Entrevista con Tim Shenk: “El Partido Demócrata y el Republicano se siguen pareciendo más ahora que hace cien años”

El historiador publica un libro en el que cuenta la historia de EEUU a través de los cambios ideológicos de las élites políticas desde la aprobación de la Constitución haste nuestros días.
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Tim Shenk es profesor de historia contemporánea de Estados Unidos en la Universidad George Washington, en Washington DC. Es el coeditor de la revista progresista Dissent y un activo articulista en medios como The New York Times, The Nation, The New Republic, The Guardian o Jacobin. Tras la publicación de su primer libro en 2013, una biografía del economista y comunista de Cambridge Maurice Dobb, Shenk acaba de lanzar su segunda obra: una contrahistoria de Estados Unidos que ha titulado Realigners: Partisan Hacks, Political Visionaries, and the Struggle to Rule American Democracy (Los realineadores: estrategas de partido, visionarios políticos y la lucha por gobernar la democracia estadounidense). Se trata de una historia de Estados Unidos a través de la narración de la evolución ideológica de las élites políticas y de los partidos estadounidenses desde que el país echó andar con la Constitución de 1787. El libro comienza con la rivalidad primigenia entre federalistas y republicanos, y avanza pero no según el relato de victorias electorales, mandatos y presidentes necesariamente, sino poniendo el énfasis en ideólogos, intelectuales y estrategas de partido como Martin Van Buren, Charles Sumner, Mark Hanna, W.E.B. Du Bois, Walter Lippmann, Mary and Leon Keyserling o la conservadora Phyllis Schlafly, la gran ideóloga en este último medio siglo del movimiento trumpista que está tratando de conquistar el Partido Republicano.

El libro se titula “realineadores” y está vertebrado, precisamente, según esas fases en que la política y la democracia americana se “realinea”. ¿Qué quiere decir con eso y por qué ha usado este enfoque?

En ciencias políticas existe una especie de criterio establecido que dice que más o menos cada 30 años se produce una renovación masiva de la política americana, donde una nueva mayoría emerge y transforma la legislación y transforma el debate político para las siguientes décadas. Así que hay muchos historiadores americanos que dividen y analizan la historia del país en una serie de períodos clave basados en esas etapas de grandes mayorías. Frente a esto, existe otro punto de vista que dice que hay una manera más amplia de ver la historia. No es que uno gane unas elecciones una vez y entonces la política cambia de por sí durante 30 años, yo no creo eso. Pero sí que creo que es muy útil mirar las coaliciones entre partidos, entre qué políticas se desarrollan y el tipo de personas que son elegidas, entre la estructura del gobierno y cómo la política funciona considerándola como un todo. Así que, incluso aunque haya mayorías o etapas de cambio que perduren 30 años, también encuentras períodos de tiempo en que el escenario nacional se inclina hacia un partido u otro. La versión sencilla de la teoría del realineamiento dice que hay que pensar en cómo funciona el sistema político como un todo y dentro de ese marco ver cómo y por qué se forman las mayorías, cómo y por qué evolucionan las coaliciones a largo plazo, etcétera. Creo que es un modo muy útil de analizar la historia y lo es especialmente en estos momentos.

¿Por qué?

A raíz de la era Trump se habla mucho de la crisis de la democracia, sin embargo, al menos en mi ámbito socialdemócrata, se ha prestado demasiada atención a definir la democracia de manera muy estrecha, no como una institución, ni siquiera como un compromiso para alcanzar la igualdad, sino solo como un mecanismo para convencer a la gente de que un partido tiene razón. Con este libro sobre realineamientos lo que he querido hacer es contar la biografía de la democracia estadounidense a través de cómo se ha realizado el proceso de hacer esas grandes mayorías, que es, creo, la esencia del sistema cuando funciona de la mejor manera.

El primer realineamiento que aborda en su libro se produjo nada más empezar la historia del país: la disputa entre el federalista Alexander Hamilton y el republicano James Madison, quien a la postre sería el cuarto presidente del país. ¿En qué consistió?

Los federalistas eran el partido de George Washington [el primer presidente de Estados Unidos, de 1789 a 1797], e hicieron una coalición de gobierno en torno a él [un general de la Guerra de la Independencia contra Inglaterra, entre 1775 y 1781]. El voto entonces recaía en los ciudadanos blancos, si bien el derecho al sufragio en ese momento no era tan amplio como lo sería después. La conclusión que los republicanos, con Jefferson a la cabeza, sacaron de esa primera derrota electoral, y es lo que sería importante para las élites políticas a partir de entonces, es que su primer objetivo debía ser expulsar a la otra parte del gobierno. Esto fue un avance muy importante porque lo que tanto ya Madison, por la parte republicana, como Hamilton, por la federalista, debaten a lo largo de la década de 1790 es en torno a lo importante que es una mayoría electoral y que el gobierno esté respaldado por la voluntad de la gente. Pero la gente solo vota en las elecciones y el resto del tiempo va a estar callada, por lo que la idea de eliminar al otro lado del gobierno es la de crear un partido político permanente en el poder. Todo esto emerge en esa década de los 90 y los motivos por los que el grupo de Jefferson y Madison abraza esa manera de hacer política es porque esa política para el pueblo era la manera de resolver esa guerra civil entre élites. Ganando los votos suficientes, los republicanos podían expulsar del poder a los federalistas, eso fue la primera parte del trabajo. A partir de ahí, elección tras elección durante las siguientes dos décadas esa batalla contra los federalistas continuó hasta la desaparición de estos últimos [en 1824, tras gobernar los primeros 16 años de la historia de Estados Unidos]. Por supuesto, el partido de Jefferson acabó adoptando muchas de las propuestas políticas de los federalistas cuando estuvo en el gobierno. Pero lo novedoso de esta primera etapa política de Estados Unidos es que se fijó el hecho de que las élites apelaran al voto popular para resolver la guerra de poder que mantenían entre ellas.

Es curioso, de hecho, cuántas veces pasa en política que un partido adopta políticas incluso no menores del partido al que acaba de echar del poder.

En este caso, los jeffersonianos tenían una preocupación respecto a que los hamiltonianos querían literalmente crear en Estados Unidos una monarquía y una aristocracia gobernante, por lo tanto, pensaban que había que echarlos del poder tan pronto como fuera posible. En la práctica, lo que sucedió es que al echarlos del poder el bando de Jefferson creó precisamente esa aristocracia tras ocupar este la presidencia [Jefferson fue el tercer presidente de Estados Unidos entre 1801 y 1809, tras Washington y John Adams, ambos federalistas]. Si bien es cierto que uno puede defender a los jeffersonianos con el argumento de que promovieron un sistema de rendición de cuentas muy alto, lo que fue una contribución muy importante, incluso aunque nunca hicieran la revolución política que habían prometido.

En el libro, usted asegura que aún hoy “no está claro cuántos estadounidenses apoyaban la Constitución” cuando esta fue aprobada. Pese al enorme culto que tiene la Carta Magna en este país, ¿no supone eso una carencia de legitimidad?

La Constitución, de hecho, es un ejemplo perfecto del funcionamiento de la política americana en ese momento. Fue un documento elaborado por las élites a puerta cerrada sin que hubiera un movimiento popular ni un mandato del pueblo reclamándola. Dicho esto, la idea de crear convenciones en los estados que tuvieran que decidir sobre cómo se gobernarían, fue un aporte significativo para la democracia. Y de nuevo, el Congreso tenía un sistema de rendición de cuentas más avanzado que otros sistemas que había habido hasta ese momento. El problema que los legisladores se encontraron al redactar la Constitución fue que, ups, habían elaborado el documento en secreto y no había encuestas ni modo de saber qué pensaba la opinión pública sobre ello. Sí sabemos que en estas elecciones votaron pocas personas. Tenemos además el que yo diría que es el primer ejemplo de una constitución votada directamente por el pueblo, el caso de Rhode Island, y fue rechazada [Rhode Island acabó entrando en la Unión en mayo de 1790. Realizó hasta once intentos de celebrar una convención constitucional para ratificar el documento y celebró varios infructuosos referéndums; el primero de ellos, el 24 de marzo de 1788, llegó a rechazar la carta magna por 2.714 votos a favor frente a 238 en contra, y solo dos de las treinta ciudades del estado apoyaron la Constitución. Finalmente, Rhode Island aprobó la constitución con enmiendas provisionales]. Sin el apoyo oficial de personas de la élite americana como George Washington, la constitución bien podría no haber salido adelante. Por otro lado, pasó por un proceso que, para los estándares de la época, fue un ejemplo extremo de democracia: la gente votaba a delegados y estos votaron la Constitución.

Hablemos de ese segundo “realineamiento” del que habla en el libro, ya en el siglo XIX. Tras la desaparición de los federalistas, en 1828 surge otro partido, el Partido Demócrata, de la mano sobre todo de Martin Van Buren, como estratega político que convirtió a Andrew Jackson en presidente, el primero de ese partido. Sobre este segundo realineamiento protagonizado por Van Buren, usted afirma: “Al tratar de recrear el republicanismo jeffersoniano, los jacksonianos inventaron la democracia”. ¿Qué quiere decir con esto?

Las innovaciones de Van Buren fueron dos, una en el lado ideológico y la otra en el ámbito institucional. Respecto a lo ideológico, se dio cuenta de que los políticos tienen que hacer campañas para ser los defensores del pueblo, como la forma que tienen los outsiders de entrar en el sistema y echar a un status quo corrupto. Eso está ya un poco en la tradición de Jefferson, pero Van Buren y Jackson lo llevan a otro nivel. Van Buren fue el ideólogo de eso, la persona que estaba entre bambalinas innovando, y Jackson fue el rostro de este movimiento. Es cierto que tanto los jeffersonianos como luego los madisonianos querían moverse por la democracia de partidos para ganar elecciones, pero no pensaban que los partidos tuvieran que ser permanentes y los jacksonianos sí lo pensaban. Decían: para defender el gobierno del pueblo es necesario una institución que vele por ese objetivo. Esa institución es el Partido Demócrata. De hecho, en la época el partido era llamado simplemente La Democracia.

¿Qué visión tenían Van Buren y Andrew Jackson, el primer presidente del país que no provenía de la élite, de La Democracia?

El partido era una institución que tenía una serie de instrumentos como prensa de partido, la maquinaria del partido y un aparato político completo para lograr atraer el voto de la gente frente a las élites. Intentar ganar las elecciones suponía una lucha constante por ganarse el voto de la gente, cuyo candidato Andrew Jackson, como defensor del pueblo ante los grandes poderes, estaría apoyado por toda esa enorme maquinaria política. Un elemento que introdujeron y que sigue vigente hoy, es la noción de que solo hay un partido que responde a la voluntad popular y ese era La Democracia. A partir de ahí, su gente puede cometer fallos, tomar decisiones incorrectas, pero ellos son los únicos que tienen la legitimidad para gobernar porque representan la voluntad del pueblo. Así que cuando los demócratas perdían, decían que había sido por un error o por la decepción de la gente, pero nunca aceptaban que habían perdido porque el otro partido había ganado las elecciones legítimamente. Esa concepción es nueva y se introduce en ese momento.

¿Cómo se ve Andrew Jackson a ojos del presente en Estados Unidos? Por un lado, representó el presidente del pueblo contra los grandes poderes, las élites, los bancos, etcétera; sin embargo, por otra parte, fue marcadamente racista y responsable de un genocidio indígena. Fue el primer presidente del Partido Demócrata, pero Donald Trump no dudó en poner su retrato en el despacho oval para lanzar un mensaje antiestablishment.

En la última década está habiendo una larga conversación sobre la historia estadounidense y, por razones obvias, se están poniendo en el centro cuestiones como la dominación racial. Durante mucho tiempo, Jackson fue visto como un héroe del Partido Demócrata. Franklin Delano Roosevelt decía que cuanto más leía sobre Jackson más le gustaba, porque Jackson era visto como el enemigo de Wall Street y de la élite financiera. Hoy Jackson es visto mucho más como un campeón del supremacismo blanco, un racista responsable de un genocidio indígena y un perpetuador de la esclavitud, y desde luego, se pueden decir muchas cosas a favor de ese argumento. Dicho esto, en esos años fue cuando un país supremacista blanco entró en el camino de acabar resolviendo el asunto de la esclavitud mediante una guerra civil. Un momento crucial en este momento histórico fue, precisamente, la candidatura de Martin Van Buren a presidente, pero dentro ya del Free Soil Party [en las elecciones de 1848], lo que supuso un momento decisivo para la opinión pública antiesclavista. Así que el mismo arquitecto intelectual de la democracia jacksoniana se acabó convirtiendo en una figura crucial en la política antiesclavista, lo que llevó luego a la Reconstrucción y a la concepción futura de Estados Unidos como una democracia multirracial.

Ahora que menciona el Free Soil Party, en el libro aparecen constantemente terceros partidos relevantes durante la historia de Estados Unidos, como los Whigs, el Constitutional Union Party, los Liberales Republicanos o el Partido Progresista de Teddy Roosevelt, que en las elecciones presidenciales de 1912 obtuvo incluso más votos que el Partido Republicano. ¿Qué ha sucedido para que, en los últimos, digamos, 30 años no exista esa tercera opción realmente potente?

El Partido Reformista [de Ross Perot] fue el último de ellos [Perot formó el partido en 1995 después de haber obtenido como candidato independiente el 18,9% de los votos en las elecciones presidenciales de 1992, comicios que ganó Bill Clinton], pero también se puede ver a Donald Trump como el típico candidato de tercer partido que se las arregla para hacerse con uno de los dos partidos mayoritarios. Creo que lo que vimos en las elecciones presidenciales de 2016 fue una remodelación dentro de la coalición republicana de las élites del partido y Trump logró lo que típicamente un tercer partido consigue ante el electorado: poner un tema sobre la mesa que los partidos principales están ignorando y que tiene detrás un cierto sentimiento popular, afirmar después que si no es por eso los otros partidos no estarían hablando de dicho asunto y, finalmente, concentrar en ese tema toda la atención.

Una figura muy interesante como estratega político es el republicano Mark Hanna, que usted dice que es el nexo entre la Gilded Age, la Edad Dorada, las tres últimas décadas del siglo XIX, y el New Deal de los años 30 y 40 del siglo XX. ¿Por qué fue importante Hanna, un hombre que, según usted lo describe, veía “el dinero como una herramienta para solucionar problemas”?

Los desafíos que Estados Unidos estaba afrontando en la década de los 90 del siglo XIX estaban relacionados con el hecho de que la revolución industrial que tuvo lugar esos años había traído como consecuencia una prosperidad tremenda pero solo para algunos, mientras que otra parte de los estadounidenses vivía en una situación cada vez más penosa. Esos problemas se exacerbaron después de 1893 con la crisis económica [el llamado Pánico de 1893]. La cuestión que se puso sobre la mesa fue: ¿puede el capitalismo industrial reconciliarse con la democracia de masas? En Europa en esos momentos, los partidos socialistas estaban reclamando que tanto el capitalismo como la democracia tuvieran una función social, por eso exigían extender el derecho al voto y revisar el sistema económico. En Estados Unidos la cuestión era algo diferente porque el derecho al voto estaba más extendido y asentado que en Europa. Pero lo que el Partido Republicano consigue, con Mark Hanna y William McKinley como candidato [quien acabaría siendo presidente entre 1897 y su asesinato en Buffalo, Nueva York, el 14 de septiembre de 1901], es lograr que emerja una mayoría para ese partido en la década de 1890 del mismo modo en que Van Buren con Jackson como candidato la habían logrado antes para el Partido Demócrata. Como Van Buren, Hanna era el estratega que trabajaba detrás de los focos y pensaba en cómo esas mayorías pueden construirse y Hanna es el autor intelectual de la mayoría que obtiene el Partido Republicano esos años.

¿Cómo lo logró, cuál fue su enfoque?

Hanna y su Partido Republicano tuvieron que idear una estrategia ante las revueltas populares que se estaban produciendo, con movimientos populistas que estaban emergiendo y con políticos contentos con eso como William Jennings Bryan [candidato a presidente del Partido Demócrata en 1896, 1900 y 1908], que afirmaba que los demócratas seguían siendo el partido que representaba a la clase trabajadora, agricultores, trabajadores de fábricas, a todo aquel que no perteneciera a las élites, somos el partido de la gente y transformaremos la democracia americana, decía constantemente. Todo esto era una amenaza para el Partido Republicano [partido que había dominado la política americana tras concluir la Guerra Civil, 1861-1865; desde Abraham Lincoln, primer presidente republicano en 1861, en el resto del siglo XIX solo hubo un presidente demócrata, Glover Cleveland]. Lo que Hanna hace como respuesta a ese reto es construir una mayoría multirracial y transversal de clases sociales con el argumento de que lo que es bueno para los negocios es también bueno para los trabajadores y, por lo tanto, es bueno para Estados Unidos. Con esos mimbres, construyeron una mayoría social que les dio las victorias electorales hasta la década de los 30 del siglo XX, con el único interludio de [la presidencia de] Woodrow Wilson [1913-1921]. En todos esos años, los estadounidenses estuvieron votando a este partido republicano proempresa. Una cosa que hizo Hanna fue dejar de resaltar aquello de que el principal motivo por el que el Partido Republicano existe es para acabar con la esclavitud y luchar por la igualdad racial. En la década de 1890, Hanna cambió eso para reivindicar el Partido Republicano como el partido de las empresas. Fue su estrategia para probar que el capitalismo y la democracia pueden ser reconciliados y ese modelo acabó atravesando el mundo entero durante el siglo XX. Se puede argumentar que aún vivimos en el mundo de Mark Hanna, pero también es relevante añadir que seguimos viviendo unos tiempos en los que hay que seguir reconciliando capitalismo y democracia, y desde luego los partidos conservadores pueden ganar limpiamente elecciones bajo las premisas de Hanna.

Entremos ahora en el siglo XX. En su relato de este siglo ocupan un papel fundamental dos intelectuales: W.E.B. Du Bois, el arquitecto de los movimientos por los derechos civiles, y Walter Lippmann, un hombre que evolucionó desde el socialismo a posturas más moderadas: fue muy influyente en el Partido Demócrata, fundó la revista progresista The New Republic, y escribió durante décadas su famosa columna Today and Tomorrow para el New York Herald Tribune.

Du Bois y Lippmann son dos caras diferentes del progresismo estadounidense. Ambas perspectivas son muy útiles para contar una historia del auge y caída del orden nacido en el New Deal. Lo que hace de Lippmann alguien tan interesante es que no hay ningún otro periodista ni intelectual que haya permanecido tantas décadas seguidas en el escenario nacional y, sin embargo, las últimas décadas ha sido casi olvidado. Es un fenómeno chocante. Un factor llamativo con él es que comenzó sus días como socialista enfebrecido, estaba muy comprometido y quiso dedicar su vida a ello. Pero entonces llegan los años del New Deal. Había fuertes fracturas de todos los aspectos económicos por primera vez en la historia de este país, y Lippmann rechazó al principio el New Deal y se convirtió en uno de sus grandes críticos y evolucionó hasta ser un defensor de los cambios de los años 50 y 60, y esto dice mucho sobre la evolución de su pensamiento liberal clásico y también de que no fue lo mismo Franklin Roosevelt que la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Y lo digo porque mucha gente dice que los demócratas son todos iguales desde Roosevelt. Lippmann alertó ya en los años 60 de los elementos que ponían en riesgo la democracia, como la polarización.

En su libro aparece el mccarthysmo, pero no tanto como un movimiento anticomunista como un movimiento contra el New Deal.

Una cosa que es importante comprender es que, en vez de una respuesta liberal a los retos de la democratización, lo que se promueve a menudo es ofrecer a la gente ideas disparatadas. El mccarthysmo fue un poco el QAnon de los años 50, era algo que no había que tomar seriamente, se decía: ni caso, esta gente está borracha y no sabe de lo que está hablando, ve fantasmas por todas partes. McCarthy era alcohólico y la mayoría del tiempo no sabía qué demonios decía, eso es cierto. Dicho esto, también es cierto que hubo un momento en los años del New Deal en que hubo un giro ideológico en ciertas personas del estado, no entre las élites, Roosevelt, por ejemplo, jamás fue percibido como un comunista, pero sí entre cargos gubernamentales por debajo, como directores generales, y en ese mundo la división entre un demócrata pro New Deal, un socialista y un comunista podía ser muy borrosa, y la gente ubicada más a la izquierda buscaba en Washington un proyecto aún más radical. Esta línea borrosa en unas partes y otras en los años 30 se convirtió en algo inaceptable durante los años de la Guerra Fría. Muchas de las opiniones que uno podía tener públicamente en los años 30, se convirtieron muy embarazosas de expresar en los años 40 y especialmente en los 50, y McCarthy se aprovechó de esta circunstancia. Dentro de esto, una gente lo hacía de una manera cínica y otra porque creía sinceramente que el destino del mundo estaba en juego, como Whitakker Chambers [periodista que, tras unos primeros años de comunista y de espía soviético, acabó rechazando la ideológica y adoptó posturas conservadoras hasta el punto de que Ronald Reagan lo galardonó en 1984 a título póstumo]. Es cierto que los progresistas han creado una imagen distorsionada de lo que han sido cuando niegan la influencia que tuvieron de la izquierda radical. McCarthy combatió esa influencia, pero los medios que empleó fueron una amenaza para Estados Unidos y los progresos que se habían hecho desde los años 30.

Sobre los años 60, usted afirma: “Si el orden del New Deal se hizo por una crisis económica, se deshizo por una social”. ¿A qué se refiere?

Eso es, en concreto, el año 1968. El New Deal llegó tras una depresión económica y aunque tras la Segunda Guerra Mundial la prosperidad no llegaba aún a todo el mundo, estaba claro que en los medios no aparecían ya esas imágenes sobrecogedoras de los años 30. Eran unos años en que se incrementó mucho la inversión en educación y se empezó a generar toda una masa de activistas educados universitarios, con cada vez más influencia en política a medida que el tiempo avanzaba. Entonces empiezan a surgir cuestiones al margen de la prosperidad propiamente dicha, que fue el gran tema del New Deal, como la Guerra del Vietnam o los derechos civiles. Así que había la sensación de un cambio cultural. Toda esa gente fue la que acabaría votando por Lyndon B. Johnson [en las elecciones de 1964, Johnson ganó en 44 de los 50 estados tras obtener un aplastante 61,1% de los votos]. Esa coalición en torno al Partido Demócrata en torno a esos temas es nueva y procede de ayer, de los años 60 del siglo pasado. Una cosa que logró Franklin Roosevelt en los años 30 fue liderar una gran coalición que incluía a los afroamericanos, y esto ocurría por primera vez en el Partido Demócrata. Un hecho que hizo estallar mi mente mientras me documentaba para el libro fue que la enorme ventaja frente a los republicanos que obtuvo en las elecciones de 1936, llegó a ganar en Carolina del Sur con el 99% de los votos, una cifra de tipo dictatorial, pero que se debe a la coalición tan potente forjada en el New Deal. En 1964, Lyndon B. Johnson consiguió su enorme victoria tras haber aprobado la Ley de Derechos Civiles, con la que se ganó el voto del sector progresista. Un elemento curioso es que, a pesar de este antecedente, en las elecciones de 1968, el voto a los demócratas estuvo más dividido [Nixon ganó esos comicios con el 43,4% de los votos; el candidato demócrata Hubert Humphrey obtuvo un 42,7%, no lejos de Nixon, pero 18 puntos y casi 12 millones de votos menos que Johnson cuatro años antes]. 

¿Qué conclusión se puede extraer de esto?

Lo que es importante comprender de las elecciones de 1968, sobre todo para los demócratas a largo plazo, es que la polarización era evidente para cualquiera que quisiera verla en ese momento. En el libro cito a Walter Dean Burnham, teórico de ciencias políticas y uno de los impulsores de la teoría del realineamiento en que se basa mi libro, quien, en una obra publicada poco después de esas últimas elecciones, dice: “Vemos esa coalición entre las élites progresistas y los afroamericanos contra esa amplía mayoría de clase media blanca y uno puede ver hacia donde lleva políticamente y no hay modo de que vaya a ser bueno”. Él ya describió este fenómeno como una polarización con el mayor potencial de desencadenar una guerra civil desde la Guerra Civil. La conclusión es que una vez que se entra en ese mundo de la polarización política, el camino hacia un 6 de enero no es en absoluto inevitable [en referencia al asalto al Congreso ejecutado por los seguidores de Donald Trump ese día de 2021]. 

Hablando sobre la extrema polarización de Estados Unidos y de Donald Trump, una personalidad decisiva en ese giro que Trump le imprimió al Partido Republicano es Phyllis Schlafly (1924-2016), quien ya planteó nada menos que en los años 50 del siglo la necesidad de que los republicanos emprendieran ese camino. ¿Quién fue Schlafly y por qué es tan importante en la deriva actual del Partido Republicano?

La mayoría de la gente la conoce como el rostro público de la campaña que hubo en los años 70 contra la ratificación de la llamada Enmienda de la Igualdad de Derechos [un texto legal que garantizaba la igualdad de todas las personas, independientemente de su sexo, por lo que se vio en la época como una norma contra la discriminación de la mujer]. Schlafly se convirtió en una crítica del feminismo desde la derecha radical. Pero quise escribir sobre ella por otro motivo: sí, efectivamente, fue una cruzada contra el feminismo, pero descubrí que eso solo había sido un capítulo de su proyecto más amplio. Por usar sus propias palabras, ella se veía como la líder de un movimiento de base contra lo que ella denominó los creadores de reyes [kingmakers], un proyecto que comenzó en los años 50 cuando se presentó como candidata al Congreso y que se prolongó hasta 2016 haciendo campaña por Donald Trump en los últimos meses de su vida. En Schlafly vemos las raíces del actual populismo republicano, que no fue dominante en ese partido durante la vida de Schlafly y ni siquiera cuando Trump llegó: él se presentó y ganó, pero básicamente aplicó la agenda conservadora de Paul Ryan [republicano conservador, propuesto como vicepresidente por la candidatura de Mitt Romney en las elecciones de 2012 y portavoz de la Cámara de los Representantes entre 2015 y 2019]. Con Phyllis se produce una grieta en la historia del Partido Republicano que va desde Joseph McCarthy y Robert Taft hasta Donald Trump [Robert Taft fue un senador conservador, opuesto al New Deal, a la entrada en la Segunda Guerra Mundial y a Naciones Unidas; era hijo de William H. Taft, quien fue presidente de Estados Unidos y más tarde presidente del Tribunal Supremo a principios del siglo XX].

¿Qué quería decir Schlafly con la noción de kingmakers, de fabricantes de reyes, de gobernantes?

Ella lo veía como una especie de consecuencia del sistema surgido del New Deal dirigido por las élites progresistas desconectadas de la vida diaria del ciudadano ordinario ayudadas también por una élite republicana corrupta que también tenía que ser derribada. En ese escenario, Schlafly se veía como la defensora del pueblo contra esos dos partidos que están subvirtiendo la democracia americana. Ese fue el enfoque que trajo nuevo Schlafly desde los años 40 y 50.

Pero a ella, en un primer momento, no le gustó Donald Trump.

Le tomó un poco de tiempo convencerse, pero lo apoyó muy pronto, antes que mucha gente en su familia. En el caso de Schlafly se da una paradoja: como antifeminista primigenia reaccionó frente el feminismo ante el temor, decía, de que parte de su familia pueda seguir la utopía feminista y se acabara socavando el proyecto familiar. Sin embargo, la familia estuvo profundamente dividida en torno a Donald Trump, incluso sus hijos acabaron en litigios unos con otros en torno a la Fundación Schlafly. Esa es la tragedia personal, que su familia acabara dividida por el trumpismo. En cuanto a su tragedia política, es cierto que fue una persona muy influyente, pero en términos de hacer carrera política o de conseguir lo que ella quería, incluso apostando por Donald Trump, en términos prácticos, nada por lo que luchó llegó a hacerse realidad: ni consiguió realizar el cambio cultural que pretendía ni tumbó a las élites americanas. Termino así uno de los capítulos, me pregunto: ¿qué consiguió Schlafly después de varias décadas en política? Y la respuesta es, por un lado, todo lo que quiso, pero por otro, nada de nada.

Hablando de cambios que no se consiguen, afirma que “Obama y Donald Trump hicieron campaña cada uno por una revolución política que no cumplieron”. ¿A qué se refiere?

En el caso de Trump, todo ese proyecto de voy a construir el muro, voy a traer prosperidad para todos y todo eso, no lo ha conseguido, ha sido totalmente decepcionante. En cuanto a Obama, el movimiento complicado que hizo en 2008 fue decir que los cambios graduales en las políticas tenían que producir cambios en la vida cotidiana y que los estadounidenses nos merecíamos una sociedad más justa e igualitaria. Pero para poder llevar a cabo esa política transformadora se necesita estar apoyado por una gran coalición social que la respalde y él pensó en restaurar aquella gran coalición del New Deal basada en las clases medias trabajadoras. Si esa gran mayoría social votaba por un partido, ese partido podría emprender acciones realmente transformadoras. El problema es que Obama nunca tuvo esas grandes mayorías y desde entonces tampoco las ha habido. Uno puede ganar las elecciones y tener cierta ventaja respecto al otro partido en el Congreso, pero eso no te permite hacer grandes cambios y además esa ventaja se suele perder en las elecciones legislativas de medio mandato y eso hace que no se tenga la durabilidad necesaria para promover y luego asentar tanto las reformas de envergadura como el respaldo de esa mayoría social [de sus ocho años como presidente, Obama solo contó con mayoría demócrata en ambas cámaras del Congreso en los dos primeros, 2009-2011; es más, en los dos últimos años de su gobierno, 2015-2017, ambas cámaras estuvieron controladas por el Partido Republicano]. Sí tuvo más éxito en esa primera fase en atraer el voto de la clase trabajadora de todas las razas, y parte de ese voto es el que está en disputa actualmente.

En Realigners, usted afirma que la polarización política actual empezó en esos años y fue un elemento clave que lastró el proyecto transformador de Obama.

Creo que el problema de Obama es que debería haber apostado por realizar ese cambio económico en 2009, pero lo pospuso y fue una oportunidad perdida. Acabó inclinándose hacia la idea de que ahora que tenemos esta coalición social detrás, podemos apostar por asuntos de la guerra cultural puesto que el cambio demográfico está de nuestro lado. Así que, si no puedo hacer los cambios económicos que dije que quería, puesto que no cuento con el apoyo del Partido Republicano, ¿por qué no apostar por los otros temas que también importan a la gente, como el cambio climático, la victoria del matrimonio homosexual en el Tribunal Supremo, etcétera?

Con Obama, todo acabó convertido en una guerra cultural con el Partido Republicano.

Eso era lo que los republicanos querían. Obama se empeñó con fuerza en evitarlo en su primer mandato, pero en su segunda legislatura tuvo ya una postura mucho más ambivalente sobre esa estrategia. Desde entonces, un elemento clave de la política americana es que un partido no puede sucumbir a esa polarización porque entonces será el otro partido el que se haga con el gobierno. Todo esto fue una manera que tuvieron los demócratas de minar el proyecto de una gran coalición social reeditada de la del New Deal que Obama había dicho que quería, no ya siendo una persona pública sino desde mucho antes, en 1991, antes de entrar en política. Como cuento en el libro, elaboró un documento de 250 páginas sobre política transformadora junto a un compañero de universidad en el que dice que la pieza central de un proyecto político de cambio social tiene que ser una reedición de esa coalición social del New Deal. Así fue como el que fue el político más talentoso de su generación llegó a gobernar en 2008 con esa propuesta y para 2016 todo eso había colapsado. Creo que esto es una historia muy interesante que había que contar.

Sin embargo, en sus dos elecciones presidenciales Obama ganó con facilidad, primero a McCain en 2008 y en 2012 a Mitt Romney.

Ganó fácilmente en 2008, pero en 2012 estuvo más competido. En el libro cito una frase de su jefe de estrategia en ambos años, David Axelrod. Obama estaba frustrado por cómo estaba yendo la presidencia y por el hecho de que sus índices de aprobación bajaban. Fue a su equipo de campaña y les dijo: hablemos de Irán, de cambio climático, del matrimonio gay, de Guantánamo. Ante lo que Axelrod le dijo: mira, todos esos son buenos temas, pero no habrá manera de que ganes estas elecciones teniendo el viento en contra de la economía, a menos que te presentes como el defensor de la clase media frente a los republicanos como parte de la plutocracia, ese tiene que ser el foco. Ese acabó siendo el mantra de Obama para las elecciones de 2012, sobre esa idea central centraron la campaña de 2012 frente a Romney, contra quien, precisamente, lanzaron el mensaje que decía: Romney no es uno de los nuestros. Y si uno votó a Obama por ese motivo, no estaría siendo ningún loco al sentirse decepcionado al final de su segunda legislatura teniendo en cuenta que los progresos que se hicieron tenían poca conexión con esa reedición de una mayoría social de clase trabajadora a lo New Deal, entre la que había personas para los que esos temas de guerra cultural no eran su preocupación central o incluso sobre asuntos como el cambio climático podían estar hasta en contra.

Sobre los presidentes del siglo XX, el libro aborda con cierto detenimiento a Wilson, Franklin Roosevelt, Lyndon B. Johnson, Barack Obama, todos ellos presidentes demócratas, y del lado republicano, los presidentes que más aparecen son Donald Trump y, antes que él, Ronald Reagan. ¿Qué supuso Reagan para la derecha norteamericana?

Demostró, por un lado, que los republicanos eran capaces de construir de nuevo una mayoría electoral tras el New Deal. Richard Nixon ya lo había demostrado antes, no en 1968, cuando gana por un margen muy estrecho al candidato demócrata [le sacó a Hubert Humphrey apenas 500.000 votos], pero sí en 1972 [aventajó en 18 millones de votos a George McGovern, una de las victorias más abultadas en la historia de Estados Unidos; solo que Nixon tuvo que dimitir debido al caso Watergate en agosto de 1974]. Reagan hizo lo mismo más tarde. Por otro lado, demostró también que el Partido Republicano podía conseguir una mayoría para gobernar haciendo campaña en contra del estado bienestar, cosa que Nixon no había hecho, y a favor del mercado. Reagan ayudó a crear ese establishment de la derecha opuesto a esos elementos del estado propios de la estructura social del New Deal. Con todo, conseguir una mayoría para ganar las elecciones no es lo mismo que conseguir una amplia y duradera mayoría social detrás de ese proyecto. Con Reagan, los demócratas, de hecho, habían perdido el control del Senado en 1980, pero lo recuperaron en el 86, y tuvieron en los dos mandatos de Reagan el control de la Cámara de los Representantes.

Visto de ese modo, ¿fue Reagan una especie de Trump avant la lettre?

Sí y no. Comparten algunos elementos. Uno de los puntos centrales de Reagan en 1980 fue aquello de Make America Great Again, lema que adoptó Trump más tarde. Pero hay factores que los diferencian, por ejemplo, Reagan, aunque fuera retóricamente, apoyaba la inmigración y estaba alineado contra el mercado libre globalizado, cosa que Trump rechaza. De hecho, él ganó en 2016 diciendo que los republicanos iban a acabar con eso. En la práctica, siendo muy conservador, Reagan fue un gobernante mucho más práctico que Trump. Canalizó toda esa energía populista hacia la derecha de una manera muy efectiva, algo que, sin duda, benefició mucho a Trump años más tarde. Es decir, no es que Trump emerja de la nada, pero yo no trazaría una línea directa que conecte a Reagan con Trump.

Desde la llegada de Trump, dentro del Partido Republicano está habiendo una especie de guerra civil para ver qué corriente se hace la predominante. ¿Está sucediendo algo parecido en el Partido Demócrata con la corriente socialdemócrata de Sanders?

En mi opinión, el futuro del trumpismo dentro del Partido Republicano está aún muy en el aire. Para estas elecciones, hay muchos candidatos trumpistas y negacionistas electorales, pero no todos esos nombres están bien posicionados. Un hombre como J.D. Vance [autor de las sonadas memorias Hillbilly Elegy, de 2016], que finalmente se alineó con Trump y contó con su respaldo, no está nada claro que vaya a ganar en uno de los escaños de su estado, Ohio, frente a Tim Ryan [demócrata moderado]. Y como Vance, hay bastantes candidatos que están rindiendo mal en las encuestas, así que habrá que ver qué pasa. Luego hay candidatos a gobernador, como Ron DeSantis [en Florida], que están apostando por una versión del trumpismo pero sin Trump y sin negacionistas electorales, que podría ser incluso una versión más efectiva electoralmente que el trumpismo puro.

¿Y qué hay por la parte demócrata?

La situación en ese lado es mucho más confusa actualmente. Biden se ha situado en el centro mismo del partido y es una criatura total del establishment.

Sin embargo, él está siempre apelando a una especie de revival del New Deal o de la Gran Sociedad de Lyndon B. Jonhson, momentos de enormes y hegemónicas mayorías del Partido Demócrata.

Sí, lo intenta, y muchos demócratas en Washington DC te dicen que esto está siendo el inicio de una Tercera Reconstrucción, pero es obvio que no lo es [la llamada Primera Reconstrucción fue el período posterior a la Guerra Civil americana cuando se aprueban las enmiendas constitucionales contra la esclavitud y la Segunda Reconstrucción se produjo con los cambios provocados por los movimientos sociales de los años 60 del siglo pasado]. Por un lado, para que lo pudiera ser, los demócratas deberían tener el respaldo de una amplia mayoría social, y no lo tienen; por otro lado, lo que está haciendo Biden es mucho mejor que lo que estaría haciendo Trump si gobernara, pero no es desde luego nada como el New Deal o la Gran Sociedad. Además, hay un riesgo en tratar de hacer una revolución política con una mayoría tan limitada en la Cámara de los Representantes y un empate a 50 escaños en el Senado. El partido, además, está dividido entre la corriente estándar y la corriente socialdemócrata que representa Bernie Sanders. Pero, frente a él, tienes otra con gente como Josh Gottheimer, congresista por Nueva Jersey [demócrata conservador, fue escritor de discursos en la administración Bill Clinton y ha trabajado, entre otras compañías, para Ford y Microsoft], y eso no son buenos materiales como para tratar de lanzar un programa coherente para toda la sociedad. Desde luego, no vas a conseguir una transformación social con una mayoría del 51%.

Usted afirma que ha detectado muchas similitudes entre Phyllis Schlafly y la demócrata y excandidata en las primarias demócratas de 2020 Elizabeth Warren. ¿Cuáles son?

Warren se presentó a sí misma como la candidata más demócrata de uno de los estados más demócratas [Massachussets] y tenía una visión consistentemente progresista sobre cualquier tema de importancia para el Partido Demócrata. Antes de entrar en política, en 2004, Warren escribió junto a su hija Amelia el libro La trampa de los dos ingresos: por qué los padres y madres de clase media se arruinan. Warren aseguraba de manera muy contundente que la guerra cultural era un tema perdedor para las feministas y se preguntaba: ¿por qué el feminismo tiene que ser definido en función de los temas de la guerra cultural en vez de respecto a asuntos como la bancarrota [personal o familiar]. Entre otras cosas, Warren alertó que desde de que la mujer se incorporó al trabajo de forma masiva desde los años 60 lo que ha sucedido es que las familias ganan más dinero, pero como el dinero que necesitan para llevar una vida decente para el matrimonio y sus hijos, una casa decente, un coche decente, una buena educación, es cada vez mayor porque los precios de todo lo esencial ha subido mucho, en teoría las familias ganan más dinero que antes, pero en la práctica tienen menos. Así que se dijo que tenía que haber una alternativa mejor, y una de sus propuestas ha sido la de reivindicar una sanidad pública universal y gratuita para los hijos. Del mismo modo que Obama esos años, Warren señaló que si un partido quería que los cambios económicos perduraran había que tener un enfoque mucho más inteligente sobre esos asuntos culturales tan divisivos y en ese sentido, decía, hay que poner los temas económicos en el centro del tablero.

A lo largo de la historia americana, la tendencia ha sido la de que un partido u otro hayan gozado con frecuencia de largos períodos de hegemonía y estabilidad. En estos momentos, ¿estamos presenciando en ambos partidos un proceso de inestabilidad simultánea, tanto en lo ideológico –el debate trumpista en el lado republicano y el socialdemócrata en el demócrata– como en cuanto a los aparatos de partido?

Sí, aunque un argumento que expongo en el libro es que es muy fácil afirmar: los demócratas están a un lado y los republicanos al otro y ambos siempre están opuestos en todo, pero la realidad es que ambos partidos se siguen pareciendo más ahora que hace cien años. En esto, un asunto clave es la economía y en los años 50 el Partido Demócrata era el partido de la AFL-CIO [el sindicato de trabajadores mayoritario del país] y el Republicano era el partido de la empresa privada. Hoy habría que decir que los republicanos son el partido de Fox News y los demócratas de la CNBC. Es decir, sigue habiendo diferencias, pero las hay menos entre esas dos cadenas que entre la AFL-CIO y los empresarios.

En octubre de 2016, publicó un artículo en la revista The Nation titulado “La venganza de la democracia”, en el que afirmaba: “El entrelazamiento de estas tendencias –la disminución de la confianza en la democracia actual, junto con el creciente optimismo sobre lo que la democracia podría llegar a ser– da a la política contemporánea su cualidad bipolar. Una nueva generación de votantes es a la vez más escéptica con la democracia que sus antepasados y está más dispuesta a apoyar a un socialista democrático para presidente”. ¿Podría afirmar lo mismo seis años después?

Tras la victoria de Trump en 2016, decidí que había que ver ese resultado con algo de esperanza. Me dije que si Trump había ganado eso significaba que todo era posible y eso podía incluir una potencial victoria socialdemócrata en el futuro. Creo realmente que si Bernie Sanders hubiera sido candidato en 2016, habría tenido muchas opciones de ganar las elecciones. Así que ese año sí podríamos haber visto la victoria de un candidato socialista. Pero también pienso que la victoria de Trump no fue ese hecho loco y disparatado que sucede y que no tiene explicación, lo que sucede es que la política está cambiando y hay que explicarla según criterios diferentes a los que habíamos estado aplicando. La oportunidad para Sanders estuvo en 2016. No sabíamos qué habría pasado en unas elecciones, lo que sí sabemos seguro es que volvió a perder las primarias de 2020 y que Joe Biden venció en esas elecciones. Actualmente, la etiqueta de socialdemócrata está muy bien, yo mismo me considero un socialdemócrata, pero no construiría en este momento toda una estrategia respecto a un elemento simbólico como ese que no va a hacerse con una mayoría electoral. En 2016 sí tuvo una oportunidad, pero no ahora. Quizás tendría más recorrido eliminar la etiqueta de socialdemócrata, pero manteniendo la sustancia, eso sería mejor.

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Manuel Ruiz Rico es periodista.


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