En 2017 me invitaron a participar en una mesa redonda para hablar sobre mujeres en la prensa y en el mundo de la edición. Se celebraba en mi facultad y, como era de esperar, no participaba ningún hombre. En mi caso creo que pesaba más mi papel como exalumna que como profesional, pero aun así me animé. El tema de la mesa derivó pronto hacia las salidas laborales de las carreras de letras, y fue muy divertido poder hablar con jóvenes que no saben muy bien qué quieren hacer, para qué sirve lo que están estudiando con tanta pasión e interés (cosa que demostraron a lo largo de toda la jornada, dedicada a filósofas y críticas de arte) o cómo buscar trabajo.
Además, recibí una lección de feminismo inesperada por parte de otra de las personas que estaban en la mesa, quien nos echó en cara a mí y a una periodista sentada a mi otro lado que quisiéramos el reconocimiento de nuestra valía como profesionales por parte de los hombres. No éramos buenas feministas. Según ella, las mujeres nos sobramos y nos bastamos. Nosotras solas somos suficiente. Reconozco que me quedé en blanco unos segundos. Y no recuerdo con exactitud qué repliqué. Tal vez algo como: pues si no contamos con los hombres, ni esperamos que ellos nos vean como iguales, incluso como competencia, no sé qué es el feminismo, efectivamente. Me fui de allí pensando que la sororidad es un solipsismo compartido y que eliminar a los hombres de la ecuación es el atajo perfecto.
Esa idea me ha vuelto a la cabeza con la apertura este año de un hotel en Mallorca en el que solo admiten mujeres. En la presentación de su página web dice: “Un nuevo espacio para mujeres que buscan desconectar de la rutina y el estrés con una atención personalizada de acuerdo a sus necesidades”. “Todas las habitaciones poseen un moderno y práctico dormitorio completo, cómodo mobiliario, baño privado y servicios 4 estrellas, pensando siempre en las necesidades de la mujer”. Dos veces el combo “necesidad” y “mujer”, detrás del cual no se sabe muy bien qué hay. Igual han colocado bolígrafos ‘BIC para ella’ en la mesilla de noche.
El CEO de la cadena (tiene más hoteles en la isla, pero para público mixto) afirma que detrás de la iniciativa no hay ideología, que únicamente han seguido una tendencia. ¿No es eso quizá más preocupante aún que una interpretación disfuncional de lo que es el feminismo? Porque habría que hablar, otra vez, de mercantilización de un movimiento social, como ya sucedía con los gimnasios women only. Hay uno en el que incluso dicen basar sus métodos deportivos en técnicas de empoderamiento. Por no hablar de la proliferación de camisetas y demás merchandising con frases del tipo “Grl pwr” o “Girls just wanna have FUNdamental rights” e ingeniosas imágenes como un útero con las trompas de Falopio haciendo un corte de manga. Aunque es cierto que ahora ya no están tan de moda: se llevan más los mensajes reclamando que salvemos el planeta. El capitalismo que todo lo fagocita.
Puede que el hotel tenga, efectivamente, un público. Sus promotores dicen haber hecho un estudio previo, consultando a las mujeres que van a los otros establecimientos del grupo hotelero. Entre otros motivos está, al parecer, poder hacer top less sin que haya miradas indiscretas. Y sentirse más relajadas. Otro atajo: eliminar lo que me incomoda. Como no escuchar opiniones que me contradigan. Y vuelvo a la universidad. Allí tuve una compañera de firmes convicciones religiosas. O yo las creía firmes. Hasta que me enteré de que cuando nos daban las listas de lecturas para cada asignatura, ella tenía que consultar con su cura si podía leer esos libros. Le vetaron El placer de Gabriele D’Annunzio, por ejemplo. Había riesgo de que dudara de su fe. Más sorprendente me resultó que la profesora la eximiera de leerlo. No sé si llegó a enfrentarse a Uno, ninguno y cien mil de Pirandello, ese retrato de la crisis de identidad de principios del siglo XX.
Cogiendo atajos y eliminando obstáculos (que no superándolos), habrá quien crea llegar a un lugar seguro. A un paraíso monocolor, sin aristas. Pero no sería más que un espejismo. O una telaraña, como Octavia, una de las ciudades invisibles de Italo Calvino: “Suspendida en el abismo, la vida de [sus] habitantes […] es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite”.
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.