Incidencia de la Covid-19 sobre la democracia constitucional: reflexiones desde España

La sociedad ha sabido ir a lo esencial, dejando de lado las controversias “de políticos” tanto a nivel nacional como a nivel territorial. Las secuelas que esta crisis deje en la economía y en la sociedad se prolongarán más allá del estado de alarma.
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Los diferentes Estados democráticos han reaccionado de forma en parte coincidente y en parte divergente a la pandemia provocada por la Covid-19. En todos ellos ha desencadenado la declaración de emergencia, con formas y contenidos jurídicos distintos en cada país. Ello suscita algunas reflexiones sobre su incidencia en el sistema institucional y el funcionamiento del Estado democrático.

Así, en España el gobierno declaró, sobre la base del art. 116 CE, el estado de alarma el 14 de marzo (Real Decreto 463/2020), ya prorrogado para dos periodos de 15 días cada uno de ellos. Lo primero que hay que indicar es que este estado de alarma, por un lado, se ajusta, al supuesto de hecho previsto por la Ley orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio (Ley Orgánica 4/1981), concretamente a “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves” (art. 4.b), pero al mismo tiempo su gravedad trasciende al entendimiento habitual de un estado de alarma (como el precedente de 2010 con motivo de una huelga de pilotos aéreos).

Lo mismo ha ocurrido en otros Estados que han declarado estados de emergencia equivalentes. Por ello, las medidas adoptadas suponen una versión muy amplia, que sobrepasa la literalidad de las previstas en las leyes reguladoras (en España el art. 11 de dicha ley orgánica) Así, las medidas intervencionistas del gobierno han restringido de forma muy severa el ejercicio de varios derechos fundamentales como la libre circulación de personas, la propiedad o la libertad de empresa.

En España, precisamente por ello, algunos autores han indicado que estamos ante un estado de excepción de facto (Javier Díaz Revorio, Carlos Flores). Esta idea parte de la premisa, habitual en los manuales de Derecho constitucional, de que hay una gradación entre los estados excepcionales, de menor a mayor gravedad, siendo el de alarma el menos invasivo de los derechos.

En realidad, lo que diferencia a cada uno de dichos estados excepcionales son, como ha sostenido Eduardo Vírgala, las causas por las que se declara cada uno (causas naturales y no políticas en el estado de alarma; y terrorismo o graves alteraciones del orden público en el de excepción), y también los concretos derechos fundamentales afectados por la restricción o por la suspensión de derechos en cada supuesto.

Alarma y excepción

En el estado de alarma, no estamos tanto ante la suspensión de las libertades públicas previstas para el estado de excepción (inviolabilidad del domicilio, ciertas garantías en la detención, libertad de información…, de acuerdo con el art. 55.1 CE) como ante la limitación de otros derechos, como los indicados más arriba. Lo que sí está claro es que la situación de emergencia que vivimos y el confinamiento resultante afectan de forma grave a la libertad deambulatoria y al ejercicio ordinario o presencial de derechos como la libertad de culto o de reunión, aunque no en modalidades telemáticas.

Ello es provocado por la causa concreta de la presente situación de emergencia y la consiguiente necesidad de salvaguardar el bien salud pública, y no por causas de índole política. Otra cosa es si se utiliza el virus para expandir desproporcionadamente algún límite concreto, lo que será susceptible de control judicial, pero la decisión técnica debe dejarse en primera instancia a la apreciación de los expertos.

La misma ley orgánica señala que las medidas a adoptar han de ser las “estrictamente indispensables” para el restablecimiento de la normalidad y su aplicación ha ser “proporcionada” a las circunstancias (art. 1.2). Estos son los parámetros a tener en cuenta por quien deba tomar las decisiones y luego para enjuiciarlas.

La declaración del Estado de alarma provocó también la suspensión de las elecciones a los parlamentos de Galicia y el País Vasco, previstas para el 5 de abril. Lo mismo ha sucedido en otros países con procesos electorales como el referéndum constitucional del 29 de marzo en Italia o la segunda vuelta de las elecciones municipales en Francia. En España, la legislación electoral no prevé ninguna causa de suspensión electoral, por lo que tuvieron que improvisarse soluciones discutibles, tomadas por los respectivos presidentes de ambas Comunidades Autónomas que las habían convocado, con el acuerdo de los partidos parlamentarios.

El papel jugado en esta suspensión sine die por las diferentes juntas electorales concernidas ha sido secundario, lo que no parece lo más adecuado, pues deberían haber sido las autoridades electorales las que asumieran el protagonismo en la decisión, dada su posición supra partes y garantista de la integridad del proceso electoral.

Lo cierto es que la suspensión no podía obviarse ante la situación extrema en la que nos encontramos. Un proceso electoral en estas condiciones puede ser fuente de contagio y, bajo el estado de alarma, no se garantiza el ejercicio del derecho de sufragio con las garantías propias de este ni durante la campaña electoral como tampoco el desarrollo correcto de la jornada electoral ni el voto por correo.

En situaciones de crisis extraordinarias aflora el “derecho de excepción”. En Estados constitucionales democráticos, este tiene su razón de ser en la racionalización y sujeción al orden jurídico de las limitaciones a los derechos (incluso amplias) y las alteraciones al funcionamiento de las instituciones democráticas, sobre todo las parlamentarias. Los gobiernos populistas pueden tener la tentación de utilizar este tipo de situaciones para ampliar aún más su poder en detrimento de los checks and balances entre poderes que son fijados por las constituciones, como se ha visto recientemente que ocurre en algunos Estados del Este de Europa.

En cualquier caso, no puede juzgarse la situación extraordinaria bajo el estado excepcional con los mismos parámetros jurídicos que las situaciones o crisis ordinarias. Esto se vio ya con la crisis económica de 2008 o con la crisis secesionista catalana de 2017. En ellas el Tribunal Constitucional español fue muy deferente con el gobierno a la hora de dar cobertura a las medidas adoptadas, en el primer caso, a través de decretos ley, y en el segundo, al amparo del art. 155 CE. Pero deferencia o self restrain no equivale a ausencia de fiscalización judicial y política. La situación es ahora más grave que en las crisis precedentes. El decreto que establece el estado de alarma y sus prórrogas han de ser juzgados en términos constitucionales desde esta doble perspectiva: deferencia y control de acuerdo con los criterios de indispensabilidad y proporcionalidad.

De acuerdo con la sentencia del Tribunal Constitucional 83/2016, respecto al precedente estado de alarma de 2010, el control sobre el decreto y sus prórrogas corresponde solo a dicho Tribunal por tratarse de una norma con valor de ley, otra cosa son los actos de aplicación del decreto, que han de ser juzgados por tribunales ordinarios. También es el Tribunal Constitucional el que juzga los decretos ley que, en paralelo al estado de alarma, ha aprobado el gobierno central y también muchos gobiernos autonómicos, con medidas económicas, sociales y sanitarias, y que han de ajustarse en todo caso al supuesto de hecho habilitante de esta norma: “urgente y extraordinaria necesidad” (art. 86 CE), lo que no siempre se ha motivado suficientemente.

Controles parlamentarios y estado de alarma

El estado de alarma, como todo derecho de excepción, supone llevar hasta el extremo la concentración del poder de dirección política por parte del Ejecutivo. Esto afecta al equilibrio entre poderes en las democracias constitucionales, propio de los periodos ordinarios, pero no significa que los demás poderes del Estado se eclipsen mientras dure dicho estado excepcional y situación de emergencia.

De hecho, el art. 116.5 CE establece que el funcionamiento de los poderes constitucionales, y en particular de las Cámaras parlamentarias, no puede interrumpirse durante la vigencia de los estados excepcionales. Así, el Rey, como Jefe del Estado, cumple más que nunca la función integradora de ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, y a esto responden sus actuaciones públicas estos días (mensaje a la nación, entrevistas telemáticas diarias con responsables políticos y de sectores que luchan contra la pandemia o dirigentes extranjeros y de organizaciones internacionales). Y los tribunales siguen siendo competentes para el control judicial de los actos del gobierno y la Administración y la exigencia de responsabilidad.

Al Congreso (no el Senado) corresponde recibir información y autorizar la prórroga del estado de alarma a los 15 días de su establecimiento para los siguientes 15 días.

Respecto a los decretos ley, también es el gobierno el que los aprueba y el Congreso es competente para su convalidación. Aunque formalmente baste la mayoría simple del Congreso para la autorización de la prórroga del estado de alarma y la convalidación de los decretos ley, las medidas han contado hasta ahora con un amplio aval parlamentario, inclusive de buena parte de la oposición.

Frente a la lógica de mayoría/oposición, la gravedad de la situación ha impuesto la lógica del consenso, que demanda la ciudadanía. Pero este no se ha producido en España como consecuencia de una negociación previa impulsada por el gobierno, sino simplemente por un voto responsable de la Cámara en favor de las medidas del gobierno.

Cada debate sobre la prórroga constituye la ocasión para “establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga” (art. 6.2 LO). El art. 8 de la Ley orgánica, además, habla de que el gobierno“dará cuenta” al Congreso de la Declaración, de los decretos que dicte en aplicación de la misma y “suministrará la información” que se le requiera. En el primer decreto de prórroga se añadió una Disposición adicional enfatizando la obligación de información del gobierno al Congreso. Estas no son funciones normativas del Congreso, sino de control, en un sentido amplio.

Con respecto a los decretos ley esta tarea de control es más necesaria si cabe. De esta manera se evitan, o al menos se ponen de manifiesto, posibles excesos y un mal diseño o mala gestión en la puesta en marcha de concretas medidas sectoriales aprobadas. No es fácil encontrar un equilibrio entre ambas posiciones políticas de la oposición: colaboración y crítica al gobierno, pero son dos caras de las exigencias del bien común en este momento.

En una democracia representativa y pluralista, como se está viendo en muchos países, la tarea de la oposición es irrenunciable. Los gobiernos populistas tienden a minusvalorar su función constitucional.

Esta doble responsabilidad de la oposición es correlativa, por parte del gobierno, con una actuación informadora al Parlamento y dialogante con la oposición. En España, durante las primeras semanas del estado de alarma se paralizó el ejercicio de la función de control parlamentario (además de la obstaculización por el gobierno de la función informadora de los medios de comunicación en las ruedas de prensa con miembros del gabinete), alegando la inconveniencia de celebrar sesiones parlamentarias en tales circunstancias, lo que motivó críticas generalizadas.

La Mesa del Congreso ha acordado la vuelta al control parlamentario sobre el Ejecutivo, que ya ha se ha reanudado esta semana. En España, ha aflorado en esta crisis una laguna en los reglamentos parlamentarios: la posibilidad de celebrar sesiones telemáticas, al menos para situaciones y condiciones tasadas. La actuación gubernamental limitadora de las funciones del Parlamento limita injustificadamente el derecho fundamental de los parlamentarios al ejercicio de sus funciones parlamentarias (art. 23.2 CE). Este derecho se puede modular en la forma de ejercicio, dadas las circunstancias de afectación a la salud pública, pero en ningún caso es susceptible de ser suspendido ni restringido durante la vigencia de los estados excepcionales, de acuerdo con la Constitución.

La concentración del poder en el Ejecutivo afecta no solo al equilibrio ordinario entre poderes del Estado, sino también a los poderes territoriales. La puesta bajo las “órdenes directas” de la “autoridad competente” del gobierno (arts. 4 y 5 Decreto del estado de alarma) de las policías autonómicas o de las administraciones subnacionales y locales (lo que incluye los sistemas territoriales de salud) en relación con la aplicación del estado de alarma introduce una lógica de concentración de la dirección política del Estado en manos del gobierno central en lo que sea imprescindible para aplicar las medidas del estado de alarma. Pero abre también la puerta a una necesaria cooperación interterritorial de facto, más allá de las instituciones existentes al efecto, en estos momentos excepcionales.

La lealtad mutua es exigible más que nunca en estos momentos a todos los gobernantes. Esto es así porque en el Estado autonómico, como cualquier Estado federal o regional, muchas de las funciones públicas afectadas por la emergencia de este coronavirus son competencia de las administraciones territoriales (sanidad, asistencia social…). Las Comunidades Autónomas conservan las competencias para la “gestión ordinaria” (art. 6 Decreto).

Las funciones del gobierno estatal van más allá de la mera coordinación entre administraciones, porque suponen o pueden suponer instrucciones directas a las demás administraciones. Esto no es insólito: es sabido que la centralización en estados federales se agudiza de los momentos de grave crisis (política, social o económica), como nos muestra la conocida experiencia de Estados Unidos en la guerra civil o en la grave recesión de 1929, y ahora mismo asistimos a una controversia entre la presidencia y los gobernadores sobre la adopción de medidas como el confinamiento.

Lo más significativo de la actual situación en España, como en otros países, es que ha vuelto a aflorar un sentido de comunidad, y la nación se configura como el espacio principal de solidaridad, como expresan los aplausos cada tarde al personal sanitario en los balcones de toda España.

Nuevos pactos de la Moncloa

La ciudadanía, de forma cívica, responsable (y angustiada), ha cumplido con las instrucciones de las autoridades, y la sociedad civil y los particulares (empresas, Iglesias, ONGs) han tomado la iniciativa con muchas expresiones de solidaridad y cuidado hacia los demás. Es decir, en momentos de grave crisis la sociedad sabe ir a lo esencial, dejando de lado las controversias “de políticos”, sea a nivel nacional (mayoría-oposición), sea también entre poderes territoriales y el gobierno central.

Las secuelas que deje el impacto del coronavirus en la economía y en la misma sociedad se prolongará durante un tiempo al acabar el estado de emergencia. Cesará la anormalidad provocada por este: concentración de poder en los gobiernos centrales, el intervencionismo extremo en la economía y la restricción de derechos fundamentales. Pero la finalización del estado excepcional no significará una vuelta a la situación anterior sin más.

En ese momento habrá de plantearse cuál es el papel que corresponde al Estado y a la sociedad en la economía o la gestión sanitaria, cómo se abordan las reformas de las administraciones, tantas veces postergadas, para poder cumplir con las funciones debidas (vemos las consecuencias el vaciamiento del ministerio de sanidad), y la fijación de prioridades políticas y presupuestarias en un entorno de contracción de los ingresos públicos. Todo ello para responder a las secuelas de esta crisis y para estar mejor preparados para otras que puedan venir en el futuro. Para afrontar este escenario, igualmente muy delicado, algunos gobiernos están llamando a grandes acuerdos nacionales.

En España, el gobierno ha propuesto unos “pactos de reconstrucción” o nuevos “pactos de la Moncloa”. Aluden estos al gran acuerdo político de los albores de la Transición, que suscribieron todas las fuerzas parlamentarias en 1977 para afrontar la crisis económica de entonces, y que sentó las bases para la elaboración consensuada de la Constitución de 1978.

Las diferencias de ambos momentos son evidentes: la magnitud mayor y causas distintas de la actual crisis, la ausencia del horizonte constituyente de entonces, y la presencia ahora de dos actores entonces inexistentes: las Comunidades Autónomas, las cuales también deberían sumarse a las negociaciones, dadas sus responsabilidades públicas en la España de hoy, y la Unión Europea, que es, a la vez, marco general condicionante de las medidas que se adopten y factor de estabilidad y seguridad ante la incertidumbre que pueda venir.

Lo que nos enseñan los protagonistas de aquellos pactos (por ejemplo, los ministros Landelino Lavilla, recientemente fallecido, y Alberto Oliart en sus memorias), son los procedimientos y pautas de actuación seguidas entonces para afrontar con éxito unas negociaciones. Estas exigirán del presidente del gobierno el liderazgo imprescindible para generar confianza y sumar a los diferentes actores políticos y autoridades a una agenda común consensuada, primero discretamente, con la aportación de expertos competentes. Asimismo, obligará a los responsables políticos a afrontar los retos con altura de miras, y pensando todos ellos en el bien común, sin cortoplacismos electoralistas.

 

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Josep Maria Castellà Andreu es catedrático de derecho constitucional en la Universidad de Barcelona.


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