preparado que otros para reaccionar enérgicamente ante los mecanismos de dominación –dadas su formación jurídica, filosófica, histórica, sociológica, antropológica, etc.–, el que detentó un liderazgo político y encabezó las demandas de trasformación.
No obstante, en los modelos de socialismo burocrático, la dualidad del intelectual-político se fragmentó. Allí se exigió al sector una lealtad monolítica, que fue debilitando su autonomía. Especialmente, los intelectuales vinculados a las ciencias sociales, ámbito político de sí, fueron apartados de cualquier aportación. El que fuera quizá el último intento permitido dentro del sistema en Cuba, se desmontó en 1973, con el cierre de la revista Pensamiento Crítico, conformada por intelectuales marxistas que cuestionaban la teoría y que fueron movidos durante años, como personas incómodas, de una institución a otra. Entre nosotros, el intelectual fue dejando de ser político y, desgraciadamente, el político dejó de ser intelectual y se fue consolidando como una clase burocrática, instruida pero no calificada ni para improvisar un discurso. Y así fue por mucho tiempo. Sin embargo, en el último lustro han cambiado las cosas.
El Movimiento San Isidro, el plantón de intelectuales y artistas ante el Ministerio de Cultura el 27 de noviembre de 2020, y la consiguiente gestación del Movimiento 27N; la protesta y posterior golpiza sufrida por intelectuales y artistas en enero de 2021, también a las puertas del Ministerio de Cultura, fueron preámbulos del estallido social del 11J. Tal escenario significó un parteaguas en la actitud del sector intelectual. Dentro de la isla, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la Academia de Ciencias, las universidades, cerraron filas con el gobierno, expulsando a profesores, estudiantes, escritores y artistas críticos. La narrativa gubernamental del 11J como un intento de golpe suave financiado desde el exterior, con responsabilidad exclusiva en la coyuntura creada por la pandemia de covid-19 y por el reforzamiento de las sanciones norteamericanas, sería replicada por intelectuales comprometidos con el gobierno. Por su parte, un sector de intelectuales y artistas críticos, visibilizados a través de las redes sociales, medios alternativos de prensa y organizaciones independientes, como, por ejemplo, la Asamblea de Cineastas Cubanos, levantaban sus voces y desmontaban el discurso del poder, colocando los hechos del 11J en su justo lugar.
Sin pretender ser reduccionista, ambas actitudes pueden apreciarse en dos libros aparecidos sobre el tema. Uno de ellos fue publicado apenas cinco meses más tarde: Cuba 11J: protestas, respuestas, desafíos, compilación a cargo de Julio Carranza, Manuel Monereo y Francisco López Segrera (Buenos Aires, diciembre de 2021), parte de la Colección América Latina Global, de la Escuela de Estudios Latinoamericanos y Globales.
No pretendo valorarlo en su conjunto, si bien es válido reconocer que se aprecian diferencias en el tono de los autores: mientras algunos apuntan como causas del estallido a un conjunto de condiciones que incluyen la demora en las reformas, errores económicos, del estado de derecho o acentuación de las diferencias sociales, la mayoría carga la mano en la responsabilidad del bloqueo, la pandemia y las medidas del gobierno de Donald Trump, es decir, se enfoca en factores coyunturales y externos y quita responsabilidad al Estado cubano y al proceso histórico.
Considero que el texto en cuestión tuvo como objetivo ofrecer al mundo una “imagen formal y suavizada” del estallido social. Por ello, sostiene que se trata esencialmente de una crisis económica, jamás política, y evade constantemente el tema de la represión, porque, además, dado lo prematuro de su salida, los draconianos procesos judiciales apenas iniciaban. La inclusión del discurso de Díaz-Canel del 18 de julio de 2021 y de una Cronología de la Revolución Cubana indica el carácter de proyecto por encargo.
Si bien el lanzamiento de ese texto se difundió en medios oficiales, algo muy diferente ocurriría cuando el 11 de julio de 2023, al conmemorarse el segundo aniversario del estallido social, fuera presentada una segunda compilación: Cuba 11J. Perspectivas contrahegemónicas de las protestas sociales, a cargo del historiador Alexander Hall. En la pluralidad de miradas que contiene, dicho libro se propuso develar las causas internas del estallido social y el carácter popular de las protestas, sin desconocer los entramados geopolíticos. Bajo el sello Marx21 se podía descargar gratuitamente, pero lejos de visibilizarse en plataformas oficiales, como la primera compilación, esta vez Seguridad del Estado rodeó el local donde finalmente pudo presentarse, después de haberlo impedido en varias oportunidades.
La disyuntiva que vivimos al interior de la isla, también se desarrolló entre el gremio fuera de Cuba, especialmente entre la intelectualidad de izquierda. Si bien organizaciones en Brasil, Colombia, Canadá, Argentina y Estados Unidos indagaban, visitaban, escribían e intentaban entender lo ocurrido desde una perspectiva popular y muy crítica hacia el gobierno cubano, ciertos intelectuales latinoamericanos, como los argentinos Atilio Borón y Nestor Kohan, o el filósofo mexicano Fernando Buen Abad, comenzaron una cruzada contra colegas cubanos que asumíamos una actitud crítica y frontal ante el Estado.
Sus tribunas fueron los propios órganos de prensa y medios estatales de la isla, como el periódico Granma, o los sitios La Jiribilla, Cubadebate, La Pupila Asombrada, entre otros. Desde ellos, usaron las falacias de la comunicación y la calumnia para desacreditar a quienes profesamos otros puntos de vista. Este hábito ha sentado cátedra entre algunos intelectuales a los que el tema de Cuba les funciona como escudo para defender dogmas desafiados por la historia. Poco después del 11J, Atilio Borón utilizó su cuenta en Twiter para acusar de “contrarrevolucionarios” a tres intelectuales cubanos invitados por la facultad de Sociales de la Universidad de Buenos Aires al panel “A un mes de las protestas del 11 de julio”. Ni siquiera tuvo en consideración que era su propia universidad.
Esto es propio del enfoque de una parte de la intelectualidad de izquierda que, cuando se trata de Cuba, gusta confundir gobierno con revolución y poder de la clase burocrática con poder popular. Ese sector, que se denomina amigo de Cuba, cuando en realidad prefiere no mirar lo que de verdad está ocurriendo, acepta por buena la narrativa del gobierno y el aparato ideológico porque contribuye a su leyenda y los mantiene en una zona de confort ideológico. Es la intelectualidad de izquierda que no entendió el mensaje cuando implosionó el socialismo en Europa Oriental y todavía sueña con que este modelo burocratizado, mal llamado socialista, es funcional porque ha sobrevivido tres décadas más en una pequeña islita.
Son los intelectuales que denuncian una terapia de choque en sus países y no son capaces de identificarla en la denominada “Tarea Ordenamiento”, reforma de precios y salarios aplicada acá, que hizo crecer los segundos en una proporción mucho menor que los primeros, adsorbiendo en poco tiempo el salario real y deprimiéndolo nuevamente en medio de la crisis y carestía actuales; que no se atreven a mencionar la polarización y las desigualdades sociales aparejadas a la semidolarización del comercio y los servicios en Cuba, donde se hallan determinados productos básicos para la vida cotidiana.
Son los supuestos amigos que, ante denuncias de atropellos y violencia ejercidos por parte del Estado cubano a su ciudadanía –amenazas, retenciones arbitrarias, despidos de empleos por motivos ideológicos, violación de derechos constitucionales, numerosos presos políticos, condenas desmedidas, y otras evidencias– nos piden compararnos con sus desaparecidos y sus asesinados por las dictaduras militares o, en el mejor de los casos, arguyen no contar con pruebas y aceptan entonces la versión oficial.
Este tránsito del autoritarismo populista al autoritarismo antipopular, sumado a la real democratización de los medios de expresión, dado el mayor acceso a internet en Cuba, ha provocado la participación activa de intelectuales críticos, a lo cual teme el gobierno pues agudiza la decantación de un proceso político que ha transformado en general a la sociedad civil.
De ahí la enorme coacción sobre el gremio, mediante la persecución, el acoso, el chantaje para que emigre, e incluso, las farsas judiciales para confinarlos en cárceles. Por ejemplo, a la autora de esta ponencia, una fiscal le pide cuatro años de privación de libertad en un proceso que debe celebrarse antes de que concluya el año. ~