Los perdedores de una elección enfrentan un trago amargo pero indispensable: aceptar que hubo alguien mejor, más hábil, más querido, más popular. Deben, en suma, administrar la frustración de la derrota. A diferencia de la costumbre reciente, en la elección del domingo fuimos testigos de varios actos de dignidad democrática. Josefina Vázquez Mota, por ejemplo, ni siquiera esperó al conteo rápido del IFE: sabedora de su fracaso, decidió borrar cualquier sombra de duda y aceptó que no contaba con el favor del electorado. Cumplió, así, con el debido proceso democrático. Lo mismo hizo Gabriel Quadri, quien aceptó su propio descalabro, que en el fondo escondía un éxito deleznable: el registro para Nueva Alianza. Todos los otros actores de la competencia estuvieron, también, a la altura: el árbitro, el presidente en funciones, el ganador de la contienda. Todos, salvo Andrés Manuel López Obrador, quien volvió a optar por postergar la normalidad democrática del país. Estaba en su legítimo derecho: después de todo, en efecto, la última palabra no la tiene el conteo rápido ni el famoso PREP. Pero uno intuye que López Obrador sabe que ha perdido. Y sabe que su derrota ha sido más clara, más inobjetable que la de 2006. ¿Por qué, entonces, no quiso demostrar altura cívica? ¿Por qué, en su discurso del domingo, tomó el camino de la dilación, recurriendo de nuevo a la retórica de la conspiración (“la realidad es otra cosa”, “tenemos otros datos”, etcétera)? ¿Por qué prefiere, de nuevo, restar legitimidad a quien lo ha derrotado antes que comenzar, desde ahora, una oposición minoritaria robusta, pero leal?
Solo el propio López Obrador sabe las respuestas. Creo, sin embargo, que ha llegado el momento de sugerirle que libere a la izquierda mexicana del grillete que implica su personalísima persecución del poder. Hace algunos meses, López Obrador me concedió una larga entrevista. Fue una buena charla; llena, para mí, de descubrimientos. Al final le pregunté al candidato cómo me recomendaría, a su debido tiempo, explicarle a mi hijo de cuatro años quién ha sido López Obrador en la vida mexicana. “Un luchador social”, me dijo, con emoción. Me explicó que, en su cálculo más íntimo, es más importante el veredicto de la historia que la conquista de un cargo público. Le creí. Sé que López Obrador ha estudiado a fondo la historia de nuestro país, en la que quisiera figurar como un hombre que enarboló ideales y principios. Es un objetivo noble. Precisamente por eso me parece que debe hacer un examen de conciencia y poner de lado sus aspiraciones electorales futuras.
Digo lo anterior como un ciudadano huérfano. Hace años, en estas mismas páginas, me declaré un hombre de izquierda. Me repugna el capitalismo en su versión más rapaz. Creo en la libertad plena de las minorías. Respaldo el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio y adoptar, así como el de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. Creo que el debate de la regulación de las drogas es impostergable. Soy, en suma, un votante natural de izquierda. Pero no soy lopezobradorista. Y no lo soy porque no creo que, en el fondo, López Obrador sea un hombre de conciencia liberal. Y tampoco lo soy porque he sufrido en carne propia la erupción de ponzoña verbal a la que, durante ya muchos años, nos han sometido los simpatizantes del lopezobradorismo. He visto cómo, con la venia absoluta de López Obrador, se han mancillado trayectorias cívicas e intelectuales que podrán ser cuestionadas desde una perspectiva ideológica, pero nunca desde su compromiso con un México mejor, más sano, más democrático. López Obrador nunca hizo algo para detener a los que sometieron a muchos a un abuso aberrante y cotidiano. En aquella entrevista, el candidato me explicó que toda esa virulencia, ese vómito ignorante, le parecía comprensible después de “lo que pasó en 2006”. Así, amparado en un mito, López Obrador se sentó a ver a la turba escupirle a los que, desde la reflexión honesta, estuvimos en desacuerdo con él. La agresión no me amedrenta, pero tampoco la olvido.
El futuro electoral de la izquierda ya no es Andrés Manuel López Obrador. Creo, por otro lado, que el hombre de Tabasco no debe irse a su famoso rancho; debe permanecer entre nosotros. Pero ya no debe encabezar un proyecto cuyo desenlace sean las urnas. Debe, en cambio, dedicarse a esa otra ambición: la del líder social. Si no lo hace, su lugar en la historia no solo se verá ensombrecido. Le ocurrirá algo peor: será recordado como un hombre que, en aras de la satisfacción narcisista, condenó a un país entero al encono y, peor aún, a la versión más pobre y estéril de la indignación.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.