Foto: Maximiliano Ramos/ZUMA Press Wire

Argentina es el futuro en la era populista

Una sociedad demagógica, que discute sus problemas con base en identidades, en “derechas” e “izquierdas”, en “buenos” y “malos”, y no en argumentos y soluciones, tenderá a encumbrar demagogos.
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En la era populista, leer la victoria de Javier Milei en las elecciones presidenciales argentinas con los anteojos ideológicos de “izquierda vs. derecha” es como tratar de que una televisión vieja capte con su antena de conejo una señal de streaming. Al escuchar su discurso de victoria, confirmé que Milei no es ni de ultraderecha ni de ultra nada. Es un populista demagógico, que ha llegado al poder gracias a un mensaje simple, polarizante y eficaz, que sintoniza muy bien con una sociedad harta de una clase política indolente e impotente ante la magnitud de la crisis económica y social que vive Argentina.

Milei salió a escena luego de su contundente e improbable victoria sobre el kirchnerismo a hablar de las mismas generalidades de las que habló en la campaña. Los “ideales de la libertad” que propone como modelo de desarrollo son “propiedad privada, libre mercado y libre comercio”, así en teórico y abstracto. Mientras que otros populistas han sido capaces de convencer a millones hablando de cosas concretas, como construir muros y vender aviones, Milei no tuvo propuestas tangibles más allá de cuando prometió “dinamitar el Banco Central”, o “cortar con motosierra el presupuesto”, cosas de las que se terminó desdiciendo para ganar el voto moderado. La “dolarización”, otra bandera de campaña, también fue guardada para mejor ocasión. Apenas al día siguiente de su victoria, comenzó a hablar de medidas espectaculares, como reprivatizar empresas del Estado, sin que medie debate de cómo eso, si se logra aprobar (su partido solo tiene 15% de los diputados y 10% de los senadores), traerá alivio a los bolsillos de los argentinos.

Donde se puede ver que Milei conecta totalmente con su público es en todo lo que tiene que ver con romper las estructuras actuales. Terminar con la “casta chorra” (chorro significa ladrón), destruir el modelo empobrecedor, terminar con la decadencia política y económica, punto final a la idea de que el Estado es un botín, vamos a acabar con los privilegios… esos mensajes de ruptura encienden los ánimos de su base. También es muy atractiva la voluntad de saltar al futuro sin hacerse cargo del presente. Pasar de la decadencia a la grandeza sin que medien años de ajustes, trabajo y esfuerzos. El hacer de nuevo a Argentina una potencia, el deseo de “Make Argentina Great Again”, atraviesa clases sociales, niveles de escolaridad y geografías regionales. América Latina está votando contra sus gobiernos, no en ejes “izquierdas vs. derechas”.

Es inevitable ver en la victoria antisistema de Milei algunos paralelismos con la victoria antisistema de López Obrador en México en 2018. La convicción de que el gobierno en turno se merecía el castigo electoral por su corrupción, incompetencia y soberbia. La alegría genuina de la gente que veía en su líder carismático una esperanza de cambio. La sensación de que, a pesar de todo, el voto cuenta y la democracia funciona. Es difícil no contagiarse de esas ganas de que Milei no sea una decepción y tenga un buen gobierno, con la misma buena voluntad que muchos sentimos con López Obrador la noche de su victoria electoral, aun cuando no votamos por él.

Al mismo tiempo, es imposible no sentir temor de que Milei termine recorriendo un camino parecido. Y es que, cuando un personaje así llega al poder, es muy difícil que construya gobiernos exitosos. Esto es así por tres factores.

Uno, la debilidad e inoperancia del Estado impide que de los resultados positivos e inmediatos que se prometían en campaña.

Dos, la polarización, que permite a los demagogos populistas ganar las elecciones, vuelve muy difícil la negociación política con la oposición, e incluso con los compañeros de viaje, con lo que se pierde tiempo y fuerza para diseñar y ejecutar planes de gobierno exitosos.

Y tres, la realidad suele imponer límites institucionales (separación de poderes), políticos (elecciones), económicos (presupuesto) y externos (pandemias, guerras, crisis) que impiden a los demagogos populistas operar con la rapidez y eficacia prometidas.

A esto hay que sumarle la propia inexperiencia de Milei y su pasmosa superficialidad en temas económicos y de política pública, de los que se dice experto por tener un catálogo de frases e ideas muy efectivas para la televisión, pero que difícilmente forman una ideología. Ahí es donde debe estar el verdadero motivo de temor por Milei, y no en sus opiniones sobre la dictadura o sus conversaciones con su difunto perro. Pensar que las cosas pueden salir bien con perfiles moderados y competentes en el gabinete es una moneda al aire, ya que la experiencia demuestra que la gente sensata es la primera en abandonar el barco bajo este tipo de liderazgos.

Ante las dificultades para dar buenos resultados, los demagogos regresan a lo que saben hacer: mantener vivas las llamas del descontento que los llevó al poder. No se sorprenda entonces cuando lo escuche decir cosas como “sí, pero el kirchnerismo devaluó más”, “eso es un complot de mis adversarios de la casta chorra”, “callaron como momias cuando Massa devaluaba el peso” o, de plano, “mi perro tiene otros datos”.

Los mexicanos tenemos que vernos en Argentina, pues ese país es el futuro político en la era populista. Un futuro en el que los partidos colapsan bajo el peso del descontento, los demagogos campean, las ideas están ausentes y las elecciones son “plebiscitos emocionales” con carga antagónica hiper negativa en la que lo único importante es “que no ganen ellos”, no qué vamos a hacer todos para salir adelante juntos. En Argentina, la elección no fue entre “ideologías”, no fue entre “derechas” e “izquierdas”, entre propuestas y conceptos diferentes del mundo, sino entre dos narrativas demagógicas que proponían simplemente que eran o ellos o el desastre. Massa y Milei eran dos populistas peleando por el volante de un auto sin frenos, con las instituciones y las políticas públicas aterradas en el asiento de atrás. Una sociedad demagógica, es decir, una sociedad que discute sus problemas con base en identidades, en “derechas” e “izquierdas”, en “buenos” y “malos”, y no en argumentos y soluciones, tenderá a encumbrar demagogos. Por eso, si México sigue como va, si seguimos discutiendo y votando como lo hacemos, el peor presidente del siglo XXI todavía está por venir. ~

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Especialista en discurso político y manejo de crisis.


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