Foto: Dario Oliveira/ZUMA Wire

El Covid-19 y el delirio negacionista del presidente brasileño

Al negar la gravedad de la pandemia del coronavirus, Jair Bolsonaro sigue la línea de otros mandatarios en el mundo; una línea que solo puede poner en peligro la salud de los pueblos que gobiernan.
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La dinámica distópica brasileña parece entrar en un terreno que anuncia una catástrofe de dimensiones incalculables. Hace muy pocos días, el jueves 5 de marzo, cuando el nuevo coronavirus parecía una lejana amenaza surgida en Oriente, el Instituto Brasileño de Estadística (IBGE) divulgó el número de crecimiento del PIB correspondiente a 2019: 1.1 %. Mucho menos que todas las promesas realizadas por el presidente Jair Bolsonaro y su ministro de Hacienda, Paulo Guedes, antes de las elecciones de noviembre de 2018, que nunca anticipaban menos de 3%.

Ese mismo 5 de marzo, el presidente salió a las puertas de su residencia oficial, como lo hace habitualmente para encontrar periodistas y apoyadores. Con la clara intención de evitar explicaciones sobre la situación económica, se hizo acompañar por un actor que, secundado por sus propias carcajadas, repartió bananas entre los presentes. La oposición llama a Bolsonaro “Bozo”, que en Brasil es sinónimo de payaso, y esta era una escenificación de la obscenidad que en las últimas semanas ha repetido varias veces desde el mismo lugar para agredir a los periodistas: “dar uma banana” en Brasil es la forma de referirse al gesto que se realiza cuando el brazo izquierdo se apoya en el doblez del codo derecho y éste se cierra con fuerza, apretando el puño y mostrando el codo a los desafectos. Un gesto obsceno frente a periodistas que esperaban un pronunciamiento sobre la crisis. Así el presidente dio una vuelta de tuerca más al realismo mágico tropical, disolviéndose en su propia réplica.

Al mismo tiempo, el presidente llamó abiertamente al golpe de estado, apoyando manifestaciones convocadas por sus partidarios para diez días después, pidiendo el cierre del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia. Su jefe de gabinete, el general Augusto Heleno, y varios de sus ministros desde entonces, hicieron eco a Bolsonaro, apoyando las manifestaciones.

Así, poco antes de la explosión de la pandemia ya estaban dados todos los ingredientes de un agravamiento exponencial de la crisis: acentuado estancamiento económico, persistente devaluación del real, acelerada la fuga de capitales y claras señales de agudas turbulencias en los mercados internacionales. En ese contexto, Bolsonaro, un presidente sin partido desde noviembre de 2019, llamó a una guerra contra los otros dos poderes de la nación: un congreso que tiene mayoría conservadora y simpatiza con lo que sería su agenda económica, una suprema corte que le ha hecho hasta ahora el enorme favor de no juzgar el pedido de inconstitucionalidad de la condena dictada a la principal figura política del campo opositor, Luiz Inácio Lula da Silva, quien está en libertad pero sin derechos políticos, luego de la sentencia dictada por el entonces juez y ahora ministro de justicia, Sergio Moro.

Ese mismo jueves 5 de marzo, los medios brasileños informaron que, en un movimiento hasta entonces no previsto en la agenda presidencial, Bolsonaro compartiría el sábado siguiente una cena en Florida con Donald Trump. Ese día, antes de ir a Miami, Trump participó, en Washington, en el encuentro anual de la principal organización de la ultraderecha norteamericana, la Acción Política Conservadora (CPAC en inglés). En su discurso volvió a minimizar la crisis del coronavirus y a acusar a los demócratas y a los medios de comunicación norteamericanos. Antes de que llegara a la cena con Bolsonaro, se supo que algunos participantes en el evento del CPAC, que interactuaron con Trump, se pusieron en cuarentena. Al menos uno sería confirmado positivo al virus del Covid-19 ese día. Mas tarde, tuvo lugar el encuentro entre ambos presidentes y sus comitivas en el complejo de Mar-a-Lago.

Al día siguiente, ya de vuelta en Brasilia, se anunció que el secretario de información del gobierno también había dado positivo para el Covid-19. Una semana después se confirmaría que ya eran once los miembros de la comitiva brasileña con el virus. Uno de ellos, senador, declaraba en tono jocoso que desde que volvió a Brasilia ha abrazado a la mitad del congreso nacional. Se sabe también que el alcalde de Miami, que estaba en la cena, ha sido diagnosticado con la enfermedad.

Poco después se produjo uno de los episodios más fantásticos de esta deriva que supera cualquier ficción. El diputado Eduardo Bolsonaro dijo al periodista John Roberts, de Fox News, que su padre, Jair Messias, era uno más de los contagiados con el Covid-19. La noticia no tardó en ganar las tapas de los diarios norteamericanos, que publicaron fotos de los dos presidentes en Mar-a-Lago, sonriendo y dándose la mano en repetidas ocasiones. Un par de horas después, Eduardo Bolsonaro apareció en el programa America’s Newsroom, de la propia Fox News. Visiblemente alterado, casi tartamudeando, negó la noticia anterior y afirmó que su padre se había realizado una segunda prueba, que resultó negativa. La entrevistadora defendió la información que había dado a conocer su colega Roberts, un reconocido periodista de Fox News que ha actuado en la línea de frente de la ultraderecha norteamericana. Eduardo retrocedió, dando por terminada la entrevista de forma abrupta, afirmando que su padre está sano y que no hay motivo de preocupación. Poco después, desde su cuenta de Twitter, dijo en tono jocoso que la prensa es tan maligna que hasta “nuestros amigos de Fox “a veces se equivocan (“dão uma barrigada”, una noticia falsa, en la jerga periodística brasileña). Pocas horas después de ese circo, la casa de gobierno anunció, sin mayores explicaciones, que el presidente hará una cuarentena de siete días y se someterá a nuevos exámenes.

Para ese entonces la expansión de la pandemia había ganado ya un ritmo acelerado. El viernes 13 de marzo, la OMS declaró que el epicentro se había trasladado a Europa. Los Estados Unidos presentaban ya más de 1,000 casos, Trump hablaba en cadena nacional, reconociendo por primera vez la gravedad de la situación y anunciando las primeras medidas. Ese día, Bolsonaro le dedicó menos de cinco minutos a la pandemia en su transmisión habitual por YouTube, y ni siquiera la llamó por su nombre. Sin embargo, apareció de manera desopilante, usando una mascara quirúrgica y reconociendo que está en cuarentena. La situación era tan inusitada que, al día siguiente en Washington, en la conferencia de prensa ofrecida por el presidente Trump en la Casa Blanca, luego de anunciar la emergencia nacional en los Estados Unidos, varios periodistas le preguntaron si estaba siguiendo la situación de Brasilia, dejando al presidente sin respuesta. Poco después, la Casa Blanca informaría que Trump se ha hecho el test y ha dado negativo.

Un nuevo acto de la tragicomedia se produjo el domingo 15, después de que las autoridades sanitarias brasileras informaran que el nuevo coronavirus había infectado a más de 150 personas en el país, que los casos se expandían ya de forma descontrolada en buena parte del territorio nacional y que se anunciaran las primeras medidas: cierre de universidades y algunas escuelas, recomendaciones del ministerio de salud sobre “distancia social”, varias y heterogéneas acciones de los gobiernos provinciales y municipales, que incluyen la cancelación de eventos públicos, deportivos, y culturales.

Como estaba previsto, aunque en un número francamente menor a lo esperado por los organizadores, y yendo en contra de las directrices del Ministerio de Salud, manifestantes se reunieron en las principales ciudades del país, acicateadas por una intensa actividad en internet donde es visible la acción de los ejércitos de bots bolsonaristas. El obispo Edir Macedo, dueño y principal figura de una de las más importantes iglesias neopentecostales, la Iglesia Universal del Reino de Dios, hizo circular un video acompañado por un “médico” que asegura que el Covid-19 no mata y que todo no pasa de una invención de la izquierda, el PT, los demócratas norteamericanos, la OMS y la prensa internacional. Las personas pueden y deben mantenerse físicamente unidas, afirmaba el obispo, mientras los manifestantes cargaban pancartas que decían “todo el poder emana del pueblo” y pedían la vuelta de los militares. En el paroxismo del delirio, el propio presidente rompió la cuarentena, se unió a los manifestantes, los tocó y abrazó, usó sus celulares para sacarse selfies con ellos y luego declaró: “los que quieren mantener al presidente encerrado son partidarios del golpe de estado”.

La opinión pública pareció estremecida por la actitud irresponsable del presidente, los titulares de ambas cámaras, ministros de la suprema corte de justicia y varios gobernadores criticaron abiertamente a Bolsonaro. Un senador cercano al gobierno declaró que debe ser visto como el típico borracho de fiesta de casamiento, que no merece ser tomado en serio. El propio ministro de salud pidió prudencia y llamó a evitar las aglomeraciones, en una casi explícita censura a su propio jefe, mientras los casos confirmados de coronavirus se aproximaban a 300. [Hasta hoy, son 428 los casos confirmados].

En este punto, la curva se ha transformado ya en una línea recta ascendente. Los gobiernos de los estados avanzan en la restricción de los movimientos, se acentúan los reclamos por la inexistencia de un plan nacional de contención y mitigación de la pandemia. La crisis económica gana ritmo y el ministro de economía corre para insertar en su radical agenda neoliberal tímidas medidas que poco mitigarán el sufrimiento de la población brasilera. Varias figuras del arco liberal, muy lejos de cualquier sospecha de “izquierdismo”, incluyendo a renombrados economistas ortodoxos, piden la acción del estado con urgencia, al tiempo que denuncian la tragedia del desgobierno, o de la ausencia de gobierno nacional. Algunos demandan la revisión inmediata de la draconiana enmienda constitucional votada en 2018 (poco después del impeachment de Dilma Rousseff) que impide la expansión del gasto público por dos décadas.

La constitución sancionada en 1988 estableció que la salud pública es un derecho humano en Brasil y dispuso la creación del Sistema Unificado de Salud (SUS). Desde entonces, con avances y retrocesos, el SUS se ha transformado en un patrimonio nacional, extendiendo su presencia en todo el territorio, junto a la acción de varias instituciones públicas ligadas a la salud como, entre otras, la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz) en Rio de Janeiro y el Instituto Butantã en São Paulo, referencias internacionales en la lucha contra enfermedades tropicales, la fabricación de vacunas y de remedios –notablemente, pero no sólo, para tratamiento de VIH/Sida, todos distribuidos gratuitamente. Aún así, nada es color de rosa: hay déficit de médicos y de equipos, persistencia de enfermedades de alto impacto, muchas ligadas a la calamidad del saneamiento público, a la desarticulación entre los niveles nacional, estatal y municipal, entre otros, y a disposiciones legales y restricciones presupuestarias que han impedido la efectiva realización del mandato constitucional a lo largo de estas décadas. El gobierno de Bolsonaro dispuso también el fin del polémico programa Más Médicos, que permitía la presencia de miles de profesionales cubanos en frentes de atención primaria de la salud, sin ofrecer a cambio ninguna alternativa. Los profesionales de la salud brasileños han tenido que lidiar con el agudo deterioro de sus condiciones de trabajo y de la situación sanitaria de la población –el país, por ejemplo, atraviesa ya la mayor epidemia de dengue de su historia.

Sabemos que en este momento el destino de la humanidad tal como la conocemos se encuentra en juego, el horizonte colectivo gana contornos no definidos, no sólo en los aspectos más visibles de la salud y la economía. Voces optimistas apuntan hacia las oportunidades abiertas por esta crisis sin precedentes. En el caso brasileño, piensan algunos, eso puede incluso incluir el alejamiento del actual presidente. Las próximas horas, semanas, meses marcarán los rumbos de la actual deriva, en la que hay pocas certezas, la creación de un enorme sufrimiento social que se extenderá en el tiempo, el empeño de los científicos y los profesionales de la salud para mitigar la emergencia, la toma de conciencia y las nuevas formas de solidaridad que genera la tragedia.

En ese remolino, puede que el experimento Bolsonaro esté también llegando a su fin, lo que está lejos de implicar que en “la crisis encima de la crisis” generada por la pandemia Brasil pueda reencontrarse con el sendero de la democracia política y social. En la coyuntura del país, mucho importa también saber qué dirá la voz de los militares, soporte activo del actual gobierno. Y ver cómo se desarrollan los acontecimientos cada día. Las recientes noticias sobre motines en las prisiones de São Paulo, por ejemplo, pueden dar lugar a mayores conmociones. Brasil posee la tercera población carcelaria del mundo, solo detrás de Estados Unidos y China. Las posibilidades abiertas por la pandemia de un deterioro de la vida cotidiana son infinitas, especialmente para los más expuestos, como los presos, los desempleados o los que tienen trabajos extremamente precarios y aquellos que habitan en las periferias urbanas (sin hablar de migrantes o refugiados). Se forman, qué duda cabe, densas nubes autoritarias.

Las risas e ironías frente al Covid-19 de personajes como Bolsonaro, Recep Tayyip Erdogan, Andrés Manuel López Obrador o Donald Trump, entre otros, se enlaza con las (in)sensibilidad social de los no pocos que los apoyan. El mundo al que el negacionismo da forma –repetirlo en este caso no es una banalidad– disemina muerte y sufrimiento a escala global.

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Profesor de Antropología en el Museu Nacional de Rio de Janeiro. Miembro de la Escuela de Ciencias Sociales, Instituto de Estudios Avanzados, Princeton.


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