Mi relación con el Sistema de Administración Tributaria (SAT) nunca ha sido tersa (¿lo ha sido la de alguien alguna vez?), pero hasta hace un año entre el SAT y yo mediaba un contador que, a través de un lacónico mail, me informaba: “Este mes pagas tanto de IVA y tanto de ISR”; “¡Los libros no tienen IVA, empieza a gastar tu dinero en cosas que tengan IVA”; “Solo puedes deducir los gastos que son estrictamente necesarios para realizar tu actividad profesional”. Este último punto siempre era contencioso y terminábamos enfrascados en diálogos como el siguiente:
Yo: Pero necesito comer y vestirme para realizar no solo mi actividad profesional sino, básicamente, ¡cualquier actividad!
Mi contador: Solo puedes deducir los gastos que son estrictamente necesarios para realizar tu actividad profesional.
Finalmente el año pasado decidí hacerme cargo de mi propia contabilidad, y no hay mes que no me arrepienta. En 2014, cuando empezó a ser obligatoria la factura electrónica bajo el esquema CFDI, la promesa era que todo sería “más fácil, más rápido y con procesos administrativos simplificados”. Y ciertamente emitir la factura (en ese entonces la versión 3.2) usando el servicio gratuito del SAT era muy sencillo. Lo complicado venía con las declaraciones mensuales: la del impuesto sobre la renta, del IVA y la informativa para operaciones con terceros (los proveedores que te emitieron las facturas que estás deduciendo). Por razones que el servicio técnico del SAT no pudo ayudarme a resolver, no he logrado presentar correctamente mis declaraciones desde mi computadora, así que, como parte de mis rituales cívicos mensuales, antes del día 17 de cada mes me apersono (previa cita, porque si no la experiencia en un infierno doble) en alguna oficina del SAT a presentar mis declaraciones.
En cada una de estas visitas siempre me sorprende la cantidad de gente con la que termino en el salón de asesoría colectiva. Es gente que se ve, y se oye, genuinamente preocupada por su situación fiscal, pero las explicaciones que dan los asesores son demasiado generales y apuestan más a la memoria que a la comprensión. De ahí que no sea extraño reconocer las mismas caras de desconcierto al mes siguiente y ver a varios, derrotados y ofuscados, escabullirse hacia la puerta. “Veré si lo logro el mes próximo”, me dijo la última vez un contribuyente afligido que estaba a dos computadoras de la mía. Y así, en menos de 30 minutos vi cómo un ciudadano que intentaba “ponerse a mano” con el SAT se convertía en un evasor fiscal potencial.
El SAT siempre insiste mucho en nuestra pobre cultura fiscal, y su sitio web, bajo el nombre de Civismo Fiscal, enumera los ocho valores que contribuyen a la “cultura tributaria”:
- Trabajo en equipo
- Lealtad
- Solidaridad
- Perseverancia
- Honradez
- Fortaleza y templanza
- Cómo el vino se convirtió en agua
- Los valores y el progreso
Pero toda esta palabrería fiscal no sirve de nada porque pagar impuestos no se entiende como una responsabilidad moral, sino como una responsabilidad legal (y ya saben cuán baja puede llegar a ser nuestra disposición hacia la legalidad).
En “Evasión y elusión fiscal: su abordaje a través de la integración de una nueva estrategia educativa”, Adriana Verónica Hinojosa Cruz señala que una de las primeras mediciones de opinión pública para conocer por qué las personas no pagaban impuestos arrojó los siguientes resultados: a) porque es muy difícil; b) porque no pasa nada si no se paga; c) porque otros tampoco pagan impuestos; d) porque estoy exento; e) porque me ahorro dinero; f) porque si pago, el gobierno se los roba o no los usa correctamente; f) porque los impuestos son muy altos; g) porque no existe una cultura de contribuir; y h) no sabe por qué. Entre 2006 y 2013 el SAT ha solicitado estudios y opiniones sobre el mismo tema que le han arrojado resultados similares. ¿Por qué entonces se la seguimos poniendo tan difícil a los contribuyentes?
Cuando se aprobó la reforma fiscal de 2014 estábamos muy preocupados por todos los cambios, pero hicimos pocas preguntas sobre cómo se iba a operar y, sobre todo, hacia dónde se iban a canalizar los nuevos recursos que esperaban recaudar. Un par de años después José Antonio Meade, en ese entonces Secretario de Hacienda, explicaba que la tecnología le había permitido al SAT simplificar el pago y el cobro de impuestos. ¡Qué alegría que le funcione al SAT! Hablemos ahora de lo que necesitan y les importa a las personas físicas y los pequeños contribuyentes y de en qué momento la política fiscal jugará el papel que debe: garantizar una sociedad un poco más justa e inclusiva a través de la redistribución y la lucha contra las fallas del mercado.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.