Ilustración: Letras Libres

El fruto de la discordia

El régimen degradó la vida política a una lucha mortal entre “amigos y enemigos”. Ese no debe ser el destino de México.
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Hace más de tres mil años la manzana de la discordia desató la guerra de Troya. No es la primera vez que ocurre, consuela saberlo. Y por eso es natural volver a los clásicos. A ellos acudió José Ortega y Gasset en 1941 desde su exilio en Buenos Aires para escribir el ensayo “Del Imperio romano” donde recordaba un dramático pasaje de la vida de Cicerón en el año 50 a. C. Ante el peligro de la guerra civil, el gran orador romano exclama: “Falta la concordia”. Esa era la fatal reincidencia que Ortega advertía en su tiempo. Y es la misma que resuena en el nuestro.

“Es evidente –escribe Ortega– que una sociedad existe gracias […] a la coincidencia de sus miembros en ciertas opiniones últimas”. Esta convergencia era lo que Cicerón llamaba “concordia” y que definía como “el mejor y más apretado vínculo de todo Estado”. Por otra parte, y siguiendo a Aristóteles, Cicerón señalaba que las divergencias de opinión no solo son naturales sino benéficas. Pero ¿qué ocurre –se pregunta Ortega– cuando “la disensión llega a afectar a los estratos básicos de las opiniones que sustentan la solidaridad del cuerpo social”? Ocurre que el corazón social se escinde en dos: es la discordia, polo opuesto de la concordia:

Pero dos sociedades dentro de un mismo espacio social son imposibles. Quedan, pues, como meros conatos de sociedad, es decir, que la disensión radical produce exclusivamente la aniquilación de la sociedad donde sobreviene… Nada es común entre los contendientes. El Estado queda destruido, y con él toda vigencia de ideas, de normas, de estructuras en que apoyarse.

Los temores de Cicerón se hicieron realidad: perdida la concordia, sobrevino la guerra y la dictadura. Dos milenios después, la pauta se repitió en España y Alemania: las repúblicas que ceden a la discordia dejan el espacio público en manos de líderes cuya pasión visceral e irreductible conduce a las masas obedientes al abismo.

Con esos antecedentes remotos y próximos, uno esperaría que el siglo XXI hubiese asimilado la lección, pero inexplicablemente no ha sido así. Dos ejemplos nos competen: Estados Unidos y México.

La discordia ha llevado a Estados Unidos a una encrucijada solo comparable con la antesala de la Guerra Civil. Donald Trump ha sido un sembrador de discordia y llegará al poder para cosechar los frutos. No es un estadista sino un demagogo con actitudes racistas, simpatías tiránicas e inclinaciones dictatoriales. Para complicar el panorama, la oposición democrática y liberal está lastrada por el intolerante y narcisista movimiento woke. ¿Sobrevivirán los valores, leyes, libertades e instituciones que fundaron esa república democrática hace casi 250 años? Cabe la esperanza. En cuatro años no se borrarán la división de poderes, el régimen federal y la prensa libre. Habrá un relevo generacional. La economía americana es dinámica y creativa. La sociedad es plural. Pero los riesgos de disolución y violencia existen.

En México estamos ya en ese escenario. La discordia nunca fue un rasgo constitutivo nuestro pero desde hace años ha sido el emblema mismo –casi la razón de ser– del movimiento que degradó la vida política a una lucha mortal entre “amigos y enemigos”. Desde su llegada al poder, convirtió la discordia en política pública, inventó una realidad alterna y comenzó a llamar “transformación” o “reforma” al bárbaro impulso de destruirlo todo: seguridad, educación y salud, riqueza y patrimonio, capital humano y experiencia histórica, leyes e instituciones, medio ambiente.

Al cabo de seis años, casi la mitad del electorado activo votó en su contra, pero el régimen dobló la apuesta: se apoderó ilegítimamente de la mayoría absoluta en el Congreso y desde ahí –a despecho de la sucesión, o con su venia– ha seguido actuando como si la inmensa minoría opositora no existiera. Y la piqueta sigue: el régimen ha derruido el sistema judicial y borrado los órganos autónomos. El fruto de la discordia ha sido la destrucción del orden republicano.

Con todos los matices que se quiera, es la pauta romana en tierra mexicana. ¿Hay salida? Aun si nuestros vecinos no desfogan su discordia sobre México y así nos fuerzan a la unidad, por nuestro propio bien urge devolver la concordia a la vida pública. Quien la deshizo fue el régimen, es el régimen quien debe restaurarla. Y su único camino –que ahora parece impensable, dada su soberbia– es asumir la durísima realidad (no su versión alterna) y comenzar la ardua, penosa, compleja tarea de reconstrucción. ~


Publicado en Reforma el 22/XII/24.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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