Vmzp85, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

El relato matará al dato

La decisión de cancelar el NAIM en Texcoco y construir el AIFA fue política. Contra los datos y las recomendaciones de expertos, se impuso la narrativa del gobierno. Este es un recuento de esa historia.
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El 22 de febrero de 2021, durante su conferencia matutina diaria, el presidente lucía molesto. Con el eco de su voz atravesando el salón, ese día anunciaba datos económicos, proyectaba videos de sus obras prioritarias, criticaba a los tecnócratas y a sus “estrategias neoliberales” y decía que “no se puede dejar el bienestar de la gente a las empresas particulares”. Todo ello era el preámbulo para abordar un tema que estaba en el ambiente político una vez más: la cancelación del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México en Texcoco (NAIM).

El día anterior, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) había anunciado que la suspensión tuvo un costo para el erario de casi 332 mil millones de pesos. López Obrador se veía exasperado y, minimizando las cifras, dijo que se exageraba. Con el semblante disgustado, afirmó de la ASF que “están mal sus datos” y advirtió que daría a conocer otros.

Mayormente improvisadas y dicharacheras, las mañaneras han servido como temperatura de lo que pasa por la mente del presidente, sus prioridades, la reacción a las noticias más recientes y, más importante, para establecer las narrativas gubernamentales del momento.

Aquel día, como los datos contradecían los relatos que López Obrador y sus colaboradores habían construido, desde la campaña hasta el gobierno, sobre los ahorros por la cancelación del NAIM, había que retomar la narrativa oficial.

¿Cómo llegamos a esto?

En el periodo neoliberal –como se refiere López Obrador a los gobiernos tecnocráticos, desde el sexenio de Miguel de la Madrid hasta el de Enrique Peña Nieto–, la industria de transporte aéreo en México se desreguló, copiando la tendencia de liberalización económica en Estados Unidos y Europa de los años setenta y ochenta. En México, las dos aerolíneas bandera, Mexicana de Aviación y Aeroméxico, pasaron por procesos de privatización que causaron muchos dolores de cabeza para las autoridades, pero disminuyeron los precios para los pasajeros y, con ello, aumentaron la popularidad de este medio de transporte. Sin embargo, con el aumento de su uso, los aeropuertos se saturaron.

En los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón nacieron nuevas alternativas como Interjet, Volaris y Viva Aerobus, que dinamizaron aun más el mercado, con precios más accesibles y un nuevo modelo de negocios, aumentando exponencialmente el tráfico aéreo. Aunado a ello, en 2017 México firmó un convenio bilateral con Estados Unidos que saturó más el tráfico aéreo entre los dos países.

Al centro de todo el sistema aeroportuario, con más de la mitad del enorme flujo de pasajeros y tráfico aéreo de todo el país, se encuentra hasta hoy el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Por años, distintos gobiernos sugirieron alternativas para solucionar la saturación del tráfico aéreo en este obsoleto aeropuerto, que luego fueron reemplazadas con parches o canceladas por consideraciones políticas. En 2001, durante el sexenio de Fox, se propuso un aeropuerto en la misma zona de Texcoco pero, bajo la presión de AMLO, entonces jefe de gobierno del Distrito Federal, y de ejidatarios de San Salvador Atenco y el municipio de Atenco, se canceló un año después de anunciado. La construcción de una nueva terminal en el Benito Juárez solucionó parcialmente la saturación.

En 2014, con la renovada fuerza del priismo mexiquense y su experiencia en negociación con los complejos grupos sociales de ese estado, el presidente Peña Nieto inició la construcción de lo que sería un enorme aeropuerto para la capital del país y un centro logístico regional para América Latina. El proyecto sería financiado mediante una combinación de capital privado y público, en distintas etapas, para llegar hasta los 125 millones de pasajeros anuales. El NAIM era una solución de largo plazo para la saturación del espacio aéreo, declarada oficialmente en 2013. Contaría en su primera etapa con tres pistas paralelas de operación triple simultánea, para más de 115 operaciones por hora (frente a las 61 que llegó a tener Benito Juárez como máximo, con 45 millones de pasajeros al año).

El proyecto fue diseñado por los reconocidos arquitectos Norman Foster y Fernando Romero, y contaba con certificaciones de organismos internacionales como la Organización de Aviación Civil Internacional, la OACI. Para julio de 2018, un mes después de las elecciones presidenciales donde triunfó López Obrador, el NAIM ya tenía un avance de construcción de al menos 30%. Las primeras dos pistas estaban por ser finalizadas y el esqueleto de la terminal y la torre de control estaban muy avanzados.

El NAIM como relato neoliberal

Políticamente, un proyecto tan grande y glamoroso era oro molido para alguien como López Obrador quien, después de todo, había edificado su carrera simplificando problemas complejos y ofreciendo soluciones reduccionistas fácilmente entendibles.

Desde la campaña presidencial de 2018, AMLO había dado indicios de que cancelaría el NAIM, sin ser muy específico. La ambigüedad le daba margen de acción a sus improvisaciones. Mientras un día anunciaba que el NAIM podría licitarse, otro decía que era una obra faraónica y describía un posible proyecto en Santa Lucía. 

Sin embargo, sus intenciones estaban sobreentendidas en su máxima de “separar el poder económico del poder político” y la distancia que a diario pintaba con los llamados gobiernos “neoliberales” del pasado. Ante la indeterminación, el nerviosismo entre empresarios, inversionistas, analistas y representantes de la industria crecía cada vez más.  Una vez concluido el proceso electoral, el sector privado pidió, en foros públicos y privados, que se mantuviera en construcción el NAIM.

Y es que, después de las elecciones presidenciales de junio de 2018, AMLO actuaba ya como gobierno de facto, aunque faltaban unos meses para su entrada formal al poder. Con la seguridad del enorme mandato popular de más de 30 millones de votos, se envalentonaba cada vez más. Los mensajes de conciliación fueron quedando atrás. Si sus asesores declaraban una cosa para dar señales de tranquilidad, él los desmentía al poco tiempo. Ya no existía el “no se preocupen” de Alfonso Romo, su vínculo con el sector privado, o la ortodoxia económica de su especialista en finanzas públicas, Carlos Urzúa.

López Obrador cree firmemente que, con su sola voluntad y el ejemplo de los próceres de la patria, podría reparar los males históricos de México. Para él y su base electoral dura, el NAIM, proyecto insignia de Peña Nieto, era un símbolo de derroche y corrupción, síntoma de muchos de los males por los que atravesaba el país. Era la antítesis de su visión estatista; un proyecto donde los grandes capitales y empresarios de México se habían mezclado con el gobierno y los políticos del PAN y del PRI.

Aunado a ello, López Obrador tenía en sus planes algo más personal. Los empresarios que habían impulsado y financiado campañas de “sus adversarios políticos” y lo descartaron como un “peligro para México” conocerían de lo que estaba hecho el nuevo estilo de moralizar la política. Algunos de esos mismos grupos empresariales participaban ahora en la construcción del NAIM de Peña Nieto. La lección para ellos era inevitable, sin importar el costo para el erario y la reputación del país. El ingeniero Javier Jiménez Espriú, su hombre de confianza para temas de infraestructura y comunicaciones, fue el encargado de aterrizar esa visión.   

Jiménez Espriú, un apparátchik del viejo estatismo priista, había pasado por distintas posiciones gubernamentales que requerían conocimientos técnicos y, sobre todo, astucia política para navegar el viejo sistema disciplinario del PRI. En el gobierno de Miguel de la Madrid, fue subsecretario de comunicaciones y a mediados de los noventa director de Mexicana de Aviación, cuando era aún propiedad del gobierno. El ahora asesor de AMLO, egresado de la UNAM, formaba parte de una generación de políticos que había sido desplazada por los jóvenes tecnócratas que surgieron del salinismo. Mientras AMLO y Jiménez Espriú creían en la fuerza del Estado, los otros profesaban la supremacía del libre mercado y la desregulación de industrias como la aviación.

Y se consulta al pueblo

A mediados de julio, AMLO y su equipo tomaron el paso de anunciar  un mecanismo de “consulta al pueblo”, que daría una buena composición narrativa para la eventual cancelación. Jiménez Espriú dijo a los medios que el ejercicio de la consulta se realizaría a finales de octubre de ese año y duraría tres días. Sería organizada por la Fundación Arturo Rosenblueth, cuyo trabajo, centrado en la computación aplicada y los sistemas de información, era totalmente ajeno a consultas o aviación.

Durante ese tiempo, el obradorismo echó a andar toda su maquinaria política y mediática. La opción correcta de la historia debía ser la de cancelar el aeropuerto, justificando así una decisión que ya había sido tomada por López Obrador y era contraria a las recomendaciones de su equipo económico. Jiménez Espriú se habían encargado de sentar las bases narrativas, siempre intentando mostrar imparcialidad en foros públicos. Mientras un día aparecía en la televisión debatiendo con ejecutivos de la industria, al otro se dejaba fotografiar en las comunidades de donde se extrajo el tezontle para el NAIM en Texcoco, denunciando la devastación ecológica.

El objetivo era abrir la posibilidad, anunciada en campaña, de que la Base Militar de Santa Lucía fuera la nueva sede de un aeropuerto internacional. Se prepararon voceros, analistas afines y narrativas sin mayor sustento técnico. El debate técnico, favorecido por representantes de la industria, compañías, cámaras empresariales y expertos, fue opacado por la politiquería de los argumentos dogmáticos en medios.

Distintas organizaciones empresariales como el Consejo Coordinador Empresarial (CCE), la Confederación de Cámaras Industriales de los Estados Unidos Mexicanos (CONCAMIN), la Cámara Nacional de Transporte Aéreo (CANAERO), la Organización Internacional de Transporte Aéreo (IATA), empresas de aviación, sindicatos y hasta controladores aéreos intentaron dotar al equipo del presidente electo de argumentos técnicos para mantener Texcoco. En una reunión privada con Alfonso Romo, Jiménez Espriú y miembros de la CANAERO, los representantes de AMLO aseguraban que Texcoco no se cancelaría. No había de qué preocuparse.

Como se preveía más y más conforme se acercaba la fecha, vino al fin un “ejercicio democrático” sin controles, organización independiente y con muchas irregularidades. El método o las anomalías ya no eran importantes para AMLO, sino justificar políticamente lo que técnica o presupuestalmente no era posible. El 29 de octubre de 2018, López Obrador anunció la cancelación definitiva del NAIM. El golpe estaba dado.

¿Quién manda aquí?

Con el anunció de la cancelación de Texcoco, no había más que hacer para la industria, los constructores y los tenedores privados de bonos gubernamentales que financiaron el proyecto. La preocupación de todos fue evidente. La economía resintió en automático el anuncio, pero había que apechugar. El gobierno no había iniciado formalmente y el presidente electo ya estaba demostrando tendencias autoritarias.

Aeroméxico, empresa cuyo modelo de negocios y crecimiento dependía de un nuevo nodo de conectividad como Texcoco, había sido uno de los más vocales defensores de ese proyecto. Altos ejecutivos de esa aerolínea no escondían su encono por la posible cancelación del NAIM y, en algunos casos particulares, contra el presidente electo. Grandes accionistas de esa empresa, como Eduardo Tricio, dueño y presidente de Grupo Lala, se habían enfrentado públicamente con López Obrador en el pasado. La empresa, dividida en campos de accionistas y ejecutivos que a veces se contradecían entre sí, había apostado todo porque siguiera el proyecto del NAIM. Con la cancelación vinieron las distintas etapas del duelo: negación, enojo, regateo, depresión y aceptación. Ante tan delicada coyuntura política, el consejo de administración y los ejecutivos de esa aerolínea parecían aceptar públicamente haber perdido la batalla.

Otras aerolíneas nacionales habían sido más cautelosas ante las elecciones presidenciales del 2018 y con López Obrador. Volaris y Viva Aerobus no se confrontaron públicamente y dieron tímidas declaraciones en torno a la posibilidad de cancelar Texcoco y aceptar la opción de Santa Lucía. La estrategia para ellos fue no involucrarse en política y mantener una línea técnica y comercial, dialogando con el presidente electo y su equipo. Lo que pedía la administración entrante era concedido, incluyendo facilidades para que el mandatario volara por todo el país en sus vuelos comerciales. Por otra parte, Interjet estaba virtualmente en quiebra y cualquier crisis o movimiento brusco en el sector podría sellar su destino.

Posteriormente, ante la inevitabilidad de la construcción de Santa Lucía, Aeroméxico dobló las manos y participó en diálogos de alto nivel con Jiménez Espriú y miembros de su equipo a través de las cámaras empresariales y CANAERO. Así lo narra el exsecretario en su libro La cancelación. El pecado original de AMLO. Poco a poco, la empresa dejó abierta la posibilidad de operar vuelos desde Santa Lucía, una vez que se “determinaran varios factores pendientes” y se viera exactamente cómo estaba compuesto el proyecto, que hasta ese momento solo existía en láminas de PowerPoint. A pesar de que era una importante obra de infraestructura civil, se encomendó su construcción y operación al Ejército.  

La derrota, en realidad, no era para un grupo de empresarios o industria, sino para las finanzas públicas, la reputación del país ante los inversionistas y la visión de largo plazo en infraestructura aeroportuaria del país. López Obrador había visto en este acto de cancelación un manotazo para retomar el control político de la economía y desechar los preceptos de “neoliberalismo de los gobiernos anteriores”. Por ello, poco después del anuncio, grabó un video en donde atrás se veía un libro con el título ¿Quién manda aquí?. No era una coincidencia; AMLO usaba ese trasfondo para mandar un mensaje claro a los empresarios y desagraviar sus dolores pasados. En adelante, el monopolio del pan o palo lo tendría el presidente.

Santa Lucía mata al dato

Ahora solo quedaba trabajar con una alternativa complicada. Los problemas de construir un aeropuerto en la base aérea militar de Santa Lucía habían sido señalados en el pasado por el sector privado: su lejanía de la Ciudad de México (alrededor de 55 km), la falta de infraestructura terrestre o ferroviaria adecuada para llegar hasta allá y la posibilidad de interferencia aérea entre los aeropuertos de Toluca, Benito Juárez y Santa Lucía. Además, solo atajaba de manera temporal la saturación aérea, cuando se requería una solución de largo plazo. No había proyecto ejecutivo, plan de reordenamiento del espacio aéreo ni documentos técnicos. En un episodio lamentable, uno de los asesores de AMLO, José María Rioboó, llegó a decir que no podía haber interferencia aérea porque “los aviones no pueden chocar, automáticamente se repelen”.

El aeropuerto en Santa Lucía había nacido años antes como una idea de Sergio Samaniego y José María Rioboó, ambos contratistas y asesores en proyectos de infraestructura del presidente electo. En 2015, habían convencido a López Obrador, entonces jefe del recién creado partido Movimiento Regeneración Nacional (Morena), de preparar una alternativa a Texcoco. El 3 de marzo de 2015, AMLO presentó formalmente, con Samaniego y Rioboó, el proyecto que, según explicaron, ahorraría recursos y usaría instalaciones existentes del Ejército mexicano en la base militar del mismo nombre. La idea original, un tanto improvisada, era usar el AICM como aeropuerto para vuelos nacionales, carga aérea y la Policía Federal. Santa Lucía se usaría para vuelos y carga internacionales y vuelos militares.

Rocío Nahle, diputada federal y coordinadora de la fracción parlamentaria de Morena en la Cámara de Diputados, fue la encargada de llevar la “propuesta alterna” al entonces secretario de Comunicaciones y Transportes, Gerardo Ruiz Esparza, en noviembre de 2015. Con opinión de expertos internacionales y la industria, la propuesta fue rechazada por el gobierno de Peña Nieto, manifestando que la decisión de Texcoco era técnica y no política.

Desde entonces Santa Lucía se volvió política y la política se volvió Santa Lucía. Años después, en cuanto tomó protesta como presidente ante el Congreso de la Unión, López Obrador inició el ejercicio de las conferencias de prensa matutinas, donde insultaba a los que osaran criticar ese ese proyecto. Señalar sus inconsistencias o manifestar su rechazo con datos en mano era considerado traición a la patria, cosa de fifís, neoliberales y hasta de “seudoambientalistas”.

Por más argumentos técnicos, datos o estudios que se presentaran al gobierno, el relato y narrativa del presidente en las mañaneras tomaban precedencia. Para marzo de 2022, cuando se inauguró formalmente el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, los problemas eran visibles. Los datos y problemas que se habían anticipado se hicieron presentes.

Resulta que muchos de los pronósticos eran correctos: la distancia al aeropuerto es prohibitiva (algunos pasajeros recorrían hasta 3 horas desde la Ciudad de México), el edificio terminal no está completamente terminado, falta la terminal de carga y, curiosamente, el aeropuerto no está completamente certificado, imposibilitando nuevas rutas aéreas internacionales.

En mayo de 2021, el Gobierno de Estados Unidos degradó a México a la categoría 2 por no cumplir los estándares de seguridad dictados por la OACI. Por ello, el gobierno está imposibilitado de aprobar nuevas rutas comerciales desde y hacia Estados Unidos, nuestro principal mercado de aviación, mientras subsista esta categoría.  

Más importante aún, el costo de la construcción parcial ha sido mucho mayor que lo que supuestamente se iba a ahorrar, alrededor de 116 mil millones de pesos, más lo ya devengado por la cancelación de Texcoco (estimado inicialmente por la ASF en casi $332 mil millones de pesos), que sumados llegaban a la estratosférica cantidad total de $468 mil millones de pesos.

Y se cierra el ciclo

Aquel 22 de febrero en que el presidente desmintió a la ASF, la maquinaria del gobierno se echó a andar. La Auditoría, intimidada, aclaró esa misma tarde que las cifras que había publicado tenían “inconsistencias” y que el monto era “menor a lo estimado inicialmente.” El auditor especial que se había encargado de calcularlas fue suspendido y los datos se ajustaron a la baja (113 mil millones de pesos), para adaptarse a la narrativa del gobierno.

Lo que comenzó con una propuesta improvisada, se transformó en una bandera de campaña. La bandera se volvió consulta. Las consecuencias de la consulta, en un berrinche mañanero.

Así, la narrativa se divorció de la razón, aunque esta última quisiera volver a casa.

Aquellos apasionados relatos mataron a los fríos datos.

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es abogado y maestro en administración pública. Fue director general de la CANAERO durante la cancelación del NAIM. Especialista en asuntos públicos y regulación. Escribe semanalmente en Excélsior.


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