El optimismo ha muerto

La idea de Gramsci de que lo viejo no muere y lo nuevo aún no ha nacido, y ahí se dan los fenómenos morbosos la acepatarían tanto conservadores como progresistas para explicar lo que ven como amenazas.
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El optimismo ha muerto, y dadas las realidades empíricas –el optimismo es empírico o no es nada– hay poco que añadir, mientras que la esperanza se está agotando, lo cual resulta al menos un tanto sorprendente, pues se trata de una categoría más metafísica que empírica. Gramsci era un pensador demasiado profundo para haber sostenido realmente su “pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad”. Y como la mayoría de las trivialidades simplistas y reconfortantes, que casi sin excepción son binarias –me viene a mientes “si no eres parte de la solución, eres parte del problema” de Eldridge Cleaver–, por mucho que armen de valor la voluntad confunden la mente (y además entrañan el inconveniente, como señaló Enzensberger, de ser falsas). No ha de extrañar entonces que la frase fuera producto de la cabeza más bien simple, aunque noble, de Romain Rolland y no de la profundamente sutil de Gramsci. A pesar de todo, Gramsci adoptó la frase y la empleó por primera vez en su “Discurso a los anarquistas”, publicado en L’Ordine Nuovo en abril de 1920, justo cuando la situación en Turín se precipitaba hacia la huelga general. Gramsci en efecto hizo suya la frase citándola una y otra vez hasta que, en 1933, pocos meses después de que Hitler fuera nombrado canciller alemán, parece haberla rechazado en parte al escribir a su hermana, Tatiana Schucht: “Hasta hace poco era, por así decirlo, pesimista en mi inteligencia y optimista en mi voluntad –y añade–: hoy ya no pienso de ese modo. Esto no supone que haya decidido rendirme, por así decirlo. Sino que ya no veo ninguna salida concreta y ya no cuento con una reserva de fuerza disponible a la que pueda recurrir”.

Por supuesto, es difícil discernir hasta qué punto Gramsci se refería a su debilidad física y hasta qué punto albergaba dudas sobre lo que hasta entonces había tenido por la coherencia moral y política de su célebre prescripción. Pero no cabe duda de que al menos había abandonado el binarismo en el que su pensamiento se había asentado durante tanto tiempo. Por eso Asad Haider, cuyo ensayo “Pesimismo de la voluntad” es una brillante exposición de los juicios de Gramsci al respecto, ha insistido en que “nuestro momento actual nos muestra que las ideas de Gramsci no están bien representadas por el lema, ‘pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad’. De hecho, entenderemos mejor nuestra situación si la invertimos”. Haider insiste, con razón en mi opinión, en que “nuestro horizonte subjetivo es el optimismo del intelecto; nuestra condición objetiva y estructurante es el pesimismo de la voluntad. Sin optimismo del intelecto, tenemos el partido sin la gente. Sin pesimismo de la voluntad, tenemos la ilusión de poder. Hasta que reconozcamos esto, no hay vía para la acción”.

Todo aquel que atienda los amplios vuelos retóricos de lo woke sobre el cambio revolucionario que se despliegan sin límites en el ámbito académico reconocerá cuánto han arraigado estas ilusiones de poder, en su mayoría infundadas (en justicia, la retórica de los liberales y conservadores antiwoke alientan estas ilusiones, hasta el punto de que ellos mismos son copartícipes de su propagación a todos los efectos). No obstante, Gramsci asimismo precisa de una menos evidente revisión del célebre diagnóstico de su tiempo, según el cual: “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”.

Es un juicio que parece tan pertinente en 2023 como en 1930, año en que Gramsci anotó dicha observación en sus Cuadernos de la cárcel. De hecho, como clave explicativa es probable que atraiga tanto a los conservadores consternados por lo trans como a los progresistas horrorizados por lo que creen es un renacimiento del fascismo en Estados Unidos bajo el aspecto del trumpismo. Aunque también sufre de graves limitaciones como clave explicativa. A pesar de toda la finura de su pensamiento, el marxismo de Gramsci todavía está inscrito en la narrativa del progreso. O, dicho de otro modo, Gramsci fue el azote de lo que consideraba “determinismo mecánico” en la historia y la política, pero seguía siendo un determinista. De un modo u otro la crisis acaba resolviéndose: lo viejo al cabo muere; lo nuevo al cabo nace. Cuesta imaginar a Gramsci repitiendo, con Martin Luther King Jr., que “el arco del universo moral es amplio, pero se curva hacia la justicia”. Si bien su fe en lo nuevo es un equivalente funcional de la predicción de King.

El problema reside en que el morboso interregno descrito por Gramsci parece cada vez menos un obstáculo en el camino al futuro y más bien al futuro mismo. Sin duda no parece haber base empírica alguna para pensar lo contrario, y mucha para suponer esa inversión, habida cuenta de la catástrofe climática que con razón aterroriza a los jóvenes, si bien se equivoquen al creer que todavía hay tiempo para remediarla, motivo por el cual, contra todas las narrativas del progreso, entre ellas la de Gramsci –una de las más sutiles jamás formuladas– lo nuevo, cuando nazca, será mucho peor que lo viejo. Y entonces los síntomas morbosos serán lo que menos preocupen a la humanidad.

Traducción del inglés de Aurelio Major.

Publicado originalmente en el blog del autor.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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