Ciento ocho prisioneros de guerra de Estados Unidos fueron liberados el 14 de marzo de 1973 en un aeródromo de Hanoi. A su llegada, parecían “pálidos pero saludables” y algunos cojeaban, según la crónica del enviado especial del New York Times. El más célebre de aquellos prisioneros era el joven teniente John McCain. Hijo y nieto de almirantes, McCain se había negado a recibir la libertad prematura que le ofrecían sus carceleros y había sufrido un cautiverio lleno de torturas que él mismo relataría en un largo artículo dos meses después de su liberación.
Ese texto es un documento muy interesante. Al escribirlo, McCain tiene 36 años y vuelve a un país muy distinto del que dejó en 1967. La guerra ha destruido la reputación de Lyndon B. Johnson. El asesinato de Martin Luther King ha prendido la mecha de los disturbios raciales. Al republicano Richard M. Nixon le quedan cinco meses para dimitir por el Watergate.
“Creo que Estados Unidos es un país mejor ahora porque hemos pasado por una especie de proceso de purificación”, escribe el joven teniente de la Armada. “Veo aprecio por nuestro estilo de vida. Veo más patriotismo. La bandera está por todas partes. […] He tenido tiempo para pensar y he llegado a la conclusión de que una de las cosas más importantes en la vida, junto con la familia, es aportar algo a tu país”.
Se podría decir que esa última frase es la primera pista de la vocación política de McCain. Quedan aún nueve años para su primera campaña pero pronto dejará la Armada, se mudará a Arizona y empezará a poner los cimientos de la carrera por la que le conocemos hoy. Esa carrera es quizá el último exponente de una idea de Washington que se ha ido apagando, enterrada por los escándalos y por el fuego cruzado de la polarización.
A finales de los años 60, Washington todavía era la ciudad de Walter Lippmann, Joe Alsop o Kathy Graham. Las leyes salían adelante con votos de los dos partidos. A menudo demócratas y republicanos cenaban juntos en las mansiones de Georgetown. Hoy los congresistas más jóvenes apenas pasan tiempo en la capital. Duermen en sus despachos entre semana y se vuelven cada viernes a su circunscripción. No votan con el enemigo y apenas se dejan ver en público con él.
¿Qué se llevó por delante aquel mundo refinado y conciliador? La pregunta no tiene una sola respuesta. La generalización de las primarias redujo el poder de los líderes y aumentó el poder de las bases de los partidos. La lucha por los derechos civiles transformó a los dos grandes partidos en bloques cada vez más monolíticos: los demócratas sureños se hicieron republicanos y los republicanos progresistas se hicieron demócratas en lugares como Boston o Nueva York. El Watergate destrozó la confianza de los ciudadanos en las instituciones y el ascenso de la televisión por cable ayudó a amplificar voces estridentes y creó un espacio donde cuestionar el consenso social.
Ese proceso ya estaba en marcha (pero no había terminado) cuando McCain llegó a la Cámara de Representantes en enero de 1983 y luego al Senado en 1987. Al principio el recién llegado adoptó las formas de la revolución neoliberal de Ronald Reagan. Pero a medida que los republicanos se fueron alejando del centro, McCain empezó a romper filas y abrazó el estilo heterodoxo que recordamos hoy.
Es importante precisar que ese giro no convirtió a McCain en un político progresista sino en un senador independiente, capaz de combatir puntos de vista populares entre sus votantes y de llegar a acuerdos con sus adversarios. Este recuento de FiveThirtyEight deja claro que McCain solo se opuso a las propuestas de Donald Trump en un 17% de sus votaciones pero esa cifra no refleja el grado de autonomía con el que operaba: solo cuatro senadores republicanos superan ese porcentaje, que incluye la oposición de McCain en asuntos esenciales como la destrucción de la reforma sanitaria de Obama o los bandazos en política exterior.
Mantener esa independencia en un entorno tan crispado es un logro aún más notable para un senador que sobrevivió a dos duras campañas presidenciales y que a menudo fue el blanco de los insultos de los charlatanes de la derecha radical.
McCain fue el penúltimo ejemplo de un tipo de político cada vez menos frecuente: el del joven oficial que llega a la política después de servir a su país. Es una tradición que han heredado senadores que sirvieron en Irak como Tom Cotton o Tammy Duckworth pero que empieza a estar en peligro de extinción. Presidentes como Dwight D. Eisenhower, John F. Kennedy o George H. W. Bush fueron héroes de guerra. Ni Bill Clinton ni Obama ni Trump tienen en su currículum un solo mes de servicio militar.
Las obsesiones de McCain apenas variaron desde principios de los años 90: el atlantismo, la amenaza yihadista, el rechazo de la tortura, la lucha contra el expansionismo ruso o la limitación del dinero en las campañas políticas. Sí ha cambiado su partido, empujado por los cambios demográficos y por voces como Sean Hannity o Rush Limbaugh hacia la demagogia, el racismo y las teorías de la conspiración.
Según las cifras del proyecto Vote View de la Universidad de Georgia, la distancia ideológica entre congresistas demócratas y republicanos es más grande que nunca y no ha dejado de crecer desde 1976. El movimiento del Tea Party en 2010 fue el final y no el principio de ese trayecto. Hasta 269 congresistas se situaban ideológicamente entre el demócrata más conservador y el republicano más progresista cuando McCain volvió de su cautiverio en marzo de 1973. Cuatro décadas después, no queda ninguno: hoy el congresista republicano más progresista está a la derecha del congresista demócrata más conservador.
La polarización de los políticos ha ido de la mano de la de los ciudadanos. En 1960 solo un 5% de los estadounidenses admitían que no les gustaría que sus hijos se casaran con una persona de otro partido. En 2010 ese porcentaje había crecido hasta el 40%. Ese rechazo tiene que ver con la ubicación geográfica. Los ciudadanos viven en barrios cada vez más homogéneos y apenas tienen oportunidades para conocer cómo vive la otra mitad.
Ese proceso que describe Bill Bishop en su libro The Big Sort ha creado un entorno en el que los congresistas apenas tienen incentivos para ganarse el voto de quienes piensan distinto porque la inmensa mayoría de quienes viven en su distrito piensan igual. Los 435 escaños de la Cámara de Representantes se renuevan cada dos años. En 1998, hasta 164 escaños estaban en disputa según los datos del Cook Political Report. Dos décadas después, apenas están en liza 49 según el modelo de FiveThirtyEight.
Temerosos del ascenso de un demagogo, los fundadores de Estados Unidos crearon un sistema de contrapesos diseñado para fomentar los acuerdos entre facciones opuestas. Pero la polarización de demócratas y republicanos ha convertido ese sistema en una herramienta inservible para gobernar. La composición del Senado, por ejemplo, hace que 41 senadores que representan al 11% de la población puedan bloquear muchos proyectos de ley.
Al contrario que muchos de sus colegas, McCain comprendió que el sistema solo podía funcionar a base de acuerdos con sus adversarios. Así fue como logró reformar la financiación de las campañas con la ayuda de su colega demócrata Russ Feingold y como intentó varias veces sacar adelante una ley para regularizar a millones de indocumentados.
McCain tuvo siempre palabras de aliento para los inmigrantes e intentó varias veces sin éxito aprobar esa reforma pese a representar en el Senado a un estado fronterizo y muy conservador. Su fracaso en ese empeño es quizá el símbolo más amargo del divorcio entre su actitud y la de la mayoría de sus colegas en Washington. McCain se había convertido en un anacronismo en una ciudad partida en dos.
“[El fracaso de la reforma migratoria] es una decepción más grande que otras derrotas porque es algo que la mayoría de los ciudadanos quieren pero sobre todo porque es algo que el país necesita precisamente ahora, cuando parecen volver viejos miedos y enemistades que han arruinado nuestra historia, explotados por oportunistas que no cambiarán sus carreras o sus conciencias por compasión o por honestidad”, dijo McCain en mayo de este año, cuando era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida.
Para entonces el senador ya había empezado a diseñar en detalle sus exequias fúnebres como un canto a esa idea de Washington que ahora agoniza. Hablarían amigos como Joe Biden y adversarios como Barack Obama o George W. Bush. El disidente ruso Vladimir Kara-Murza, que sobrevivió a dos envenenamientos del régimen de Putin, sería uno de los elegidos para llevar el féretro. Ni Sarah Palin ni Donald Trump serían bienvenidos en el funeral.
Es difícil creer que el espíritu de estos días vaya a revivir un estilo de hacer política que ya no existe pero quizá no sea una elegía en vano. Con los votantes a punto de renovar el Congreso y el investigador Robert Mueller estrechando el cerco sobre el presidente, se acerca el momento en que los congresistas republicanos se verán obligados a decidir si merece la pena mantener en el cargo a un presidente que no solo miente e insulta a sus rivales sino que además ha violado la ley. Quizá alguno piense entonces en John McCain.
Colaborador en Univisión, impulsor de proyectos como Politibot y coautor con María Ramírez de Marco Rubio: La hora de los hispanos (Debate, 2016) y Little Britain. El brexit y el declive del Reino Unido (Debate, 2017).