La amnistía y el espíritu de la época

Hemos pasado del Zeitgeist reformista al del liberalismo como estorbo democrático, y la ponderación de delitos no en función del crimen cometido, sino de quién lo comete.
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Decía Stathis Kalyvas en sus clases que uno de los problemas al medir en ciencia política es que las variables independientes podían captar muchas cosas, pero difícilmente las más importantes. Ponía como ejemplo el Zeitgeist y cómo influía en las decisiones que adoptaban todos los actores. El espíritu de la época de nuestro país hace diez años cabalgaba a lomos del 15M y clamaba por reformas, rendición de cuentas, transparencia y un país nuevo tras la crisis financiera y muchos años de bipartidismo. Una década y poco después es casi poético ver cómo aquella oleada de cambio ha resultado en un Congreso de dos bloques, más polarización y lo que parece el inicio de una suerte de 15M en la derecha política.

Y es que, definitivamente, el espíritu de la época ha cambiado. Tras oponerse fervientemente a ella durante toda la campaña, el grupo parlamentario del PSOE ha registrado su Ley de Amnistía en el Congreso. En ella se perdonan, entre otros, todos los delitos de malversación cometidos con ánimo de “reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña”. Vuelve a ser poético recordar que Pedro Sánchez llegó al gobierno bajo la idea del “Gobierno de la dignidad” y oponiéndose a la corrupción. Hemos pasado del Zeitgeist reformista al del liberalismo como estorbo democrático, y la ponderación de delitos no en función del crimen cometido, sino de quién lo comete.

Creo que es importante hablar de ese espíritu porque refleja, también, la transformación acaecida en el PSOE con respecto a dos de las corrientes ideológicas que lo informaron en los últimos tiempos: el socioliberalismo y el neorrepublicanismo. La primera de estas ideologías, el liberalismo más preocupado por la igualdad no solo en derechos y libertades, sino también de oportunidades, tiene en John Rawls a su principal representante. Suya es la idea de un velo de la ignorancia tras el cual, desprovistos de información sobre nuestras circunstancias, planes, condiciones o cualquier otro dato biográfico, deberíamos elegir los principios de justicia de la sociedad en la que queramos vivir.

Dice también, en una frase preciosa al inicio de su Teoría de la Justicia, que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”, debiendo rechazarse aquellas leyes e instituciones que no sean justas. Si nos situáramos detrás del sugerido velo de la ignorancia, ¿qué opinión debería merecernos la amnistía? Los políticos juzgados cometieron delitos y vulneraron los derechos y libertades de millones de conciudadanos. También desviaron fondos públicos y, en varios casos, se pusieron en contacto con potencias extranjeras, como Rusia, para perseguir sus objetivos. Una amnistía que los perdone a cambio de sus votos supone, por consiguiente, asumir como principio rector de la sociedad que, si el criminal puede tener valor político a posteriori, la ley no se le aplicará. Este principio difícilmente puede asociarse con las instituciones justas que, a priori, elegiríamos.

La segunda ideología, el neorrepublicanismo asociado a Philip Pettit, viene de la época de Zapatero, en un proceso de rearme ideológico tras las dos mayorías del PP de Aznar. La visión del filósofo irlandés es de la libertad entendida como “no-dominación” o, lo que es lo mismo, la capacidad de desarrollar nuestra vida sin interferencias arbitrarias. Él mismo define esta idea como la de vivir en una “república de ciudadanos iguales bajo el imperio de la ley, donde ninguno domine al otro”. La no-dominación es, por ende, enemiga del arbitrio, representado en una amnistía que perdona crímenes y asume la culpa del Estado por necesidad electoral. La no-dominación es enemiga de la consideración de un ciudadano como más que otro, el amnistiado por delitos de guante blanco con poder político frente a aquel que no ostenta esto último y, por consiguiente, escapa a la posibilidad de absolución.

El PSOE ha abrazado, entonces, una suerte de socialdemocracia iliberal por la cual los “guardarraíles democráticos”, como los denominaban Ziblatt y Levitsky, son un estorbo para reeditar la llamada “coalición de progreso”. Aluden a los efectos benéficos de la amnistía para pacificar Cataluña y a que frente a ellos se alza un Partido Popular radicalizado y la extrema derecha en la forma de Vox. ¿No sería más perjudicial para la justicia de nuestras instituciones, o para la libertad de todos, que gobernaran ellos en lugar de la actual coalición?

Es una duda razonable, por supuesto. El Partido Popular ha manoseado las instituciones con anterioridad, perseguido ilegalmente a rivales políticos y suscrito pactos que suponen una amenaza de retroceso en materias como los derechos de las personas LGTBI. Vox ha demostrado, allí donde ha entrado en el Gobierno, que no suscribe la idea de una democracia liberal y que quiere estrechar los perímetros de solidaridad y libertad actuales. No es de extrañar que al votante de izquierdas les asusten.

Y, sin embargo, cabe preguntarse si la solución a la polarización y tensión antiliberal que se percibe en el otro lado del espectro ha de ser un tensionamiento aun mayor. La respuesta del PSOE ha sido que sí: acelerar en la colonización de instituciones, abrazar la arbitrariedad como principio rector y asumir que, por revalidar el poder y evitar que los otros lo logren, todo vale. Queda lejos aquella frase de Max Weber, cuando distinguía entre la ética de las convicciones y la de la razón, diciendo que siempre debemos tener un punto en el que digamos “que aquí me detengo”. Difícilmente puede surgir un proyecto de país mejor como producto de esta aceleración constante.

La solución, me temo, es más aburrida que la épica de la victoria contra el fascismo o la liberación nacional. Es un retorno al espíritu de hace diez años y a la apuesta por pactos que trasciendan el bloque propio. Es abogar por despolitizar tanto algunas instituciones como el discurso público, a menudo hinchado de hipérboles y deslegitimaciones. Es respetar la separación de poderes, aun con el necesario influjo de la soberanía nacional que menciona la Constitución, y levantar, de nuevo, contrapesos a la acción del poder, en la mejor tradición liberal. Es, en definitiva, evitar recorrer el camino que se ha recorrido en otras partes de Europa y del mundo, y tener una democracia de peor calidad que aquella por la que llorábamos en 2011.

Porque aquí no está en juego la democracia, entendida como la elección de gobernantes por sufragio universal y la adopción de decisiones tomadas por una mayoría, sino el marchamo de “liberal” que la acompaña. Y ese adjetivo no es baladí, porque representa la protección de las minorías, la contestación ante el poder y el amparo del ciudadano frente a posibles violaciones de sus derechos, incluso si estos se producen por una mayoría electa.

Por eso es necesario seguir hablando contra esta amnistía, tanto en los espacios de contestación institucionales como en los que van más allá de parlamentos y gobiernos, como plazas y calles. Y es necesario pedir no la ruptura definitiva y una polarización creciente que nos acabe llevando al precipicio de la violencia política, sino el retorno a aquello que veíamos como evidente hace una década. No es tibieza o equidistancia, sino la observación preocupante de las tendencias actuales y sus similitudes tanto con lo ocurrido en este país hace unos años como en otras democracias recientemente. Pisar el acelerador sin hacer caso a señal o guardarraíl alguno puede ser tentador cuando se concibe la política como una carrera por el poder, pero difícilmente lleva a otro sitio que a un choque catastrófico para todos.

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Tirso Virgós es responsable de programas políticos en Ciudadanos y profesor asociado en la Universidad Carlos III.


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