El consenso perdido

La polarización política impide la búsqueda de soluciones a los problemas que persisten en el país. 
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Y así estamos, casi un mes después de las elecciones. Entre tres cubetas de plástico, cuatro delantales, dos baberos y cinco comales, que presentaron el PRD y sus aliados como pruebas “duras” de la compra de votos para invalidar la elección (mientras la izquierda moderada, que tantas esperanzas despertó, ha optado por apoyar tácitamente a su líder mesiánico). Con el PAN a la deriva en el peor escenario político posible, y un PRI defensivo, al que López Obrador le ha robado la agenda postelectoral.

Para desgracia de todos, los problemas del país siguen ahí. Y las reformas que podrían empezar a resolverlos permanecen archivadas en medio de la parálisis política anunciada, que prometía cerrarse el primero de julio, pero ahora amenaza extenderse hasta diciembre.

Es en situaciones de ingobernabilidad temporal y de polarización política como la que vive México, cuando la voz unida de la ciudadanía –lo que se ha llamado sociedad civil– debería romper la parálisis e imponer la agenda política. Sin embargo, es precisamente en coyunturas como ésta cuando la polarización se convierte en un obstáculo insalvable para el diálogo y el acuerdo entre los distintos sectores de la población.

En todos lados se cuecen habas. Eso ha sucedido también en Estados Unidos  desde la llegada del presidente Obama al poder y la radicalización republicana a la derecha. Los dilemas que enfrenta el sistema democrático en ese país son iguales o más graves que los nuestros: la toma de decisiones ha transitado de manos del pueblo a las de los multimillonarios que financian las campañas.

En un interesante artículo que publicó hace unas semanas el New York Times (Drew Westen, How to Get Our Citizens Actually United), el autor apuntaba que la cuestión central que debe responder un aspirante a una candidatura para obtenerla es cuánto dinero puede conseguir. Lo que los grupos que pretenden una devolución del poder de empresas, bancos y millonarios que dominan hoy por hoy las campañas en los Estados Unidos a  los ciudadanos, se preguntan es cómo hacerlo. La respuesta -dejar que los votantes decidan cuánto financiamiento recibe cada candidato y de quién- es fácil de formular pero muy difícil de llevar a la práctica. No sólo se trata de vencer a los poderosos intereses que inciden en el funcionamiento de la democracia, sino de multiplicar el número de ciudadanos que adopten las iniciativas de los grupos de interés que desean un cambio en las reglas de financiamiento de las campañas. Consolidar las demandas de una buena parte de la ciudadanía y obligar a los políticos a cumplirlas. Por ejemplo, a través de la firma de pactos que intercambien votos por la promesa de que el candidato en cuestión apoyará en el legislativo una iniciativa de ley para promover elecciones justas.

Enumerar las ventajas que tienen esos grupos estadounidenses sobre quienes desearíamos ver nacer una sociedad civil en México que apoyara una agenda de reformas políticas y económicas, ocuparía varias planas. Aún en crisis, la economía estadounidense es la más poderosa del mundo; con todos sus problemas, Estados Unidos goza de una democracia bastante ejemplar y reina en el país el Estado de derecho. Y en esta campaña no participa un candidato como López Obrador, dispuesto a romper cualquier pacto, a vulnerar a la institución que se le ponga enfrente y a imponer sus propias demandas sobre las de todos los electores, incluyendo las de quienes votaron por él.

Para encontrar un lenguaje común, poner los cimientos de una sociedad civil y de una cultura política que busque el consenso y no la confrontación, habría que encontrar precisamente las demandas del electorado perredista que las denuncias de AMLO han deformado, y las coincidencias entre ellas y las de la inmensa mayoría que no votó por él.

Una tarea por demás difícil, porque los descontentos corean consignas contradictorias. Quieren una democracia “equitativa”, pero desconocen los resultados de las elecciones y los fallos de las instituciones del país; los 132 demandan una reforma educativa pero marchan de la mano del CNTE; han sitiado Televisa para protestar por la concentración del poder mediático y la existencia de oligopolios y monopolios, pero apoyan al SME; buscan reducir los índices de pobreza, que depende en gran parte de un crecimiento económico más alto, pero están en contra de las reformas que promuevan el desarrollo y la modernización económica; se movilizan a través de las redes sociales, pero en lugar de usarlas como un puente para emprender un diálogo tolerante con quienes no piensan como ellos, recurren a la violencia verbal, al insulto y a la descalificación. Así es imposible encontrar un lenguaje común y romper desde la base de la sociedad la parálisis política que vive el país.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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