“Si el mundo no puede mejorar drásticamente por ahora, tal vez lo que hace falta es iniciar una relación estética con él”, escribe Luciano Concheiro en Contra el tiempo. El proceso independentista catalán es un proceso estrictamente propagandístico porque sus partidarios saben que no puede ser real. Es una intervención estética sobre la realidad para no tener que cambiarla. Es un producto populista que necesita constantemente renovarse, sus leyes eufemísticas, sus proclamaciones, sus escenificaciones, sus golpes de Estado pop, sus dejes autoritarios y xenófobos envueltos en una mezcla de épica y victimismo. Difícilmente en un contexto diferente la izquierda española no llamaría a lo que está ocurriendo en Cataluña un golpe de Estado. Pero está acomplejada y prefiere ser antirrepublicana y tibia con el nacionalismo que coincidir con un unionismo que identifica con la derecha.
La estrategia del Govern es ir filtrando o lanzando ideas autoritarias, ilegales o simplemente burdas para ver cómo reacciona el Estado. El Estado responde con frialdad y la ley, algunos periodistas y columnistas hablan de autoritarismo, y entonces el Govern matiza sus palabras en el siguiente episodio, en la siguiente declaración llena de eufemismos. Todo es un borrador, todo es contingente y sujeto a la reacción, o supuesta sobrerreacción, del Estado que busca el Govern. El independentismo catalán no existe sin la fantasía de un Estado represor, porque el secesionismo (y los partidarios del procés lo saben bien al citar el artículo 1 de la carta de Naciones Unidas, que habla de la libre autodeterminación de los pueblos) solo se justifica moral y jurídicamente si no hay justicia ni democracia. La carga de la prueba está en los que aparentemente sufren esas injusticias y esa falta de democracia. Pero el Govern es incapaz de demostrar eso, porque no existe. Por eso entra en una vorágine teatral, un turboprocés propagandístico que firma la misma ley con distinto nombre varias veces y anuncia cada semana una inminente independencia.
En su defensa de la secesión, basada en una supuesta injusticia y opresión, el Govern acaba cometiendo las injusticias y actos antidemocráticos que el Estado no hace. Como escribe Félix Ovejero en La seducción de la frontera, “la secesión, sin injusticia, supondría una violación de elementales compromisos con la igualdad de los ciudadanos, entre ellos el primero: unos decidirían los derechos políticos de otros.” Ovejero continúa: “Se mire por donde se mire, levantar una frontera supone establecer un límite al alcance de los derechos y la democracia, enmarcar un perímetro a la aplicación de principios con una inexorable vocación de universalidad derivada de su compromiso con la igualdad.”
Al Govern le queda simplemente la excusa de la guerra sucia del Estado, las cloacas, acusar al Estado de intentar boicotear el procés. Aunque el Ministerio del Interior bajo Fernández Díaz ha podido ser un instrumento político y se ha usado como un cortijo ideológico, acusar a un Estado democrático de autoritario por vigilar a quienes quieren realizar un golpe contra la legalidad es ridículo.
El independentismo se arroga un derecho moral a la autodeterminación que se basa en injusticias que no existen, en un concepto de la nación poco democrático, en una mezcla entre victimismo y arrogancia, y en la idea de que la democracia consiste simplemente en votar como sea, sin censo fiable, sin garantías jurídicas, sin apoyo internacional, siguiendo un supuesto mandato moral del pueblo (o menos de la mitad de él). Para el independentismo, votar es solo un gran acto expresivo de indignación o desafío. Si no puedes cambiar la realidad, haz lo posible por negarla.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).