Entre mis fotos familiares favoritas destaca una del año 82. Se tomó con una cámara instantánea y no sobresale por su calidad artística. Ni siquiera salgo yo, que no había nacido. Mucho menos mis hermanos. En la imagen aparecen mis padres y algunos de mis tíos, jóvenes y felices. Al fondo, una bandera roja con las siglas del PSOE bordadas en blanco. Sobre la mesa modesta, una tarta en la que puede leerse “Viva el cambio”, bajo un puño y una rosa. No la tengo a mano ahora, pero, si cierro los ojos, puedo ver todos sus detalles: la he mirado tantas veces.
Mis padres y mis tíos ya militaban en el PSOE cuando aún era una organización clandestina. La historia de mi familia es la de tantas que recorrieron la Transición de la mano de la socialdemocracia. La formación de Felipe González supo recoger los anhelos de libertad, de modernización y de convergencia con Europa que bullían en las nuevas clases medias españolas.
El PSOE había protagonizado la malograda Segunda República y muchos de sus líderes históricos sobrevivieron como referentes políticos a la dictadura: los retratos de Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto o Largo Caballero presidían las agrupaciones socialistas de las postrimerías del franquismo. Todavía lo hacen hoy. Y qué decir de su fundador, Pablo Iglesias.
Por el peso relativo que había tenido en el pasado y por el que acapararía después, protagonizando seis legislaturas de la nueva etapa democrática, puede afirmarse que el PSOE ha sido para nuestro país mucho más que un partido político. Ha constituido una institución vertebradora a lo largo del siglo XX y un polo de equilibrio social y constitucional en momentos en los que España necesitaba liderazgo y certidumbres. Por supuesto, con sus sombras, con sus errores, con sus excesos. Pero, en último término, puede decirse que, por su continuidad y por el papel jugado en sus 138 años de vida, el PSOE ha sido el partido más importante de la historia de España.
El declive del PSOE no constituye, por tanto, la crisis de una mera formación política, sino que alcanza las proporciones de un verdadero drama nacional. Y eso es lo que estamos viviendo con el autoproclamado “nuevo PSOE” de Pedro Sánchez, que ha deformado las posiciones de la socialdemocracia hasta hacerlas parecer una caricatura. Si la relevancia histórica del socialismo español pasó por conformar los fundamentos del sistema, la nueva dirección de Ferraz parece decidida a refundarse como una opción antisistema.
Sánchez ha optado por una estrategia de reflotación de su partido que pasa por reconquistar los votos que migraron a Podemos en las últimas citas electorales. Quiere recuperar el tradicional granero de votos catalán, tan menguado hoy, y para ello propone aproximar sus tesis a las de nacionalistas y populistas, caminando hacia la defensa del llamado “derecho a decidir”. Se trata de una jugada arriesgada, pues a nadie escapa que el PSOE podría saltar por los aires en el intento.
También es arriesgada su apuesta por una plurinacionalidad que nadie desde Ferraz ha acertado a definir bien, y cuyo mejor antecedente llega de la Bolivia de Evo Morales. En un intento por conjugar las plurales almas nacionales presentes en nuestra geografía, Adriana Lastra aludió al Principado de Asturias y al Reino de España como “dos formas de gobierno distintas”, pero conciliables al cabo. ¿Piensa acaso Lastra que el rey Felipe gobierna nuestro país? ¿O que la princesa Leonor ejerce las labores de mandataria en la comunidad asturiana, cuando las tareas escolares y las películas de Kurosawa le dejan tiempo libre?
Algo parecido sucede con respecto a la votación del tratado comercial con Canadá, el CETA, para la que Sánchez ya ha anunciado la abstención de los suyos. El cambio de rumbo obedece a esa misma vocación de recuperar votos a la izquierda, pero deja tantas dudas como en el caso anterior. El PSOE no se ve capaz de llevar su oposición al tratado tan lejos como Podemos, conformándose con una abstención que no impedirá su aprobación y que, de paso, contribuirá a dividir un poco más al ya fragmentado socialismo. Por no hablar de todos los portavoces y diputados del partido que defendieron brillantemente en su momento el carácter progresista y social del acuerdo con Canadá, y que han quedado ahora desautorizados por la nueva dirección. O de todos los socios europeos que hoy denuncian la quiebra del compromiso comunitario de los socialistas en aras de un oportunismo muy mal disimulado.
Estos dos casos no solo constituyen ejemplos en los que el PSOE ha adoptado malas estrategias, ha incurrido en flagrantes faltas de coherencia política o ha demostrado una escasa lealtad a sus compañeros en las instituciones europeas. Lo más grave del giro posicional del PSOE tiene que ver con la traición a las siglas y a los fundamentos de la formación socialdemócrata.
Cuando se hablaba de Cataluña, uno podía ser o no votante del partido, pero sabía que el PSOE era un socio constitucional. Frente a los nacionalistas y frente a los populistas, era uno de los nuestros. Algo parecido puede decirse con respecto al CETA: el PSOE era un aliado europeísta, un amigo de la globalización, un abogado del pluralismo, frente los euroescépticos, frente a los proteccionistas, y, otra vez, frente a los nacionalistas y los populistas.
El nuevo PSOE de Pedro Sánchez ha renunciado a ser pilar del sistema erigido con la Constitución del 78. Parece haber asumido que sus días de gloria quedaron atrás y ha decidido confiar su retorno a La Moncloa a la eventualidad de liderar una micronesia de minorías de corte radical y nacionalista.
No obstante, es cierto que el declive socialista comenzó mucho antes de Pedro Sánchez, al que no debemos atribuir una capacidad superlativa para la destrucción de un partido. Es una decadencia que tiene que ver con una dolencia mucho mayor, que afecta a la familia de partidos socialdemócratas en toda Europa, y también con la incapacidad del PSOE para responder a los retos económicos, territoriales y generacionales que se le han planteado a nuestro país en la última década. Pero nunca hasta ahora la dirección del partido había expresado una voluntad de renunciar a todo aquello que una vez lo distinguió entre las siglas más progresistas y modernas de nuestro continente. Nunca antes se había sentido en España una orfandad de dimensiones nacionales. Todavía no nos habíamos escuchado admitiendo: “Vosotros, los de entonces, nunca seréis los mismos”.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.