A nadie deben sorprender los obstáculos que enfrentará la reforma energética. Era imposible, por ejemplo, imaginar que Andrés Manuel López Obrador desistiera de tomar la bandera que tan redituable le ha resultado (aclaro: cuando digo “redituable” me refiero a la particularísima aritmética político-electoral de López Obrador, en la que, aparentemente, el triunfo en las urnas no es lo más importante).
Pero el lopezobradorismo no es toda la izquierda, aunque así se le intente vender. En México hay otros políticos de izquierda que parecen resistirse a las sirenas populistas. Para algunos, estos políticos pertenecen a una “izquierda moderna”. En contraste con algunos colegas, a mí no me molesta el adjetivo. Aún así, en memoria de un viejo amigo psicoanalista, que me explicó que la única distinción binaria admisible en la vida es la que se traza entre sanos y neuróticos, concederé: pensemos, mejor, en una izquierda sana, que no cierra los ojos a la realidad, es decir, al contexto, oportunidades y necesidades reales del país que pretende gobernar.
En la elección del 2012 López Obrador se disfrazó de hombre sano de izquierda. Desde esa versión conectó con un gran bloque del electorado. Tras las elecciones, quedó claro que aquello era solo una impostura coyuntural. Pero hay otros cuyo compromiso con una izquierda alejada de la neurosis y el populismo parecía genuino. El primero en esa lista era Marcelo Ebrard.
Muchos lamentamos (me incluyo) que Ebrard no ganara la candidatura de la izquierda en el 2012, porque pensábamos que el entonces jefe de Gobierno capitalino sacaría a la izquierda mexicana de la bilis solipsista. Después de todo, en público, Ebrard siempre mantuvo posiciones sensatas y arraigadas en la realidad, no en pasiones ideológicas. En privado, Ebrard resultaba todavía más convincente. Cada vez que lo vi me quedé con la impresión de haber convivido con un estadista, algo apretado y solemne, pero comprometido y, por momentos, brillante. Por eso es que me parece digno de lamentar —y considero una pésima noticia no solo para la reforma energética, sino para el futuro de la izquierda— la reciente andanada populista que nos ha regalado Ebrard.
Ebrard parece haber concluido que la candidatura de la izquierda en el 2018 se definirá no en el centro, sino en los márgenes. Parece dar por hecho que el poder del lopezobradorismo es tan grande que la única manera de vencerlo es rebasándolo por la izquierda o, al menos, imitándolo. Al hacer suyo el discurso lopezobradorista sobre el petróleo, Ebrard opta por volver al escenario vestido de populista. Como explicara Carlos Puig hace unos días, es un disfraz que no le viene bien. Y es que no cualquiera ejerce el populismo de manera convincente: se necesita una convicción cínica muy peculiar. En el fondo, Ebrard es un populista impostado. Pero eso no es lo peor. Al claudicar y abandonar el centro del espectro político cuando faltan cinco años para la próxima elección, Ebrard resta legitimidad a aquellos hombres de izquierda que, en un acto de valentía y pragmatismo, han apostado por una agenda de reformas para, a partir de ahí, relanzar al PRD (o a la izquierda en general, si se quiere) como una opción mucho más pragmática que mesiánica, mucho más sana que indignada hasta la catatonia. En otras palabras, Ebrard condena a la izquierda a los márgenes —y, si la historia sirve de algo, a la derrota electoral— con tal de mantener vivo su perfil público rumbo a la lejanísima elección presidencial. Es un cálculo mezquino. Y, peor aún, es un cálculo torpe. Los teóricos de la conspiración podrán decir misa, pero lo cierto es que la izquierda mesiánica lleva ya 12 años perdiendo (por poco, pero perdiendo). La respuesta no está en el “triple o nada” de López Obrador. La respuesta siempre ha estado lejos de la estridencia. El viejo Marcelo lo intuía plenamente.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.