El apagón me pilló cortándome el pelo. El peluquero terminó de cortar en penumbra; el local es un bajo muy oscuro. Me habló del videojuego post-apocalíptico Fallout y me confesó que no estaba preparado para un escenario de guerra o de escasez. “Yo no sé hacer nada”. Yo le dije que también era un inútil. Pensé en mi amigo Mike, que fue boy scout en su California natal y tiene recursos para todo. Yo no tengo ni un destornillador en casa. Como estaba muy tenso, el peluquero me lavó el pelo y se olvidó de echarme champú. No me lo pudo secar luego, así que estuve despeinado todo el día. Al salir, decidí no pasar por casa e ir directamente a la de mi amigo C., que vive a 15 minutos. Salimos a andar. En total, según el cálculo del móvil, dimos 34.000 pasos a lo largo del día.
Al principio la gente estaba expectante, andando sin rumbo. La calle era una mezcla de verbena y apocalipsis. Terrazas con gente riendo; supermercados con escasez de agua y papel higiénico. En los parques, turistas tomando el sol y jugando a las cartas; en las estaciones de buses y trenes, gente desesperada intentando volver a casa, normalmente en el extrarradio de la ciudad. La plaza de Olavide, en Chamberí, era una fiesta; Plaza Elíptica, en Carabanchel, desde donde salen muchos autobuses hacia el sur, era una ciudad en guerra.
Y sobre todo, coches. El madrileño común recurre al coche como su espacio seguro. No es un medio de transporte, es una extensión de su casa. Si arde Troya, que me pille en el coche. Hay una especie de voluntarismo y autoengaño: si ya estoy montado en mi coche, tarde o temprano llegaré. ¡Para qué me habría montado si no! Los expertos en teoría de juegos deberían explicar la “tragedia de los comunes” con el tráfico de Madrid.
Las terrazas estaban llenas, pero solo se podía pagar en efectivo. Ayer quien tenía dinero efectivo era un privilegiado. Tras un rato andando, C. y yo nos encontramos con otro amigo. Tenía quince euros en billetes, que nos repartimos para comer. Podríamos haber vuelto cada uno a su casa, pero preferimos estar juntos y en la calle. Solo encontramos cafeterías y pastelerías. Nuestro menú consistió en tres galletas de chocolate y dos cocacolas sin azúcar ni cafeína. Más tarde pensé que habría preferido un par de cervezas. Si hubiera tenido dinero en efectivo, habría elegido el camino que tomaron muchos madrileños: pasar el día del apagón ligeramente borracho.
Nuestra conversación era deprimente. Si era un ciberataque, algo que yo no descartaba porque recordaba las tácticas de guerra híbrida de Rusia, lo que hizo en Estonia en 2007 (aunque fue solo un ataque “digital”) o en Ucrania durante esta guerra, era algo muy dramático. Si era negligencia del sistema eléctrico español o de la gestión política, era algo muy deprimente: la progresiva tercermundización del país. Sí, el noreste de Estados Unidos sufrió un apagón masivo en 2003 que duró tres días. Pero este apagón español ocurre poco después del test de estrés que supuso la dana en la Comunidad Valenciana. En esos días de noviembre, el chiste de que el Estado español es un Leviatán imbécil se confirmó: la capacidad de reacción dejó mucho que desear, y sobresalieron las típicas deficiencias de nuestra clase política, experta en la gestión de crisis posmodernas (guerras culturales, crisis comunicativas) e incapaz de gestionar crisis modernas, en las que realmente hace falta que el Estado haga acto de presencia. Si hubiera durado más el apagón, la crisis política posiblemente habría derivado en el clásico conflicto de competencias español: el gobierno central con miedo a decretar un Estado de alarma y de tomar las riendas del Estado por si eso aliena a los dirigentes autonómicos.
Por eso la sobrerreacción ciudadana en algunos momentos, contenida porque la crisis no duró más de un día, no me pareció tan irracional. Sí, quizá no hacía falta ir a comprar papel higiénico y garrafas de agua. Pero ante la falta de información y, sobre todo, la desconfianza en las instituciones, y los precedentes de la pandemia y la dana, la sobrerreacción no era más que un mecanismo de defensa. Si un presidente tan poco fiable como Pedro Sánchez dice que las cosas se solucionarán “pronto”, uno se pone en alerta.
A las 20h nos separamos. J. se fue a Prosperidad. C. y yo volvimos hacia Tetuán. Le prometí a C. que iría a su casa a las 22:15; tiene una radio a pilas. En casa, me di una ducha fría e hice balance de mi despensa. Si la cosa duraba dos o tres días no me moriría de hambre, pero acabaría harto de frutos secos. Al salir de nuevo, dejé el móvil y la cartera y salí solo con las llaves y el DNI: hay partes de mi barrio en las que no me gustaría pasear a oscuras. Escuchando en silencio la radio en casa de C., pensamos en el 23F, porque incluso en el covid teníamos internet para informarnos. Entonces volvió la luz.
Antes de acostarme, ya en mi casa iluminada y con internet, me comí todo lo que había racionado unas horas antes por si la cosa se ponía más fea. No estoy preparado ni para la guerra de Perejil.