El viejo temor a la “manipulación de la derecha”

No es la primera vez que el libre ejercicio de los derechos políticos de las mujeres se topa con el temor a la infiltración y la manipulación de sus acciones. Pero ciertas historias no deben repetirse.
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El 21 de febrero, en su conferencia de prensa, al presidente López Obrador le preguntaron si aceptaría que las mujeres que trabajan en su gobierno formen parte del paro de mujeres convocado para el 9 de marzo. En su respuesta, el presidente reconoció el derecho de las mujeres a manifestarse, pero tuvo también palabras de advertencia: “mucho ojo”, les dijo, “porque ahora los conservadores ya se volvieron feministas […]. Claro que está la derecha metida”. 

Siendo un presidente atento a los ecos de la historia, es probable que López Obrador sepa que no es la primera vez que el libre ejercicio de los derechos políticos de las mujeres se topa con el temor a la infiltración y la manipulación de sus acciones. 

Como relata Enriqueta Tuñón, durante el sexenio de Lázaro Cárdenas se fortaleció, bajo el impulso del Estado, a diversas organizaciones femeninas, para fomentar “la integración de las mujeres a la vida nacional y una educación que sirviera de base para la igualdad entre ambos sexos”. Uno de los grupos surgidos en esta época, el Frente Único Pro Derechos de la Mujer, que buscaba alcanzar el derecho al voto, llegó a reunir a más de 50 mil mujeres de distintos signos políticos.  

Cárdenas simpatizaba con esta lucha. En 1937 afirmó que “En México el hombre y la mujer adolecen paralelamente de la misma deficiencia de preparación, de educación y de cultura, sólo que aquel se ha reservado para sí derechos que no se justifican”. Y ese mismo año presentó una iniciativa para reformar el artículo 34 constitucional, otorgando derechos ciudadanos a las mujeres. La iniciativa fue aprobada por la cámara de Diputados y las legislaciones locales en 1938, pero no fue promulgada y no entró en vigor. 

La razón fue el cálculo electoral. El entonces Partido de la Revolución Mexicana temió que el voto femenino en la elección de 1940 fuera controlado por la iglesia católica –estimación que, según Esperanza Tuñón, “tenía una base real en el catolicismo de la mujer mexicana”– y se vertiera en favor de Juan Andrew Almazán, candidato del opositor Partido Revolucionario de Unificación Nacional. Para Gabriela Cano, “ el presidente se convenció de que el voto femenino representaba un riesgo para la continuidad del régimen”. (p. 44). 

Según recordaba Soledad Orozco, “tenían miedo de que si nos daban el voto a las mujeres, íbamos a votar por monseñor Luis María Martínez que era el obispo de la época […] los hombres decían: vienen las mujeres y nos van a hacer a un lado, ya con la fuerza política de ellas pues nos van a pegar muy duro y ya no vamos a poder hacer de las nuestras”. (p. 139)

El temor a la infiltración de la derecha causó que esta reforma, esencial para que México alcanzara el estatus, al menos nominal, de democracia, se postergara durante 15 años. Llegó finalmente, gracias a la lucha incansable de organizaciones sufragistas. En 1947 se modificó el artículo 115 para permitir a las mujeres votar y ser votadas en elecciones municipales, previendo, dice Patricia Galeana, “que cuando las mujeres hubieran adquirido práctica política, se les otorgaría la ciudadanía plena”. (p. 25

Luego, en 1952, Adolfo Ruiz Cortines envió su iniciativa para reformar el artículos 34, que finalmente fue aprobada y promulgada en 1953. Aun entonces, persistían los temores ante la irrupción de las mujeres en la escena política. En un memorándum de 1952 dirigido a Ruiz Cortines, José Iturriaga y Jesús Reyes Heroles advertían que la Iglesia Católica tendría “un gran ascendiente” y que “el sufragio de la mujer matizar[ía] en gran medida el resultado de los comicios”. (p. 27) Por su parte, un diputado del PAN repetía que “[…] desde el punto de vista político, el 90 por ciento de las mujeres que llegue a votar lo hará de acuerdo con el consejo de los curas. Es decir, próximamente tendremos consejo de frenéticos católicos que, por supuesto, acabarán con el artículo 3º, con la separación Iglesia-Estado y con el matrimonio civil”. (p. 129)

Ciertamente, la cuestión de la manipulación del voto no era el único argumento que se esgrimía para impedir el voto femenino. Se decía que su implantación sería causa de “desconcierto y desorganización en nuestro amado hogar” (p. 67) y que era necesario primero “liberar en el campo económico a nuestras mujeres a fin de que con esa preparación puedan desarrollar eficazmente actividades en el orden político” (p. 68). 

Y por supuesto, las luchas feministas no se agotaron en el sufragismo. Hoy, cuando las mujeres demandan acciones de gobierno frente a un tema, el de la violencia de género, cuya atención es imprescindible para que México tenga, y no solo nominalmente, un estado de derecho, el temor atávico a la infiltración de la derecha vuelve a aparecer en el discurso desde las máximas tribunas. Temores similares, que solo demuestran la incapacidad de concebir a las mujeres como dueñas de sus propias acciones, ya sirvieron para justificar injusticias en el pasado. Esos ecos no deben repetirse. 

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