La reforma electoral: cambio de juego

Ante un cambio de régimen que fomenta la concentración de poder y una ciudadanía que lo tolera, la oposición debe hacerse una pregunta estratégica fundamental.
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La reforma electoral que impulsa la presidencia de la República no es un trámite administrativo ni un simple ajuste técnico. Propone reducir costos, sustituir la representación proporcional por primeras minorías y elegir a las consejerías del árbitro electoral por voto popular. Su diseño está en manos de una comisión integrada solo por funcionarios del Ejecutivo y encabezada por Pablo Gómez, ex titular de la Unidad de Inteligencia Financiera. El mensaje es inequívoco: las llaves del sistema electoral quedarán bajo una sola coalición dominante. No se trata de una reforma más: es la pieza de cierre de un cambio de régimen que ha venido consolidándose paso a paso.

Un cambio de régimen no es la rotación normal de ganadores y perdedores. Es la construcción de un nuevo orden con reglas distintas para distribuir el poder y organizar su transferencia. También es incertidumbre: se abandona un arreglo conocido para adentrarse en otro todavía sin contornos claros. Negar esta realidad lleva a pensar que todo se resolverá con la próxima elección, sin notar que las condiciones del juego ya cambiaron. A pesar de que el tablero luce similar, antes era un juego de damas y ahora es ajedrez.

No es un regreso al pasado. La hegemonía priista descansaba en una arquitectura institucional –capturada, pero estable– cuyo método dominante era incorporar y cooptar a los liderazgos. El momento actual se sostiene en la personalización del poder: confronta para cohesionar, necesita un adversario permanente y reconfigura o desmantela instituciones según las necesidades del caudillo. Antes, las instituciones daban continuidad al régimen; hoy, el régimen redefine a las instituciones.

La cultura política de la ciudadanía acompaña e impulsa este viraje. Hablamos del repertorio de prácticas, códigos, ideas y valores con los que un grupo social entiende lo público. En el año 2000, el 61% de los mexicanos consideraba que la democracia era preferible a cualquier otro régimen; para 2020, esa cifra bajó a 43%, y en 2023, a 35%. Veintiséis puntos menos en dos décadas. Al mismo tiempo, ocho de cada diez personas afirman que vivimos en democracia plena y 65% dice valorar más la democracia que los programas sociales (Nexos, marzo 2025). La paradoja es clara: se aprecia la palabra “democracia”, pero no se asocia la eliminación de contrapesos con la pérdida concreta de libertades.

De aquí surge la pregunta estratégica que definirá el rumbo de la vida pública en México: ¿estamos frente a un asalto institucional que puede revertirse recuperando contrapesos desde las urnas, o ante un cambio en la cultura política, donde los valores de pluralidad, libertad de expresión y derecho de asociación han sido reinterpretados o abandonados?

Para acercarse a la respuesta basta mirar tres hechos recientes. Primero, con 54% de los votos, Morena y sus aliados obtuvieron cerca del 73% de las curules en la Cámara de Diputados. La distorsión no generó un rechazo social amplio. Segundo, el debilitamiento del Poder Judicial, la desaparición de órganos autónomos y la ampliación de la militarización avanzaron sin una resistencia ciudadana proporcional. Tercero, los sobrecostos y la opacidad en proyectos como Dos Bocas, el AIFA o el Tren Maya no provocaron una reacción social significativa. En todos los casos, la indiferencia parece decir más sobre las prioridades y tolerancias ciudadanas que sobre la capacidad de control de los gobernantes.

Esto no significa exculpar a quienes impulsan estas decisiones, sino ubicar el lugar desde donde se puede revertir la tendencia. Si la cultura política tolera o legitima la concentración del poder, el cambio institucional por sí solo no basta. La estrategia que confía únicamente en ganar la próxima elección se queda corta. ¿Por qué votarían por la oposición si las y los mexicanos se sienten cómodos con esta hegemonía política y cultural?

Las dos lecturas dominantes –la institucional y la cultural– parten de diagnósticos distintos y conducen a callejones propios. La primera rechaza el fatalismo y sostiene que nada es irreversible, pero al anclarse solo en lo electoral no advierte que las reglas cambiaron y no hay elección que valga. La segunda da por muerta la democracia y centra su atención en el cambio de la cultura política de la población; sin embargo, al declararla perdida, corre el riesgo de normalizar el nuevo orden como destino inevitable.

Si el diagnóstico se limita a lo institucional, la acción será defensiva y de corto plazo. Si se reconoce que el núcleo del cambio de régimen es también cultural, la acción exige otra escala: pedagogía cívica, organización social y liderazgos capaces de traducir la democracia en experiencias concretas y defendibles. Eso implica enseñar que un contrapeso es más que una abstracción jurídica; es la diferencia entre un juez que decide con independencia y uno que responde al poder, entre un trámite que resuelve y otro que extorsiona, entre una escuela abierta y otra cerrada por miedo.

La defensa de la democracia requiere experiencias tangibles, no solo discursos. La gente defiende lo que siente suyo. Y eso no ocurre en foros parlamentarios, sino en la interacción diaria con instituciones que resuelven y protegen. La oposición política no puede limitarse a denunciar abusos; debe demostrar que otro orden es posible y mejor en términos concretos para la vida cotidiana.

La reforma electoral cristaliza esta etapa. Si se aprueba, consolidará la concentración de las llaves del sistema, pero no cerrará la política. Simplemente desplazará su centro de gravedad. Lo electoral seguirá importando, pero no alcanzará. La pregunta que decidirá el rumbo no es solo quién gana la próxima elección, sino qué ciudadanía llega a ella: una que acepta la personalización del poder como atajo identitario o una que reclama instituciones porque aprendió a necesitarlas en su vida diaria.

El cambio de régimen avanza porque puede, y porque se lo permitimos. La salida no está en idealizar el pasado ni en personalizar la crítica en un solo líder. Está en reconectar la democracia con la experiencia concreta de la gente. Cuando eso ocurra, la correlación de fuerzas podrá moverse primero desde abajo y luego en las urnas. La reforma electoral marca el inicio de otra era en México. ~


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