Todo mundo conoce los números: uno de cada diez mexicanos vive en los Estados Unidos. La mitad de esos doce millones –la mayor comunidad de inmigrantes del planeta– vive ilegalmente en el país. Millones de familias están divididas por lo que se llama status- mixto: algunos miembros de la familia, sobre todo los nacidos en Estados Unidos, son ciudadanos con todos los derechos que eso implica, y otros son indocumentados. Los mexicanos “ilegales” corren el riesgo de ser deportados y separados por meses o años de sus hijos y el resto de sus parientes “legales”. Los indocumentados no pueden darse el lujo de viajar a México porque difícilmente podrían regresar a los Estados Unidos: están atrapados en un país adonde eligieron ir en busca de trabajo y una mejor calidad de vida y que han convertido en su nuevo hogar.
El drama de los mexicanos indocumentados que viven del otro lado de la frontera dejó de ocupar hace mucho las planas de la prensa día con día. Tal vez nos acostumbramos a lo intolerable: a las deportaciones masivas de indocumentados, a la discriminación que sufren los mexicanos ilegales en los Estados Unidos y hasta al hecho de que, en promedio, cada día muere un mexicano tratando de atravesar la frontera.
Peor aún, porque muchos indocumentados esperan la protección del país en el que nacieron, su situación ha dejado de ser prioritaria en la agenda diplomática de México. Los atentados del llamado 9/11 desviaron el foco de atención de Washington de México a Medio Oriente, y la evidente presencia de los inmigrantes desató en Estados Unidos una ola de xenofobia que ha obstaculizado la aprobación de una ley migratoria. Nuestra política exterior aceptó lo que parecía inevitable y se concentró en otros renglones de la relación bilateral con los Estados Unidos.
Pero los tiempos han cambiado: los inmigrantes latinos –entre ellos, los mexicanos– fueron decisivos en la reelección de Barack Obama. De repente, se convirtieron en el grupo de poder que deberían haber sido siempre: un electorado que ningún candidato norteamericano podrá descuidar a partir de hoy. Una coyuntura inmejorable para que México presente y apoye una agenda frente a Washington para resolver la situación de los mexicanos ilegales en Estados Unidos, y para que la opinión pública en México rompa la pasividad de la costumbre y exija al gobierno de Peña Nieto una estrategia eficaz para resolver el problema de los ilegales.
El drama de los indocumentados cobra fuerza cuando tiene nombre y cara. Delfina es parte de mi familia. Vivió quince años en mi casa. Hace doce emigró a los Estados Unidos siguiendo a su esposo Elías: el domingo pasado la volví a ver y pasamos horas platicando. La suya es una historia de éxito: inteligente y trabajadora encontró chamba pronto; tiene cuatro hijas residentes, estudiosas y biparlantes y un marido que trabaja –como tantos inmigrantes mexicanos– en la industria de la construcción.
La historia detrás de esta historia de éxito es diferente. No ha registrado a sus hijas como mexicanas porque tiene miedo: conoce a más de una madre deportada que ha dejado a hijos norteamericanos a la buena de Dios. Dejó su primer trabajo en una fábrica de camisetas porque le pagaban un sueldo de hambre a comparación del de las estadounidenses, apenas tenía tiempo para comer y no le cubrían las horas extra. Ahora, me dijo, tiene un trabajo mejor, en otra fábrica textil que hace ropa para bebé. También le pagan menos que a las nativas, tiene apenas media hora para comer y 20 minutos de descanso –divididos en dos–pero no la obligan a trabajar gratis horas extra. Sin documentos no tiene a quién acudir para obtener protección legal.
Es mucho lo que México puede hacer para apoyar a los millones de Delfinas que viven en Estados Unidos. Desde erigir un cabildo eficaz que defienda sus derechos en Washington, hasta difundir en la prensa norteamericana y en las redes sociales las ventajas económicas de la inmigración* que una buena parte de la opinión pública norteamericana desconoce o no quiere ver. Estados Unidos se ha beneficiado enormemente del flujo de migrantes mexicanos: la expansión de la fuerza de trabajo generó por años una mayor tasa de crecimiento. Los migrantes mantuvieron funcionando aquellas ramas de la industria, agricultura o servicios que padecían escasez de mano de obra; liberaron a norteamericanos altamente calificados que se incorporaron a la fuerza de trabajo gracias a las Delfinas que los cubrieron limpiando sus casas y cuidando a sus hijos y, en lugar de privar a estadounidenses de sus trabajos de acuerdo con el sobado mito xenófobo, ayudaron a crear nuevos empleos al crear una base de mano de obra que alentó mayores inversiones.
*The Economist. "Open Up. A special Report on Migration". Enero 5, 2008.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.