Acepte el lector un paseo por el infierno.
Son las nueve de la mañana en una escuela primaria. De la nada, un hombre irrumpe a balazos. Lleva un par de pistolas y un rifle semiautomático lleno de balas especialmente diseñadas para provocar el mayor daño posible. Después de matar a la directora del plantel, camina hacia uno de los salones de clase. Adentro hay 14 alumnos y su maestra. Los niños, aterrados, se apilan en un rincón. Se abrazan unos a otros, tratan de protegerse. El tipo apunta el rifle y, en cuestión de segundos, despedaza a los pequeños. El daño, dirán después los forenses, desafía cualquier capacidad de descripción. Debajo de la pila ensangrentada queda un solo niño vivo: morirá tiempo después. Junto a la puerta cuelgan 14 pequeños abrigos de invierno. El asesino sale y se dirige al siguiente salón. Ahí, la profesora ha tenido el buen tino de meter a sus alumnos a un clóset. Cuando el loco entra, seis tratan de escapar. No llegan lejos: el tipo los llena de plomo. Lo mismo ocurre con la maestra. Con la policía cerca, el asesino finalmente se pega un tiro. A los pocos minutos, la policía abre la puerta del armario. Ahí, en la oscuridad, testigos de la muerte, están siete niños de primaria. Vivos solo por gracia de Dios. Para salir del salón deben esquivar los cuerpos destrozados de sus compañeros, el de su maestra y el del homicida, que se ha volado los sesos. “Papá”, dirá minutos después una de las sobrevivientes, “estoy bien…pero todos mis amigos están muertos”. Estaba llena de sangre.
Estados Unidos: país enfermo.
Hay, en este país, más lugares para comprar armas que cafeterías Starbucks en todo el planeta. Estados Unidos es un país inundado de armas y municiones: pistolas, rifles semiautomáticos, cargadores de capacidad múltiple, millones de balas de todo tipo disponibles por Internet. El negocio de las armas vale no menos de 4 mil millones de dólares anuales. Hay 310 millones de armas en Estados Unidos. Cuatro millones más se suman al mercado cada año. La muerte hecha industria.
¿Qué se puede hacer para revertir la situación? Hay dos tipos de respuestas. La primera tiene que ver con la regulación. Quienes proponen mayores restricciones a la compra venta de armas en Estados Unidos señalan tres puntos específicos que deben reglamentarse de manera estricta cuanto antes: la disponibilidad de cartuchos de gran capacidad que permiten masacres veloces y certeras, como las de Connecticut o Colorado, la venta de armas de asalto (como el rifle Bushmaster .223 que usara Adam Lanza en Newtown) y la aberrante facilidad con la que prácticamente cualquier persona puede comprar un arma sin necesidad de verificación. Las tres medidas son urgentes, no solo para Estados Unidos, sino para México, donde la enfermedad estadunidense ha facilitado ese río de sangre que nos indigna.
Hay otra “solución” que se ha puesto de moda. Algunos dicen que, dado el calibre de la crisis, lo mejor que podría pasar en este país es que haya más armas, no menos. En un artículo provocador para The Atlantic, Jeffrey Goldberg explica que, con 300 millones de armas en la calle, ya “es demasiado tarde” para que Estados Unidos piense en controlar lo que se salió de control hace mucho tiempo. Es mejor, sugiere, permitir que cualquiera pueda llevar un arma: si ya vamos a tener a orates entrando a escuelas para acabar con 20 pequeñas vidas —abrazados, temblando de miedo— despidiéndose del mundo en una esquina de un salón de primaria, mejor que las maestras —y todos— estén armados también. Ante la amenaza de la violencia, mayor violencia.
En otras palabras, Goldberg le pide a su país que asuma su enfermedad.
Y lo que es peor: su derrota.
Goldberg no propone una salida, propone una claudicación.
¡Vaya tragedia!
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.