En estos tiempos adelantados de sucesión es necesario alzar la vista más allá de las contiendas por las candidaturas. Estas son sin duda importantes, considerando el peso que tienen los candidatos en la elección y, después, en el estilo de ejercer el poder. Pero la oposición no debe pasar por alto lo que está en juego en las elecciones de junio del próximo año.
En los comicios presidenciales están en disputa –verdad de Perogrullo— la elección del titular del Ejecutivo y un proyecto de gobierno; la alternancia o no de partidos. Pero no solamente eso. Los saldos de la gestión del presidente López Obrador son tan negativos que han puesto sobre la mesa dos componentes extras. Para entenderlos y dimensionarlos es necesario hacer un recuento breve de la herencia de la autollamada Cuarta Transformación.
En primer lugar, una economía que registrará un crecimiento prácticamente nulo en todo el sexenio. Esto implica que el PIB per cápita de fines de 2022 haya sido menor que el de 2014, que se hayan dejado de crear millones de empleos, que otra vez, después de años en que la migración se redujo, casi un millón de mexicanos intenten migrar a Estados Unidos anualmente y que haya más de cuatro millones de nuevos pobres. AMLO nunca entendió que para un desarrollo inclusivo es indispensable alentar el crecimiento económico, que debe acompañarse de mejores reglas y mecanismos de distribución de riqueza. Por ejemplo, una reforma fiscal progresiva que nunca quiso hacer.
La política social del gobierno obradorista, que prometió privilegiar los intereses de los pobres, ha ido en sentido contrario. Si bien incrementó las transferencias monetarias a algunos segmentos de la población, la cancelación de programas sociales y productivos y la destrucción de instituciones destinadas a prestar servicios a las poblaciones más vulnerables, los empobreció y redujo las oportunidades para que pudieran construirse un mejor futuro. Entre los derechos sociales que canceló este gobierno destacan la salud y la educación.
El saldo también es ominoso en seguridad. Hay más violencia e inseguridad (el sexenio terminará con alrededor de 200 mil homicidios y más de 50 mil desaparecidos), con todo lo que ello implica en pérdidas de vidas y patrimonio para millones de familias, y se ha aplicado una política que ha dado mucho más poder económico, territorial y militar a las organizaciones criminales. Aún más grave es que se ha permitido la colusión de numerosas autoridades con los delincuentes, propiciando la entrega de instituciones públicas –policías, ministerios públicos, autoridades municipales y estatales– al crimen organizado. La militarización de la seguridad pública es no solo equivocada, sino ineficaz.
En lo político, las cuentas son muy graves: lejos de terminarse, la corrupción del gobierno ha sido sistemáticamente protegida por el mismo presidente, incluso dentro de su círculo cercano. La administración pública, víctima de la austeridad y las ocurrencias, ha perdido una gran parte de sus capacidades para diseñar y aplicar políticas exitosas. Lo más grave ha sido la resurrección del presidencialismo autoritario. AMLO ha sometido al poder legislativo y pretende destruir la autonomía del judicial; ha destruido o debilitado a los organismos autónomos, quiere controlar al INE y desaparecer al INAI. Si lo anterior no fuera suficiente, ha despreciado y violado la Constitución y numerosas leyes; gobierna bajo el lema “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley”. Para completar el panorama, su principal acción política cotidiana ha sido la mañanera, cuya finalidad, además de inventar el cuento de una transformación con “otros datos”, es polarizar y dividir a la sociedad
Así, lo que está en juego en las elecciones de 2024 es mucho más que una renovación ordinaria de los poderes ejecutivo y legislativo. Que la oposición ganara la presidencia significaría, en primer lugar, frenar la regresión democrática, evitar que México caiga en el pozo del populismo autoritario que ya asomó su rostro. En segundo lugar, permitiría detener la destrucción institucional del Estado, para que este tenga la capacidad de conducir un programa de gobierno que le dé viabilidad de nuevo al país.
La disputa por el futuro se plantea entre fuerzas muy desiguales. Morena ha construido su poder sobre la popularidad del presidente y su discurso simplista, maniqueo y polarizante; sobre un clientelismo electoral labrado en el reparto de dinero y en el uso indiscriminado e ilegal de recursos públicos. Esas son recetas viejas, aprendidas de la época dorada del PRI. Lo novedoso de la fórmula morenista es que ha encontrado terreno fértil en la crisis de representación del sistema de partidos tradicionales.
A la debacle sufrida por PRI, PAN, PRD y MC en 2018 no siguieron los procesos de evaluación y corrección indispensables. Morena también se ha construido sobre la omisión y la miopía de una oposición que no ha entendido la profundidad de su crisis ni ha mostrado deseos de enfrentarla. Si se revisan los niveles de simpatía o identidad de los ciudadanos en cualquier serie de encuestas de 2018 a la fecha, se puede comprobar que los ciudadanos que se identifican con PAN y PRI a duras penas llegan a 15%; los del PRD y MC andan entre 3% y 5%. Estos datos duros han permanecido inalterados desde hace cinco años. A doce meses de la elección ya es muy tarde para corregir. Un buen candidato podría darles unos puntos extra, pero están estructuralmente debilitados.
Esa debilidad se palió parcial y temporalmente con la coalición electoral Va por México en las elecciones intermedias de 2021. En el Congreso, la Ciudad de México y otras entidades obtuvieron triunfos importantes, pero claramente insuficientes de cara a 2024, ya que los líderes partidistas no han intentado siquiera comenzar a cerrar la enorme grieta que existe entre sus organizaciones y grandes segmentos de la ciudadanía. El avance morenista en los estados y la elevada abstención en los comicios estatales de 2022 y 2023 corrobora lo anterior.
A la luz de esos datos, todo apunta a la continuidad de la llamada 4T.
Una de las frases más socorridas en los análisis políticos ha sido que “no hay oposición”. Sin embargo, en medio de ese panorama adverso surgió un hecho inédito: una parte de la ciudadanía salió a la calle a defender la democracia. Convocados por algunas organizaciones de la sociedad civil, cientos de miles de ciudadanos en todo el país se movilizaron en noviembre y febrero pasados para proteger al INE. Ni en sus sueños más delirantes los organizadores imaginaron el tamaño de la respuesta a su llamado. Su eficacia en la defensa de la autoridad electoral fue real y decisiva. Cuando hace ocho meses era impensable ese embrión opositor no partidista, una parte importante de la sociedad se movilizó para decirle a López Obrador que desterrar la democracia no le iba a ser tan fácil.
Lo que sigue o debe seguir es sentido común: o se juntan partidos opositores y sociedad movilizada o triunfa el autoritarismo y la destrucción de las instituciones públicas que nos pueden garantizar un mejor futuro. Pero se dice que el sentido común es el menos común de los sentidos. Muchos de esos ciudadanos desconfían, con razones justificadas, de esos partidos; algunos hasta los repudian. Por su parte, los partidos saben que tienen el monopolio de la representación política y piensan que los ciudadanos acabarán apoyando a sus candidatos a pesar de su rechazo. Por ello no están dispuestos a ceder su facultad de designar candidatos entre los miembros de sus camarillas.
Para hacer real ese sentido común se requiere generosidad de ambas partes. Si los partidos de oposición quieren en serio ganar la presidencia y frenar la regresión autoritaria en curso, tienen que darle a la ciudadanía una señal contundente de que desean cerrar la brecha de la desconfianza, para que la energía social puesta en movimiento en noviembre y febrero se traduzca en respaldo electoral masivo. Esa señal consiste en renunciar a su facultad y privilegio de elegir al candidato presidencial y cedérselo a los ciudadanos, para que lo elijan mediante una elección primaria. Por su parte, los ciudadanos tienen que conceder el beneficio de la duda a los partidos, por más que no les gusten, y salir masivamente a votar, primero al candidato y después al presidente.
La primera movilización, en noviembre de 2022, tomó las calles en muchas ciudades; la segunda ocupó las plazas de todo el país. La tercera movilización, si queremos que siga habiendo democracia, libertades y futuro para México, será para ganar las urnas y elegir a un único candidato opositor en junio del año próximo. ~
Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.