Imagen: Utagawa Kunisada / Dominio público

El poder difamador

En la demanda del exgobernador de Coahuila contra Sergio Aguayo, la jurisprudencia vigente se inclina en favor de la libertad de expresión ejercida por el periodista. Sin embargo, soplan vientos autoritarios que podrían llevar la sentencia al polo contrario.
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La demanda del exgobernador de Coahuila contra Sergio Aguayo debe topar con la razón y el derecho. La jurisprudencia vigente se inclina en favor de la libertad de expresión ejercida por el periodista. Sin embargo, soplan vientos autoritarios que, para vergüenza de nuestra democracia, podrían llevar la sentencia al polo contrario. Ojalá no suceda. Sería lamentable.

La defensa jurídica sobre la “posición preferencial” de la libertad de expresión en sociedades democráticas está contenida en una sentencia emitida por la Suprema Corte de Justicia en noviembre de 2011. Su ponente fue el actual ministro presidente, Arturo Zaldívar Lelo de Larrea. El criterio “para juzgar la constitucionalidad de las opiniones emitidas en ejercicio de la libertad de expresión –decía el dictamen– es el de relevancia pública”, que a su vez depende “del interés general por la materia y por las personas que en ella intervienen”.

Puede ocurrir –y ocurre a menudo– que esas opiniones tengan una connotación problemática. Sobre ese punto, Zaldívar citaba a James Madison: “cierto grado de abuso es inseparable en el adecuado uso de todo; y en ninguna instancia es esto más cierto que en la prensa”. Pero “el valor constitucional de una opinión” –continuaba el texto– “no depende de la conciencia de jueces y tribunales” sino de su “competencia con otras ideas” en lo que se ha denominado “el mercado de ideas”. Esa competencia, y el consecuente “debate de ideas” que ella genera, es lo que, a la postre, “conduce a la verdad y a la plenitud de la vida democrática”. El razonamiento concluía así:

El debate en temas de interés público debe ser desinhibido, robusto y abierto, pudiendo incluir ataques vehementes, cáusticos y desagradablemente mordaces sobre personajes públicos o, en general, ideas que puedan ser recibidas desfavorablemente por sus destinatarios y la opinión pública en general, de modo que no sólo se encuentran protegidas las ideas que son recibidas favorablemente o las que son vistas como inofensivas o indiferentes. Estas son las demandas de una sociedad plural, tolerante y abierta, sin la cual no existe una verdadera democracia.

El corolario natural de aquella sentencia es el siguiente: cuanto más alta es la relevancia pública de los destinatarios de una crítica, mayor debe ser su tolerancia a la crítica. Aplicado al caso Aguayo, la conclusión es evidente: debido a la relevancia pública –en particular, política– del señor Moreira, Aguayo debe ser exonerado.

Hasta aquí la jurisprudencia del caso. Pero hay factores políticos sin precedente que convergen, de manera decidida, a favor de Aguayo. Me refiero, claro, a la difamación y el descrédito que de manera cotidiana se expresan desde el poder contra los periodistas independientes o las voces críticas. De otra índole (amenaza cumplida, acoso fiscal, ahogo financiero, asalto físico, incluso asesinato) siempre ha habido violencia del poder contra el gremio. Pero la violencia verbal que se ejerce ahora no fue característica del viejo sistema político ni de las tres primeras administraciones del siglo XXI.

Esta situación no solo atenta contra la jurisprudencia mencionada (a más visibilidad, más tolerancia) sino que, de manera flagrante, la revierte, la viola, la corrompe. A pesar de la inmensa desproporción de visibilidad pública entre ambas entidades, el poder agrede al periodismo. Y no cualquier poder, sino el poder absoluto. Y no cualquier violencia, sino la mayor gama de insultos, descalificaciones y difamaciones jamás escuchadas desde el púlpito presidencial. La conferencia de prensa matutina la recogen y trasmiten todos los medios y reverbera multiplicada por las redes sociales, tanto las genuinamente convencidas de su mensaje como las contratadas para encomiarlo y atacar a los críticos. En cambio, el periodista solo publica en su medio, en sus cuentas en redes sociales (si las tiene) y las de sus seguidores (si los tiene).

Hay un elemento adicional, gravísimo y por eso decisivo: México es uno de los países en donde más se mata a periodistas. En un contexto tan polarizado y violento, una calumnia del presidente puede ser la flama que lleve a alguien a atentar físicamente contra el periodista. Es un milagro que no haya ocurrido.

¿Qué haría la Suprema Corte si un periodista difamado (o un grupo de periodistas, o un colectivo civil) presentara una demanda contra el poder difamador? Si es fiel a su propia jurisprudencia, debería favorecer al periodista y condenar al poder.

 

Publicado en Reforma el 23/II/20.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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