El diablo está en la implementación

En España sufrimos el fracaso frecuente de políticas públicas bienintencionadas, pero mal ejecutadas. Incluso las mejores ideas pueden ser malas políticas públicas cuando falla su implementación.
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El éxito de cualquier política pública depende de su apoyo político, su diseño técnico y su implementación. Sin sostén político, será abortada o nacerá muerta. Si su diseño no ataja las causas del problema que pretende solucionar, se acabarán los recursos antes que el problema. Si la implementación naufraga, no hay capital político ni intelectual que la reflote. Por lo tanto, política, técnica e implementación forman la divina trinidad de las políticas públicas. Sin embargo, es fácil identificar al hermano feo. La política acapara editoriales, tertulias, telediarios y mítines. La técnica goza del lustre académico y el cariño de los intelectuales reformistas, que priorizan las policies sobre los politics. Mientras tanto, la implementación no tiene quién le escriba.

Ignorar la implementación es un error común pero costoso. En España sufrimos el fracaso frecuente de políticas públicas bienintencionadas, pero mal ejecutadas. Para revertir esta situación, debemos empezar por juzgar las políticas públicas por sus resultados concretos, no por sus padrinos políticos ni por sus méritos teóricos o probados más allá de nuestras fronteras. Al hacerlo, veríamos que incluso las mejores ideas pueden ser malas políticas públicas cuando falla su implementación. Para que ésta sea exitosa, debemos revolucionar la administración pública: flexibilizar contrataciones y procesos, atajar las injerencias políticas y promover la transparencia y la rendición de cuentas.

En Construyendo la capacidad del Estado, los economistas Andrews, Pritchett y Woolcock muestran que la implementación determina, en gran medida, el impacto de las políticas públicas. Entre decenas de estudios, tal vez el más memorable sea el de las “cartas perdidas”. En él, unos investigadores aprovecharon la existencia de una política casi universal: en 159 países, un correo internacional con una dirección errónea ha de ser devuelto al remitente en un plazo de 30 días. Los investigadores mandaron 10 cartas con direcciones falsas a cada uno de esos países y se sentaron a esperar. 90 días después, las diferencias entre países eran mayúsculas. Mientras todas las cartas enviadas a países como Noruega, Finlandia y Uruguay fueron devueltas, en 25 países, incluyendo Somalia, Egipto y Honduras, ninguna carta volvió a su remitente. La parábola de las cartas perdidas es simple pero ilustrativa: una misma política puede conllevar resultados diametralmente opuestos.

Desafortunadamente, en España abundan las buenas ideas mal implementadas, prometedoras en papel y decepcionantes en la práctica. La covid-19 ha dejado un reguero de ejemplos, ninguno más claro que los rastreadores de contactos. Desde finales de marzo, era evidente que los países debían dotarse de sistemas de trazado de contactos para luchar contra la pandemia.

Seis meses después, al comenzar la segunda ola, casi ninguna región de España tenía rastreadores suficientes. Por ejemplo, la Comunidad Autónoma de Madrid había logrado contratar menos de setecientos rastreadores para seis millones y medio de habitantes, menos de la mitad de la cifra recomendada. Merece la pena aclarar que casi cualquier trabajador está capacitado para ser rastreador de covid-19 y que la inversión en trazar contactos debe tener el mayor retorno desde la compra del primer bitcoin.

Sin embargo, las trabas administrativas lastran las políticas públicas españolas más allá de la pandemia. Aunque el ejecutivo haya presupuestado la ejecución del 100% de las ayudas europeas para el 2021, apenas se ejecutaron un tercio en los últimos cinco años. A principios de octubre de 2020, la Seguridad Social solo había aprobado 90.800 del casi un millón de solicitudes presentadas para el ingreso mínimo vital (IMV). Las políticas activas de empleo son una gran idea, pero en 2019 la Airef concluyó que, tras invertir 6.500 millones anuales, los programas existentes no aumentaban la probabilidad de encontrar empleo entre sus beneficiarios. A estos ejemplos les sigue un largo etcétera.

Para otorgarle a la implementación la atención que se merece, debemos superar la falacia de la homogeneidad. En medios y redes sociales, solemos leer a expertos defender que la política pública X o Y es un éxito o un fracaso, en base a un estudio de la universidad Z (preferiblemente una de esas que venden sudaderas como churros, tipo Oxford o Harvard). Por lo tanto, suelen inferir que deberíamos adoptarla (o repudiarla) en España.

Sin embargo, es erróneo pensar que una misma política pública (sea la formación a parados, la compra de medicamentos o los huertos urbanos) tenga siempre el mismo impacto con independencia del contexto o los detalles de la implementación. Si la universidad Z investigase un negocio de fontanería que acabase quebrando, ningún editorial titularía “las fontanerías no funcionan”. Donde algunos fontaneros quiebran, otros prosperan. Lo mismo ocurre con las políticas públicas. La clave, en ambos casos, es entender el porqué.

Con frecuencia, detrás de una mala implementación, se esconde la falta de capacidad administrativa. En España urge potenciarla rápida y agresivamente. Al menos tres principios pueden guiar la reforma: flexibilidad, independencia y rendición de cuentas. Para flexibilizar contrataciones y procesos, debemos reformar el sistema actual de oposiciones, que privilegia a clases medias y altas, desincentiva a trabajadores con experiencia en el sector privado y limita la capacidad de maniobra durante las emergencias.

La contrapartida a la flexibilidad ha de ser la independencia de la administración, para evitar el parasitismo político. Con este fin, podrían explorarse mecanismos de selección de altos cargos como los concursos públicos, el sorteo entre candidatos cualificados y la elección entre pares. Por último, necesitamos impulsar una cultura de la evaluación y la rendición de cuentas. Por encima de todo, evaluar las políticas públicas ha de servirnos para aprender y mejorarlas, no para colgarnos medallas o atizar al adversario. Un político que apadrina una política bien fundamentada y garantiza el rigor de su evaluación merece más crédito que crítica, aunque su política no alcance el impacto esperado.

Mejorar la capacidad de implementación de políticas públicas no es un reto fácil ni glamuroso. Pero si lo superamos, millones de españoles podrían recibir mejores servicios de sus instituciones, sufrir menos infortunios y acceder a más oportunidades. En palabras de Rajoy, esta “no es una cosa menor… dicho de otra forma, es una cosa mayor”.

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