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El debate y la verdad

Mientras los debates existan, los ciudadanos debemos exigir ciertas reglas sin las cuales debatir no tiene sentido: la verdad y el respeto elemental al contrincante.
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Hoy por la noche millones de mexicanos veremos el segundo debate presidencial. Habrá debates simultáneos al debate. Habrá posdebates y debates sobre los posdebates… Se cruzarán apuestas, competirán encuestas, se levantará una polvareda de opiniones. Lo cierto es que el resultado final no se sabrá hasta el 2 de junio.

Abrigo esperanzas de que sea más sustancial que el primero. No me refiero solo a las propuestas. Los ciudadanos tenemos derecho de saber qué piensa en verdad y quién es en verdad la persona que nos va a gobernar por los siguientes seis años.

Aunque los debates presidenciales empezaron en 1994, no ha arraigado una genuina cultura del debate. Letras Libres propuso hace veinte años no acotar los debates a las fechas electorales sino llevarlos a cabo en diversos tiempos y espacios, con distintos públicos y protagonistas, sobre los temas más diversos de la agenda nacional. Nos inspirábamos en un ensayo de Amartya Sen (filósofo indio, Premio Nobel de Economía en 1998).1 “La gloria de la democracia –escribió Sen– está en el debate público abierto”. Todo lo que se sabe de verdad y se discute públicamente con claridad –explicaba– crea una especie de masa crítica que presiona al sistema político en el sentido correcto. Y ponía el ejemplo de la India, donde ese debate abierto había elevado la conciencia sobre las hambrunas, obligando al gobierno a prevenirlas.

La idea prendió de manera limitada. Ahora hay debates entre candidatos a gobiernos estatales. Los programas de discusión política por televisión son un género apreciable y vivaz, aunque endogámico, y casi reservado al “círculo rojo”. En la prensa independiente, la radio y varios canales de internet, la confrontación es más libre y crítica. Algo se ha avanzado también en universidades y foros empresariales.

Pero en este sexenio censor y autoritario dos poderes han conspirado contra el debate abierto. El Congreso –mejor dicho, la aplanadora de Morena en el Congreso– ha mostrado un servilismo que no se veía desde tiempos de Porfirio Díaz, sumisión ignominiosa que adultera, degrada y contradice su misión deliberativa. Han sido capaces de traicionar el legado liberal porque así se les ordena. Esos diputados y senadores desconocen el debate: practican la genuflexión.

En cuanto al Ejecutivo, su monótono monotemático monólogo mañanero, monumento a sí mismo, es una barricada de humo y bilis contra el debate abierto. La transmisión sin contraste de esa verdad oficial en algunos de los principales noticieros (aunada a la frecuente omisión de historias verdaderamente incómodas al poder) no favorece el debate: adormece a la opinión pública.

En ese marco adverso tienen lugar los actuales debates. Los comentaristas que calificaron al primero con criterios deportivos tenían derecho a opinar lo que sea, pero no a omitir la premisa mayor: estamos asistiendo a una elección de Estado, con todo el repertorio de inequidades que eso supone. Buscando colocarse por encima de la polarización, ignoraron que el origen y motor de esa polarización está en el Palacio Nacional.

Mientras los debates existan, los ciudadanos debemos exigir respeto a ciertas reglas sin las cuales debatir no tiene sentido.

Volvamos a Sen. Un debate debe abrir paso a la verdad. Lo cual supone creer en ella. Si se niegan los datos objetivos, el debate es imposible. Si se escamotea la verdad con la retórica populista o el tóxico gas de la ideología, el debate es imposible.

Para eso justamente deberían estar los moderadores. No para ser semáforos humanos sino protagonistas activos e inquisitivos, facilitadores de la verdad. Si un participante incurre en una mentira y los datos duros del adversario no lo mueven, los moderadores deberían estar preparados, si no para rebatir directamente la mentira, sí para alentar a los contendientes a ir a fondo, con objetividad y honestidad.

Otra regla es el respeto elemental al contrincante. Xóchitl Gálvez no debe permitir que Claudia Sheinbaum la deshumanice al no llamarla por su nombre.

“La política es el teatro más rápido del mundo”, decía Alejandro Rossi. Pero aclaremos: el ciudadano consciente sabe que es un teatro. La gente valora la verdad. Por eso, quien hable con la verdad ganará el debate. Y después, vertiginosamente, todo puede pasar. ~

Publicado en Reforma el 28/IV/24.

  1. “Democracy and its Global Roots”, The New Republic, 5 de octubre de 2003. Fue publicado en Letras Libres en mayo de 2004 como “El ejercicio de la razón pública“. ↩︎
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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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