La fractura de la globalización: ¿hacia el mundo de Marco Polo?

EEUU lleva años preparándose para una guerra fría con China, pero es importante no exagerar las intenciones de Beijing, que no busca la conquista en el sentido tradicional, más allá de sus propios territorios y mares adyacentes.
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Robert D. Kaplan (Nueva York, 1952) fue el gran destructor de los ideales de la posguerra fría. Con La anarquía que viene (1997), el libro con el que se dio conocer, refutó El fin de la Historia y el último hombre de Francis Fukuyama y el triunfalismo occidental tras la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética. El estadounidense se hizo conocido por su pesimismo en una década en la que la democracia y el progreso se daban por hechos. También el estadounidense ha escrito sobre la importancia de las fuerzas armadas estadounidenses en el plano geopolítico, la geografía y su valor a la hora de entender la política exterior de los pueblos, y sus viajes en la década de los ochenta por la Europa comunista.

El retorno del mundo de Marco Polo (2019, RBA), su último ensayo, hasta la fecha, es una compilación de artículos escritos a principios del siglo XXI, actualizados a petición del Pentágono. El libro tiene varios ejes. Pero podríamos señalar que las partes más interesantes del libro, aquellas que están más relacionadas con nuestro presente y futuro más inmediato, son las que están relacionadas con el poder chino, el nuevo paradigma de la globalización y el debilitamiento de Occidente como consecuencia del coronavirus.

Kaplan sostiene que podemos aprender mucho sobre la emergente geopolítica de Eurasia recordando los viajes de Marco Polo, sobre todo si analizamos la ambiciosa propuesta de China de recrear la Ruta de la Seda del mercader y viajero veneciano mediante la iniciativa Belt and Road: un conjunto de enlaces marítimos y terrestres desarrollados en Eurasia y Europa por el gigante asiático para proyectar cada vez más poder económico y acrecentar más así su influencia mundial.

Kaplan nunca ha ocultado su admiración por China y su concepción práctica de la política exterior. Integrando a toda su sociedad en el organigrama del Estado, se siente única y excepcional en estos momentos, dominando el Sudeste Asiático y el Pacífico. Por mar, China construye y financia puertos de última generación con aplicaciones comerciales y militares en el Mar de China Meridional, a través del Océano Indico y hasta en el Mediterráneo Oriental para extender su área de influencia. Debido a esta nueva forma de neocolonialismo sutil, China será agresiva y cosmopolita: la represión de los musulmanes uigures se antoja fundamental para una nación, que para el autor estará sometida a fuertes tensiones étnicas como consecuencia de su potente industrialización.

China participa en proyectos de desarrollo portuario en Myanmar y Pakistán, pero también en democracias como Grecia e Italia. La alianza de China con Rusia puede tener más que ver con la geopolítica del gas natural que con el hecho de que ambos países sean ahora dictaduras. La recién revelada asociación estratégica y económica de veinticinco años entre China e Irán, que potencialmente vale cientos de miles de millones de dólares, ha sido vista como una alianza entre dos potencias autoritarias.

 “El principal interés de China es la ubicación ventajosa de Irán entre Oriente Medio y Asia Central, su abundancia de petróleo y gas natural, y su población educada de ochenta y tres millones de consumidores potenciales. Si Irán tuviera una contrarrevolución y se volviera más liberal, China estaría igual de interesada en esta relación estratégica”, escribe el autor. China es el desafío ahora mismo, escribe Kaplan.  “Tiene una gran estrategia que entiende toda esta geografía y cultura. En cambio, Estados Unidos está llevando a cabo una estrategia miope, bélica en relación con Irán. Su retirada de la alianza de libre comercio en la Asociación Transpacífico muestra que Washington no tiene ningún plan para competir con la Iniciativa Belt and Road. Los estadounidenses están obsesionados con el Golfo Pérsico como una pequeña región distinta; los chinos ven la geografía asiática a mayor escala, como un ente más fluido”.

La política exterior estadounidense siempre tuvo dos preocupaciones: la aparición de un hegemon en Occidente —en el siglo XX, ese temor provenía de Alemania— y otro en el Pacífico —China y Japón, principalmente—. De ahí que, como el autor cree en el libro, sea cada vez más necesaria una retirada de tropas de Oriente Medio para concentrarlas en las aguas del Pacífico y prepararse para una posible escalada de tensiones con China. El gigante asiático, por ejemplo, ha destinado gran parte de militar hacia su Armada.

Los altos mandos chinos, como cuenta Kaplan, están empezando a aplicar el enfoque del estratega militar Alfred Thayer Mahan a su ejército. Mahan subrayó la obsesión que tienen los países por las guerras terrestres sucias, cuando realmente la Armada siempre ha sido uno de los grandes indicadores del poder de un país. “Aquellos navíos distantes y batidos en mil tempestades que la Grande Armée jamás tuvo en consideración fueron lo que se interpusieron entre él y el dominio del mundo, escribió Mahan, en referencia a cómo la Royal Navy frenó las aspiraciones de Napoleón Bonaparte. Una armada fuerte ayuda a conservar la estabilidad internacional. Cuando la Royal Navy inició su lento declive, su vacío aceleró la carrera armamentística que dio origen a la Primera Guerra Mundial”.

China ha mostrado, hasta el momento, su voluntad de fortalecer su armada. Xi Jinping, el presidente del país, ha manifestado la importancia del mar dentro de la política militar y geopolítica del gigante asiático. “Los océanos y mares tienen un estatus estratégico cada vez más importante con respecto a la competencia global en las esferas de la política, el desarrollo económico, el ejército y la tecnología, añadiendo que ‘en el siglo XXI, los océanos y los mares tendrán un papel cada vez más importante que desempeñar en el desarrollo económico de un país y la apertura al mundo exterior’”.

Estos paralelismos son interesantes porque Mahan estaba escribiendo su famoso tratado sobre el poder marítimo justo en el momento en que Estados Unidos estaba asegurando su hegemonía regional después de luchar en sus inicios con fronteras extremadamente inseguras. China se encuentra, en Asia, en una posición similar a la de Estados Unidos hace un siglo. El pueblo chino, a diferencia de Occidente, se siente bastante cómodo con su historia imperial y sus tradiciones. Por ello, China valora el statu quo de las otras naciones.

A medida que los estadounidenses se preparan para una supuesta guerra fría con China, es importante no exagerar las intenciones de Beijing: China es despiadada, pero no busca la conquista en el sentido tradicional, más allá de sus propios territorios y mares adyacentes. Tratará de dominar e influir en las economías extranjeras, pero no tiene ningún interés en intervenir en la política interna del resto de países. La China de Xi Jiping no es una potencia revolucionaria como sí lo fue en tiempos de Mao Zedong.

Por eso la acusación que lanzó Trump a Pekín sobre la creación del virus en un laboratorio no es realista. Trump es un “posletrado”, para el ensayista norteamericano: alguien que “se ha saltado toda esa parte de los libros y ha pasado directamente a la era digital, donde nada se comprueba, donde no existe el contexto y donde las mentiras proliferan”. Los realistas americanos, a lo largo de toda su historia, han venerado el equilibrio de poder, por ello el autor critica la actitud de Trump con China: “Los realistas saben que los valores van por detrás de los intereses (y no al revés), un régimen de libre comercio en Asia aumenta nuestra participación en aquella región y ello incrementa nuestros valores. Un régimen de libre comercio entre nuestros aliados también contrarresta la influencia de China, que Trump dice que quiere reducir pero como no es un realista, no tiene ninguna idea responsable sobre cómo hacerlo”.

En el libro también hay interesantes reflexiones sobre el progresivo desgaste de Estados Unidos: “El repliegue parcial de Estados Unidos tiene causas tanto nacionales como externas. En el frente internacional, la urbanización generalizada, el crecimiento demográfico absoluto y la escasez de diversos recursos naturales, así como el auge de la consciencia individual a raíz de la revolución de las comunicaciones han erosionado el poder de la autoridad central en todas partes”. Todo es parte de un proceso que se inició hace un siglo, al término de la Primera Guerra Mundial, cuando se derrumbaron los grandes imperios multiétnicos que aún quedaban formalmente en Europa: el de los Habsburgo y los otomanos. Después de la Segunda Guerra Mundial fue el turno de los imperios de ultramar británicos y franceses.

El fin de la Guerra Fría anunció la caída de la Unión Soviética en Europa del Este y Asia Central, mientras que el siglo XXI supuso el desmoronamiento y derrocamiento de los líderes regionales en Oriente Medio y del Magreb como Siria, Irak o Libia: hombres que gobernaban de forma despótica dentro de las fronteras artificiales que dibujaron los conquistadores europeos siglos atrás. Precisamente, porque está ocurriendo, y por las alteraciones económicas y medioambientales y sociales a las que Kaplan hizo referencia en La anarquía que viene y en Viaje a los confines de la tierra, el desorden mundial no hará sino crecer más. La debilidad política de varios Estados de Oriente Medio y Próximo progresará hasta alcanzar niveles prácticamente de anarquía en otras naciones más grandes. Rusia y China, para el autor, pueden verse afectadas por la inestabilidad de esas regiones.

La globalización y la revolución de las comunicaciones han reforzado la importancia de la geopolítica: “El mapa del mundo es ahora más pequeño y claustrofóbico, por lo que el territorio es un recurso en más encarnizada disputa y cualquier conflicto regional interactúa con todos los demás como nunca antes”. Pongamos Bielorrusia, por ejemplo, “de ahí que la geopolítica —la lucha por el espacio y el poder— se desarrolle ahora dentro de los Estados y no solo entre ellos”. La mixtificación cultural y religiosa aumenta, produciéndose no solo un gran choque de civilizaciones, sino la colisión de civilizaciones reconstruidas artificialmente.

El Estado Islámico fue la prueba de ello: una visión del islam tiránico en combustión por la influencia de las redes sociales. “La reinvención posmoderna de las identidades no hace más que endurecer las divisiones geopolíticas”, escribe Kaplan, para añadir que “el siglo XXI estará definido por una anarquía vulgar, populista, sobre la que la élite que se reúne en lugares como Aspen y Davos tendrá cada vez menor influencia y será progresivamente menos capaz de comprender. El imperialismo será visto entonces con más nostalgia que con desdén”. El Brexit, la subida al poder de líderes como Johnson, Orban, con Salvini en su momento como ministro de Interior de Italia, Marine Le Pen y su Frente Nacional como segunda fuerza política en Francia. La crisis de la Unión Europea y de otras organizaciones regionales como la OTAN están acompañadas de un resurgir del Estado nación.

El dilema del Estado nación, el gran motor de las grandes guerras de los siglos XIX y XX emerge de nuevo debido a un considerable aumento de la insatisfacción de muchos ciudadanos ante la Unión Europea. Maastricht iba a ser promesa de futuro, iba a redimir y a erigir un futuro común sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. Se fio todo a la integración económica pensando que sería menos lesiva para la soberanía nacional de los Estados miembros. Pero la verdad es que el diseño institucional y la asimetría tributaria de la UE han generado fortísimas desigualdades: el Brexit, las tensiones en la eurozona, la fragmentación de la democracia liberal en Europa del Este y el crecimiento de los nacionalpopulismos son la prueba de ello.

Por otro lado, tenemos la interrelación que hace el americano entre tecnología y comunicación. Esta crisis ha puesto de relieve, una vez más, cómo el enjambre electrónico es un excelente propagador de noticias falsas. Y, de la misma forma que la invención de la imprenta tuvo una importancia fundamental en las guerras de religión en el siglo XVI, las redes sociales, en un mundo en que la democracia y la tec­nología avanzan más deprisa que las instituciones nece­sarias para sostenerlas, pueden ser factores desestabilizadores mucho mayores que cualquier decisión política.

En el siglo XX, por ejemplo, los ex­tremistas hindúes que incendiaron mezquitas en la India a principios de los noventa y atacaron a cristianos a finales de la misma época pertenecen a un movimiento obrero dentro de la democracia india que utiliza cintas de vídeo e Internet para difundir su mensaje. La propagación de información en las próximas décadas conducirá no sólo a nuevos pactos sociales, sino también a nuevas divisiones a medida que la gente descubra cuestiones nuevas y complejas sobre las que disentir. Las redes sociales, al permitirnos eludir los encuentros cara a cara, aumentan el riesgo de que resulte más fácil cometer crueldades, por cuanto accedemos a un campo abstracto de pura estrategia y engaño

Internet es una anulación de la soledad que allana el camino para que penetren nuevas ideologías de índole totalitaria: “Imaginemos entonces el enjambre de los seguidores electrónicos en países donde toda dignidad personal ha sido ya borrada por la guerra, el crimen y el caos, y donde resulta evidente que cierta forma posmoderna de religiosidad extrema es la única panacea”.

Por otro lado, las redes sociales han sustituido el término patria por mundo. El hombre del siglo XXI cree estar vacío, de modo que necesita algo que le llene, que le permita ser parte de otra tribu, por artificial que sea. Así, la Red crea subterfugios artificiales en los que millones de personas dan forma a sus mundos alejados del vínculo estatal. Se da la paradoja de que hay más individuos que residen en un país, pero que no lo habitan.

“A medida que las comunidades se vayan independizando de la geografía y se vuelvan más especializadas cultural y electrónicamente, escaparán cada vez más al dominio del gobierno tradicional. La democracia pierde significado si tanto gobernantes como gobernados dejan de tomar parte de una comunidad vinculada a un territorio específico. En esta fase de transición histórica, que durará un siglo o más, en que la globalización ha empezado, pero no ha concluido y las fidelidades son muy confusas, resultará cada vez más difícil mantener la sociedad civil”.

El coronavirus es el marcador histórico entre la primera fase de la globalización y la segunda. En la primera fase, que duró desde el final de la Guerra Fría hasta hace muy poco, la globalización se trataba de acuerdos de libre comercio y un nuevo impulso del Estado de Bienestar en los países occidentales. Las clases medias crecieron al tiempo que se aliviaba la pobreza extrema y se expandían las comunicaciones digitales.

Evidentemente, las guerras en África, Oriente Medio y los Balcanes fueron un aviso a Occidente de que la democracia en todos los lugares del mundo es utópica, y que las coacciones del pasado de los pueblos han de tenerse en cuenta para entender el presente. Pensar que lo que vale en Europa y Estados Unidos puede servir en otras zonas del mundo sería poco realista. La primera fase de la globalización fue celebrada por los optimistas; no obstante, la segunda fase de la globalización es diferente. Ante la Gran Recesión, la fractura de la globalización aparejó consigo nuevas autocracias, angustias populistas y una crisis de las clases medias aprovechada por el populismo. Esta fase histórica, en la que surgen viejas y nuevas divisiones globales estará más en consonancia con los pesimistas.

Occidente se encuentra disperso. Nunca antes la civilización occidental había alcanzado tal extremo de concisión geopolítica durante la época de la guerra fría y en los años inmediatamente posteriores al final de esta. Las civilizaciones muchas veces prosperan en oposición a otras. Como la cristiandad alcanzó forma y sustancia enfrentándose al islam tras la conquista musulmana del norte de África en los siglos VII y VIII y del Levante Mediterráneo. Europa forjó su paradigma político definitivo enfrentándose a la Alemania nazi y a la Rusia soviética. Nadie dijo que la globalización fuera un orden libre de conflictos: solo que esos conflictos tendrían una forma distinta. La guerra fría fue un conflicto ideológico, que comenzó y terminó en Europa, aunque las violentas batallas se libraron trágicamente en el mundo en desarrollo, con el Sudeste Asiático, África y Oriente Medio como telón de fondo.

El mundo en desarrollo en ese momento estaba experimentando sus propios cambios neomaltusianos, a los que las superpotencias ideológicamente orientadas eran en gran medida ambivalentes. Pero el pasado reciente del mundo en desarrollo es nuestro propio presente: en el que la enfermedad y el desorden político no son asuntos solo de los barrios más pobres de la habitación humana. Por lo tanto, como subraya el autor, “no esperen que el resultado de estas nuevas luchas de grandes potencias sea tan lineal como la Guerra Fría, que fue de hecho un final de la Segunda Guerra Mundial. Los intelectuales prefieren ver la historia como una mera batalla de ideas e ideologías, que son, a su vez, productos de sus propios entornos urbanos altamente evolucionados”.

El retorno del mundo de Marco Polo, como La anarquía que viene, refuta la tesis de la democracia como un proceso de inevitabilidad histórica: “El colapso del comunismo por tensiones internas no dice nada sobre la viabilidad a largo plazo de la democracia occidental. La muerte natural del marxismo en Europa del Este no es garantía de que las tiranías más sutiles no nos esperen, aquí y en el extranjero. La historia ha demostrado que no hay un triunfo final de la razón, ya sea por el nombre del cristianismo, la Ilustración o, ahora, la democracia. Pensar que la democracia tal como la conocemos triunfará o incluso está aquí para quedarse es en sí misma una forma de determinismo”.

De facto, aquellos que citan a Alexis de Tocqueville en apoyo de la inevitabilidad de la democracia deben prestar atención a su observación de que los estadounidenses, debido a su igualdad (comparativa), exageran “el alcance de la perfectibilidad humana. El despotismo, continuó Tocqueville, “es más de temer en democracia porque prospera en la obsesión por uno mismo y la propia seguridad que fomenta la igualdad”. El coronavirus generará ciudadanos cada vez más desencantados con la globalización, y surgirá un nuevo tablero político en el que Hobbes y su “primer hombre” pueden tener más importancia que el “último hombre” de Fukuyama.

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