El revisionismo ruso

Cuando Trump elogia a Putin como “very smart” y “tough guy” es sincero: eso es lo que realmente piensa del mandatario ruso un político como él, que ha llegado a la Casa Blanca enemistado con las propias instituciones y valores de la democracia.
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Cada semana se abultan más las pruebas de una interferencia rusa en las elecciones de 2016 en Estados Unidos. Luego de las revelaciones del explosivo libro de Michael Wolff, Fire and Fury: Inside the Trump White House, donde se detallan los vínculos de los principales operadores de la campaña presidencial de Donald Trump –Paul Manafort, un hijo del presidente y su yerno Jared Kushner– con Natalia Veselnitskaya, influyente abogada a quien se considera cercana al gobierno de Vladimir Putin, dos nuevos informes hacen sonar las alarmas sobre el intervencionismo ruso.

Un largo reporte del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, encabezado por Ben Cardin, senador demócrata por Maryland, ha detallado los indicios de manipulación del sistema electoral de Estados Unidos desde Rusia en los últimos veinte años y llama al presidente Trump y a amplios sectores de la opinión pública, liberal o conservadora, a no subestimar las evidencias. Otro informe de los periodistas Peter Stone y Greg Gordon del sitio McClachy DC Bureau apunta a la conexión de la National Rifle Association (NRA) con Alexander Torshin, ejecutivo del Banco Central de Rusia, quien habría hecho una importante donación a la campaña de Trump.

Mientras el despacho de Robert Mueller, el fiscal especial que investiga las elecciones de 2016, se llena de información detallada sobre las operaciones de hackeo desde Rusia o sobre las relaciones de Michael Flynn, primer asesor de Seguridad Nacional de Trump, con el embajador ruso Serguei Kisliak, voces de la opinión pública, desde la derecha o la izquierda más radicales, llaman a no magnificar el asunto y evitar la vuelta de una nueva Guerra Fría. A fines del año pasado, Aaron Maté, en The Nation, sostenía que “The Russiagate is more fiction than fact”. Andrew McCarthy, desde la conservadora National Review dice más o menos lo mismo: el tema de la “colusión” es una “narrativa política” de los liberales, dictada por la frustración postelectoral y carente de sustancia legal.

Durante todo el año pasado, Trump insistió en que la interferencia rusa en el proceso electoral era una “total fabricación” de los demócratas, incapaces de asimilar la derrota de Hillary Clinton. Algunos legisladores del partido Demócrata, como el propio Ben Cardin, observaron un cambio de tono en el anuncio de la estrategia de seguridad nacional a fines del año pasado, cuando Trump se refirió a Rusia y China como potencias “revisionistas”, que desafiaban la hegemonía global de Estados Unidos. Sin embargo, en medios liberales sigue predominando la percepción de que Trump no considera a Rusia una verdadera amenaza y que su admiración por Putin sigue incólume.

La certidumbre de vivir en un mundo posterior a la Guerra Fría forma parte de la cultura política democrática de las dos últimas décadas. El rechazo a una vuelta a las dinámicas de la era bipolar tiene sentido como instinto protector de las libertades alcanzadas y del avance de una nueva normatividad para el respeto a los derechos humanos a nivel global. El miedo a una nueva Guerra Fría se explica por la experiencia de limitación de libertades que acompañó el choque entre los dos bloques de aquel conflicto. También las democracias occidentales se vieron limitadas en aquellas décadas, como consecuencia de las amenazas a la seguridad nacional de las potencias rivales y la aplicación de una lógica de plaza sitiada.

Pero esa mala memoria de la Guerra Fría no es compartida por todos. En la extrema izquierda, de tipo comunista o populista, la caída del Muro de Berlín es recordada como una desgracia y el nuevo protagonismo global de Rusia y China se ve como una señal alentadora del siglo XXI, a pesar del documentable autoritarismo de ambos regímenes. La derecha ultraconservadora, por su lado, también siente nostalgia por los tiempos de la Guerra Fría y quisiera regresar a un concepto cerrado de seguridad nacional, que le permita mantener una mayoría moral, a costa de los derechos de las minorías.

El dilema que se le presenta a esa derecha es tener en la Casa Blanca a un presidente que, aunque dice suscribir las líneas maestras de la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos, siente una genuina simpatía por Vladimir Putin y su régimen. El término “revisionismo”, en boca de Trump, adquiere una connotación curiosa. La Rusia de Putin sería un poder “revisionista”, frente al consenso democrático postcomunista, y, a la vez, un efecto inevitable de la decadencia del liberalismo que el propio Trump denuncia.

El revisionismo ruso en el siglo XXI vendría siendo, para Trump, lo contrario del revisionismo trotskista para Stalin. Una alternativa necesaria a un orden democrático que, por sus malas prácticas, ha ido perdiendo la confianza de los ciudadanos. Cuando Trump elogia a Putin como “very smart” y “tough guy” es sincero: eso es lo que realmente piensa del mandatario ruso un político como él, que ha llegado a la Casa Blanca enemistado con las propias instituciones y valores de la democracia. El revisionismo ruso, en el ocaso del imperio americano, sería no sólo necesario sino tolerable, como evidencia del fracaso de la universalización de la democracia en la era global. Esa visión apocalíptica une a los extremistas de cualquier ideología.       

 

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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