Estados Desunidos de América

La lectura de estas elecciones debería ser autocrítica: fomentar la división ha demostrado que no desgasta al adversario ni garantiza el triunfo electoral.
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Desde la Revolución Industrial son muchos los que han querido anunciar el alba de la Historia universal, el momento en que las sociedades avanzadas comienzan a tener una conciencia compartida del devenir. La globalización es también una mundialización del tiempo histórico, el advenimiento de una “sociedad humana” que nunca pareció tan real como en la noche de las elecciones americanas en este año de pandemia. La Historia universal de 2020 se empezó a escribir en un mercado callejero de Wuhan y va a terminar con un recuento de votos agónico en un colegio de Wisconsin.

Eran las elecciones de Estados Unidos y un poco las de todos. A esta hora se dice que ganará Biden y las implicaciones del resultado van más allá de la posible revisión de las relaciones comerciales internacionales. Hay mucho sobre lo que reflexionar. En primer lugar, el Partido Demócrata ha necesitado un apoyo récord para competir contra Trump. En segundo lugar, solo la crisis sanitaria que ha dejado ya 235.000 muertos en el país ha truncado la reelección del presidente, que ha mantenido sus apoyos de hace cuatro años y mejorado sus números entre las poblaciones negra y latina. Además, los republicanos conservarán probablemente el Senado y ganarán peso en el Congreso.

Los demócratas han precisado una participación histórica en un annus horribilis para descabalgar a un presidente zafio que ha puesto en cuestión las instituciones liberales en sus rudimentos más básicos. La sensación que deja esta campaña marcada por la polarización es que la victoria podía haberse decantado de parte de cualquiera de los dos contendientes. Y jugar a la lotería no parece la mejor estrategia electoral.

Sobre las tachas de Trump se ha hablado mucho. Quizá sea el momento de que los demócratas piensen también en sus errores y en el país que querrían dejar cuando acabe su mandato. Porque su legado será un poco de todos. EEUU es un país roto. El 80% de los votantes demócratas y el 77% de los republicanos considera que no solo tienen diferentes puntos de vista sobre la política, también tienen “desacuerdos fundamentales sobre los valores esenciales de Estados Unidos”. Buenos y malos americanos. Quizá les suene la música.

El dato nos da una pista de que algo más allá del pluralismo de las preferencias está condicionando la política. No se trata de discrepancias sobre las políticas públicas que han de ser prioritarias, sino de una diferencia sustantiva que se traduce en una distancia moral insalvable. Tan insalvable que casi la mitad de los votantes republicanos afirmaba hace unos meses que no tendría una relación con un votante de Hilary Clinton. Pero el dato sugiere un sectarismo aún mayor al otro lado del centro: siete de cada diez votantes demócratas no saldrían con alguien que votó a Trump. Para el caso de los demócratas con titulación superior, la cifra es del 84%.

Este escenario puede trasladarse a Europa, con los matices propios de las sociedades y la cultura continentales. El hecho de que la polarización acontezca aquí y allá da cuenta de que nos encontramos ante un fenómeno estructural. Uno conocido por antiguo, desde luego, pero no por ello menos preocupante. Raymond Aron contó en sus memorias cómo el periodo de entreguerras se llevó por delante tantas amistades de su generación, en comparación con sus mucho mejor avenidos mayores, cuyos afectos siempre quedaron a salvo del desacuerdo político. “¿Eran diferentes las generaciones en su origen o fueron muy distintos los desafíos de la Historia?”, se preguntaba Aron, antes de inclinarse por la segunda hipótesis.

Las transformaciones históricas, especialmente económicas y tecnológicas (y sus derivadas cultural y demográfica) están detrás del auge de esta polarización que, en la última década, ha arruinado cenas de Navidad de Nueva York a Granollers.

Algunos de esos cambios han afectado a la naturaleza de la democracia. La fragmentación social inducida por la aceleración de la división del trabajo se ha traducido en la eclosión de nuevas identidades y en parlamentos con más partidos cuya competencia encona el debate. También en cámaras que son capaces de adoptar menos decisiones y, por tanto, más débiles para actuar como contrapeso del poder ejecutivo.

La irrupción de los medios digitales y las redes sociales ha afectado a la relación entre representantes y votantes, fomentando la personalización de la política. La promesa técnica de la sociedad del conocimiento se ahogó en el mar de desinformación de Internet. La representación democrática y sus instituciones han perdido prestigio en favor de la acclamatio mediática: hay quien pretende, como Trump, que una victoria electoral sea más un acto performativo que un acto administrativo. Como si ganar en Twitter o anegar las calles de manifestantes lo acreditara a uno para autoproclamarse ganador en las urnas.

Todos estos factores contribuyen a la polarización, pero lo estructural del caso no es una excusa para la resignación o la justificación. La estrecha victoria de los demócratas en EEUU puede ser una oportunidad para sentar las bases de una forma de hacer política que ayude a coser nuestras sociedades. Puede ser una oportunidad no tanto porque Biden nos haya desvelado sus intenciones al respecto, sino porque concurren los incentivos adecuados. La lectura de estas elecciones debería ser autocrítica: fomentar la división ha demostrado que no desgasta al adversario ni garantiza el triunfo electoral.

Biden tiene en su mano contribuir a que las diferencias ideológicas vuelvan al cauce de las políticas públicas y a recuperar los acuerdos fundamentales en materia de valores en Estados Unidos. A superar, en suma, la retórica de los buenos y malos americanos. Su tarea es también la nuestra. En Europa sabemos que la polarización ensancha las distancias entre los que ya se encontraban lejos, pero, sobre todo, la polarización es el alejamiento de los cercanos. Y es en este punto donde se pone en riesgo la convivencia. La tarea no es sencilla pero sí debiera estar clara: separar a los votantes moderados de los partidos irresponsables, ampliar el contorno del “nosotros”, anteponer lo material a lo moral y celebrar los acuerdos capaces de surcar el centro. Usted, que es de izquierdas, pruebe a salir con ese votante de Abascal. Y usted, que es de derechas, dele una oportunidad a la chica de Podemos.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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