El 1 de diciembre de cada seis años, un ciudadano, electo democráticamente en comicios mediante el sufragio libre y secreto de sus pares mayores de edad, realiza la protesta ante el Congreso de la Unión de cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen.
Mediante este juramento, ese ciudadano se convierte en el Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Si bien esta calidad no le resta a su ciudadanía, debido a la suma de atribuciones, responsabilidades y facultades que adquiere, sí lo limita, conforme al principio jurídico de legalidad que establece que una autoridad solo podrá hacer aquello que le está expresamente permitido, mientras que los ciudadanos podrán hacer todo aquello que no les esté prohibido. Si acaso, el común denominador entre ambos es la prohibición de transgredir la ley.
Probablemente el amable lector concuerde con que en el párrafo anterior no se está descubriendo el hilo negro. Sin embargo, si bien en nuestra historia política sobran ejemplos de exceso en las atribuciones y facultades, así como de incumplimiento de la ley en el ejercicio del poder público, lo cierto es que el surrealismo del quehacer político tiene ya tintes neuróticos en el presente sexenio.
La que suscribe no tiene temor en señalar, sin mucho margen de error, que casi se antoja ya un rito diario presidencial pasar por encima de una ley o violar algún derecho humano. Incluso se destina un presupuesto de 30 millones de pesos al año –de acuerdo a datos del último ejercicio fiscal– para la realización del foro de comunicación social conocido como “la mañanera”, en el cual el presidente López Obrador utiliza o se despoja de la investidura presidencial a conveniencia, mientras abiertamente establece su moral, opinión, y cuitas personales por encima de las leyes. Todo ello, bajo una errónea e indebida interpretación de conceptos como “legítima defensa”, “derecho de réplica” o de la propia calidad de “ciudadano”.
Primero: el titular del Ejecutivo es, en efecto, un ciudadano. Pero su ciudadanía está subordinada a la investidura presidencial y confinada a la obligación constitucional que tiene el presidente, más que cualquier otro ciudadano común, de cumplir y hacer cumplir las leyes mexicanas cuando ejerza estas potestades cívicas mediante el uso de recursos públicos y con las herramientas que el ejercicio del poder público concede exclusivamente a quien ocupa tan elevado cargo.
Más aun: en el caso del presidente es mandato constitucional no solo conocerla, sino promoverla, difundirla, cumplirla y garantizar su cumplimiento. Por ello resulta no solo extraño, sino perverso, que el titular del Ejecutivo federal tuerza la realidad, pretendiendo que actúa “en legítima defensa” cuando descalifica y calumnia a cualquier ciudadano o ciudadana que, en ejercicio de su derecho a someter a escrutinio el ejercicio del poder público, pone en evidencia potenciales casos de corrupción. Cuando los aludidos además son profesionales del periodismo, la intencional victimización del hombre más poderoso del país pretende influir en la descalificación de la credibilidad del reportero, analista o periodista, que constituye su principal capital profesional y herramienta de trabajo.
Y es que la “legítima defensa” es en sí una conducta antijurídica que busca provocar un daño y que está excepcionalmente atenuada en la ley por la condición de pretender repeler un ataque directo previo en contra de quien la ejerce, que además, se encuentra en una posición de clara desventaja frente a su agresor.
En la concepción personal del presidente, es legítimo que, usando recursos públicos y desde el foro de máxima difusión de comunicación social de presidencia, busque causar daño a quien, por citar un ejemplo, publique información que cuestiona el ejercicio de la gestión pública por un probable conflicto de interés. Pero el presidente se sitúa en una falsa desventaja ante ese comunicador o periodista, ya que no solamente se ha construido a través de las conferencias mañaneras el micrófono más poderoso del país, sino que también es el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno de México a un tiempo; es el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas; es el líder moral del partido político Morena, que tiene mayoría legislativa en ambas Cámaras del Congreso; es quien diseña y administra el presupuesto anual por el cual se gasta el dinero de la Hacienda Pública.
No obstante lo anterior, el presidente ha intentado en fechas recientes legitimar, también desde esa inexistente desventaja, que organismos como el SAT o el INAI se conviertan en sus perros de caza en contra de ciudadanos, en un franco ataque de intimidación para promover la autocensura, en detrimento del derecho a la información, tanto de quien la emite como de quienes pueden acceder a ella.
Cuando el presidente López Obrador no se escuda en esa ilegítima defensa, lo hace con el indebido ejercicio del derecho de réplica. Consagrado en el artículo 6º constitucional y regulado en la ley reglamentaria especifica para el ejercicio del mismo, este derecho tiene por objeto asegurar a todas las personas, incluyendo los servidores públicos de todas las jerarquías, la posibilidad legal de aclarar información sobre hechos falsos o inexactos que las aludan, publicados en los distintos medios de comunicación responsables de la difusión del contenido original, mediante los procedimientos y mecanismos que para tal efecto establece la Ley de la materia.
De tal suerte, si el titular del Ejecutivo considera que la difusión de determinada información le alude directamente, ocasionándole algún agravio, está obligado por ley a formular por escrito dirigido al medio de comunicación responsable de la publicación que contenga hechos falsos o inexactos, la aclaración que a sus intereses convenga, solicitando que tal aclaración sea publicada en el mismo medio emisor y, de preferencia, en el mismo espacio en que fue publicado el contenido original objeto de la aclaración, sin comentarios, anotaciones o apostillas adicionales. Cabe aclarar que la crítica periodística que verse sobre el presidente o su gestión no está sujeta al derecho de réplica a menos de que ésta se sustente en hechos falsos o inexactos, en los términos y mediante el mecanismo referido.
Sin embargo, cuando el presidente ataca desde su posición de autoridad y mediante el uso de recursos públicos a la persona que somete al escrutinio público a miembros de su gabinete, colaboradores o familiares cercanos por actos que estén vinculados al ejercicio del poder, sin refutar el mensaje, y lo hace desde su propio foro, sin aclarar la información y los hechos que le aludan que sean falsos o inexactos, y tomando toda crítica a cualquier subordinado como un ataque personal, no puede de ninguna manera considerarse que está ejerciendo un derecho de réplica; menos aun cuando no le está permitido expresamente en ley ejercer ese derecho en la mañanera. Por el contrario, tal conducta del presidente constituye un uso arbitrario del poder público y una clara transgresión a la ley reglamentaria del artículo 6º, párrafo primero de la Constitución.
Andrés Manuel López Obrador no tiene, ni como autoridad ni como ciudadano, patente de corso que le permita saltarse las trancas que la ley ha establecido como reglas objetivas tendientes a favorecer la sana convivencia de los miembros de un determinado grupo social. Como se dijo al inicio de este artículo, ese es precisamente el punto en común que comparten autoridades y ciudadanía: la prohibición de transgredir las leyes, sea que estas limiten el ejercicio del poder o establezcan las reglas mínimas que fomenten y promuevan el ejercicio responsable de la libertad de cada ciudadano o ciudadana mexicana.
Cabe decir, finalmente, que el error en que el presidente incurre cada vez que argumenta a su favor estas figuras jurídicas no puede ser justificado por la ignorancia o la desinformación: la investidura presidencial, por la responsabilidad que viene con ella, cuenta con varios y diversos medios de asistencia a través de la asesoría de los miembros de su gabinete, o el de asesores adscritos a la presidencia, tales como los de la Consejería Jurídica.
Pero si López Obrador quiere ejercer sus derechos como ciudadano y no como presidente, debe hacerlo fuera del escenario de las mañaneras –al que, por cierto, ningún otro ciudadano tiene acceso–, sin utilizar un solo peso del erario para ejercerlos, y mediante los procedimientos y mecanismos que para tal efecto establecen las leyes respectivas, los que tendría que cubrir cualquier otro mexicano de a pie. A fin de cuentas, hablamos del presidente que ha condenado como ningún otro los privilegios de los grupos de poder: esta es una buena oportunidad para que actúe en consecuencia.
es licenciada en derecho con especialidad en derecho fiscal por la UDLAP. Activista en favor de la cultura de la legalidad.