Marchas ilegítimas

Cuando decide quién tiene credenciales para protestar, el Ejecutivo se convierte en árbitro moral del enojo social.
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En México la protesta es un derecho, siempre y cuando venga con las credenciales adecuadas. Para salir a la calle se exigen comprobantes insólitos: árbol genealógico sin manchas partidistas, cartilla de vacunación ideológica, certificado de austeridad, constancia de pureza ciudadana y causas compartidas. Para el poder esto es lógico: quien critica al gobierno debe demostrar que no tiene intereses… contrarios al gobierno. La crítica es bienvenida cuando no proviene del adversario. La otra crítica –la que tiene historia, filiación, juventud sospechosa, causas conservadoras o simplemente otro color político– debe ser exhibida, examinada y descalificada. 

¿Y qué pasa entonces? Se voltea boca arriba la lógica misma de la legitimidad. Cuando la presidenta desautoriza una protesta según el origen de quienes participan, no está opinando: está redefiniendo quién tiene derecho a disentir. Con ello desplaza el lugar desde el que se emiten los juicios de legitimidad. Ahora resulta que no son los ciudadanos quienes deciden la legitimidad del poder; es el gobierno quien decide la legitimidad de la ciudadanía.

Esto tiene consecuencias profundas. En una democracia, otros actores pueden juzgar una protesta, claro, pero no el gobierno. Cuando quien ejerce el poder decide quién tiene credenciales para protestar, el espacio político deja de ser autónomo y pasa a ser curado desde arriba. El Ejecutivo se convierte en editor del disenso, árbitro moral del enojo social.

Para entender por qué este gesto es tan peligroso, hay que distinguir entre dos conceptos fundamentales: la legalidad y la legitimidad. La primera consiste en actuar conforme al marco jurídico, que tiene fuentes legítimas, pero la legitimidad es la justificación moral del poder, el consentimiento del gobernado que hace válido el derecho de mandar. 

La protesta social esencialmente es una expresión organizada del no consentimiento. Sobre todo cuando es una protesta variopinta como la que vimos el 15 de noviembre: con panistas de la generación zeta y generación Z no panista, con adultos inconformes y madres buscadoras, con el bloque negro y justicieros michoacanos. La protesta no es solo por una falla técnica o administrativa en el gobierno. Es una forma de señalar fallas morales del gobierno. Por eso, cuando el poder intenta deslegitimarla por las credenciales de quienes fueron o convocaron, lo que hace es eludir el escrutinio moral al que está sujeto y tomar en sus manos la facultad de calificar moralmente a los ciudadanos. 

Para que se entienda mejor: la protesta interpela la legitimidad del poder, y este gobierno responde cuestionando la legitimidad de la protesta. Ese cruce es un desplazamiento autoritario, uno más, y en la tradición liberal clásica –la que va de John Locke a los constitucionalistas modernos– ese desplazamiento es justamente la señal de alarma. Locke lo dejó asentado con claridad incómoda: el derecho a la resistencia no nace del Estado, es anterior a él; es el mecanismo natural mediante el cual los gobernados juzgan a quien gobierna. El examen siempre va de abajo hacia arriba. Cuando el gobernante se apropia de ese papel y pretende evaluar quién es “pueblo legítimo” y quién no, no está defendiendo el orden: está invirtiendo la arquitectura liberal del poder. Y esa inversión, dice Locke sin eufemismos, es el signo inequívoco de la tiranía.

Un gobierno leal a los principios democráticos tolera el disenso y procura mecanismos para procesar el conflicto. Un gobierno que descalifica a sus críticos porque son de un partido, son mayores de 30, se apellidan de una forma o tienen negocios, es un gobierno que está construyendo la justificación para prohibir el disenso. ~


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