Hace 60 años el presidente Adolfo Ruiz Cortines prolongó hasta el límite la designación de su sucesor. Aquella indefinición llevó al cartonista Abel Quezada a inventar la idea del tapado, personaje que representaba al candidato del PRI, aquel a quien el dedo del gran elector pondría en la silla presidencial no por capricho, sino interpretando por anticipado la voluntad de los electores. Según el libro El Tapado, los mejores cartones, el personaje, creado para una campaña publicitaria de los cigarros Elegantes, le dio a Quezada la oportunidad de combinar publicidad y caricatura política para chotear lo que se convertiría en un ritual sexenal.
Como escribía José Woldenberg en el libro Mitos mexicanos, la capacidad de designación del sucesor fue una de las construcciones de la postrevolución, pues antes eran necesarios los alzamientos, las asonadas y los golpes de fuerza para definir quién ocuparía la silla. El tapado resultó de un complicado proceso para civilizar a las huestes armadas de la Revolución, poniendo fin a las pugnas internas y desgarramientos innecesarios. Mientras, el presidente pasó a ser el indiscutible, el único con la capacidad de leer los corazones de la gente y elegir al bueno, a aquel digno de encabezar los destinos del país, el cual siempre surgía de su círculo cercano en el gabinete.
Por supuesto, el tapadismo habla de una época del partido casi único, de las contiendas electorales simuladas y cuya mecánica se cumplía de manera ineludible: una vez convertido en el candidato, el tapado se volvía una estrella ascendente y su predecesor en una estrella descendente.
Hace casi dos años, el propio Woldenberg escribía que el tapado y el dedazo, al igual que los billetes de a peso, el liquid paper o Checoslovaquia, ya no existían. Para él, esta tradición se apoyaba en a) un partido hegemónico; b) una Presidencia con poderes constitucionales y metaconstitucionales, situada por encima de los otros poderes; c) la inexistencia de opciones partidistas competitivas, y d) unas normas y unas instituciones electorales fundidas con el aparato estatal.
El PRI ha decidido, sin embargo, revivir su vieja liturgia y, como si no hubiesen sido echados de Los Pinos por millones de votos de rechazo en el año 2000, han vuelto a operar como no lo hacían desde el sexenio de Carlos Salinas. No obstante, el presidente Enrique Peña Nieto rechaza que actúen como antaño y niega haber sido quien definió los tiempos de su partido y quien designó al candidato al 2018. Más bien, explica él: “Luego nos sincronizamos tan bien el presidente y el partido, que luego yo no sé quién le lee la mente a quién, si el partido al presidente o el presidente al partido”.
Bien anticipó Jesús Silva-Herzog Márquez que a la señal de Peña Nieto, la cargada, la bufalada, protagonizaría un bochornoso carnaval de adulación y súbitamente todos los priistas estarían milagrosamente de acuerdo en que el elegido no es menos que un “patriota, servidor público ejemplar, exitosísimo funcionario, gran bailarín y cocinero de fantásticos chilaquiles”. No por nada, Carlos Aceves del Olmo, dirigente de la CTM, llamó al nuevo ungido “candidato de la esperanza”.
Viejo guionista de programas de comedia, Manuel Ajenjo establece la enorme diferencia entre el destape de este año y los de años atrás: los viejos inquilinos de Los Pinos sabían que su dedo señalaba al futuro Presidente de la República. El de hoy sólo sabe que su dedo ha señalado al candidato del PRI.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).